Eduardo García Aguilar es un escritor colombiano y periodista en la Agencia France-Presse (fue corresponsal en México y está actualmente basado en la sede de París). Estudió en Francia en los años 70. Su obra literaria ha sido traducida a varios idiomas. Entre sus principales libros figuran El bulevar de los héroes (novela), El viaje triunfal (novela), Tequila coxis (novela) y Urbes luminosas (relatos). Este es su testimonio de cuándo conoció a Julio Cortázar, con motivo de los 50 años de la publicación de su novela Rayuela, exclusivo para AFP.
Ahora que se celebran los 50 años de Rayuela, publicada el 28 de junio de 1963, recuerdo que tuve la fortuna de conocer y hablar brevemente con Julio Cortázar en el verano de 1978 en la Universidad de Toulouse Le Mirail, durante un congreso de literatura hispanoamericana donde participaron el paraguayo Augusta Roa Bastos, quien residía ahí entonces, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum y el argentino Juan José Saer, entre otros autores, académicos, cineastas y críticos.
Nosotros fuimos invitados como estudiantes de la Universidad Paris VIII y estuvimos ahí esa semana en una verdadera fiesta ganada con nuestra exposición de revistas latinoamericanas, que coleccionábamos en el Centro de Información para América Latina (CIAL).
Es necesario ubicarse en ese momento, o sea un lustro antes de la muerte de Cortázar en 1984, para calibrar la magnitud simbólica de esa cercanía en el campus de la universidad tolosana, en una región cercana a España, permeada por las luchas y sufrimientos de los españoles que se refugiaron allí desde la guerra civil. América Latina era el continente de moda en Europa y ser latinoamericano en París o en cualquier capital europea nos revestía en los años 60 o 70 de un aura mágica y bohemia y todo nos era permitido, hasta el delirio.
Cortázar era un viejo alto y enorme que desde lejos parecía un adolescente eterno, pero de cerca mostraba las profundas arrugas de sus casi 65 años bien vividos. Cruzarse con él todos los días durante el congreso, sentarse cerca a él, abordarlo al concluir los debates, era nuestra tarea más feliz y de inmediato nos cubría con un halo de gloria. Y nos considerábamos los más legítimos, pues en esos años su novela Rayuela era nuestro libro de cabecera, que leíamos en las interminables veladas de las buhardillas parisinas como estudiantes adolescentes pobres y felices.
Los latinoamericanos éramos los mártires del odioso imperio estadounidense y bajo la imagen crística del Che Guevara y la popular del rebelde Gabriel García Márquez, quien era la más grande estrella mundial de la literatura entonces, representábamos un ejemplo para los europeos. Casi todos los países latinoamericanos eran dominados por dictaduras de ultraderecha que cometían crímenes sin nombre y estaba fresca la sangre de los chilenos, que lloraban el primer lustro de la dictadura de Augusto Pinochet. Por nuestras desgracias los europeos nos amaban de corazón y de cuerpo.
La solidaridad era la palabra mágica y miles de exiliados uruguayos, brasileños, argentinos, paraguayos, chilenos, peruanos, bolivianos recalaban en las urbes europeas donde eran recibidos por el amor de una vasta izquierda humanista. En toda Europa las fiestas de solidaridad eran motivo de reunión y abrazo, aún bajo las banderas frescas de mayo del 68 y las protestas contra la guerra de Vietnam.
Cortázar estaba también en su apogeo. Él, que había sido en sus inicios un intelectual exquisito, cercano a las ideas de su contemporáneo mexicano Octavio Paz, y posaba casi de imberbe, se fue transformando en una bandera del izquierdismo procastrista y pronicaragüense y brincó de escuálido intelectual a viejo barbado y marxista, como lo describe en un genial retrato su sorprendido amigo Mario Vargas Llosa. Ahora era un “intelectual comprometido”, miembro del Tribunal Russell, y solía andar en sandalias, al lado de alguna muchacha, en este caso, en Toulouse, de una novelista colombiana.
Rayuela nos representaba y era la versión moderna de la surrealista Nadja de André Breton. Es un libro portátil, rompecabezas armable, collage de citas y emociones, donde viven personajes artísticos y poéticos que no tienen más que sueños y agotan el tiempo en la vagancia bohemia que se practicaba en París desde inicios del siglo XIX. El escritor libre e indómito, estructurado para el fracaso, preparado siempre para las peores pobrezas, el poeta o pintor feliz en la buhardilla, incapaz de pensar en carreras literarias o dinero o en honores, entregado al vivir, al ser y al acontecer en un París que ya pronto dejaría de ser la Meca de los escritores latinoamericanos.
Por eso cuando lo veíamos tan cerca como uno de nosotros, enfundado en un largo poncho para los fríos vespertinos de Toulouse, nos embargaba una emoción inolvidable, sin saber que los latinoamericanos pasarían de moda en París, que la Revolución, el Che y García Márquez cruzarían a los baúles de la nostalgia y que la ciudad Luz que recorrían Horacio Oliveira con La Maga y sus amigos bajo el sonido del jazz, se convertiría solo en una jaula de oro amada y caricaturizada por Woody Allen por donde la sangre del arte, el jazz y la poesía ya no corre sino como eco de fantasmas ahogados en una escenografía urbana sin alma para millones de turistas
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