martes, 28 de mayo de 2013

A PROPÓSITO DEL CAUCA

Por Eduardo García Aguilar

El río Cauca baña el Occidente de Colombia y está en todas partes a ese lado cordial del país, serpenteando entre las montañas por cañones bañados de sol y de niebla. Alguna vez lo descubrí en palabras en el poema de León de Greiff que dice " En el alto de Otramina, pasando ya para el Cauca, me encontré con Toño Vélez en qué semejante rasca". Es un río de poesía y prosa porque es además protagonista de varios grandes libros como la novelas La María de Jorge Isaacs y Risaralda, de Bernardo Arias Tujillo, entre otros.
Pero además, mucho antes, lo descubrí de niño en viajes con mis padres por las tierras del Occidente de Caldas o el valle del Cauca. Es un río muy generoso, porque a pesar de que se le atribuye un papel secundario de afluente frente la gran río Magdalena, no se inmuta y sigue siendo feliz, como si no le importara competir o entrar en pugilatos típicamente colombianos.
Cada país, cada mundo tiene sus ríos. El Ganges en la India, el Indus milenario donde las primeras civilizaciones amanecieron en lo que hoy es Pakistán, el Nilo egipcio, el Rhin alemán, el Sena, el Tajo, el Mississipí, el río de la Plata, el Danubio y muchísimos otros.
El Cauca ha existido siempre, rico y verdadero, manso e impetuoso, potente, lleno de troncos y de animales muertos, de pedazos de tierra y hojas inmensas, y en las montañas aledañas los indígenas quimbayas y otras muchos hijos de tribus o de etnias diferentes lo observaban desde lejos como una deidad y a veces desde la lejanía solían vestirse de oro para que el sol irradiara de sus torsos y se reflejara sobre la cinta plateada de ese río metálico y vegetal.
En Arauca, joven aún, cruza los espacios contados por Bernardo Arias Trujillo en Risaralda, su novela de tierra caliente, cinematográfica según su joven fuerza de escritor malogrado, muerto en los fríos de Manizales. En el mundo de Sopinga, el Cauca es fundamental y múltiples remansos pueden llamarse paraísos de un mundo prediluviano, lleno de aves y bestias maravillosas y músicas de indios.
Allí por Arauca se siente el Cauca cerca, hermano, familiar, incluso desde los viejos tiempos de la infancia y hoy, entre la algarabía del semipuerto fluvial pleno de todos los peligros y todas las emociones, canta desde lejos aunque lleve la memoria de los muertos de las violencias sucesivas. Porque el Cauca ha llevado muchos muertos de la Violencia, muertos contados por muchos autores desde todos los tiempos, como en La María, Viento Seco o Cóndores no entierran todos los días.
El río Cauca tiene historia pues está presente en La María de Jorge Isaacs, canto a los valles que irrigaba e irriga con su primer ímpetu. En aquellos y estos tiempos el río ha dado vida y riqueza a los vallunos y la serpiente plateada de su viaje tiene allí los ímpetus de la adolescencia.
Los viajeros extranjeros, como el francés Saffray, escribían sobre esas tierras vallunas donde se mezclaban las razas y la vida era más libre para todos, en las orillas de ese generoso afluente del Magdalena que no tiene complejos y desemboca arriba con el orgullo de haber soñado en su viaje las cordilleras y los valles lejanos del extremo occidente.
En Arauca ya comienza a tomar otra fuerza aún mayor y en ese cañón el sol canicular lo deja percibir como un decidido poema de agua, que desde otras alturas neblinosas se ve desde la extraña Belalcázar. Allí lo vi desde lejos por primera vez en la primera infancia, tal vez a los tres años, cuando mi madre viajó allí a visitar a una amiga y desde un balcón vi el Cristo enorme de cemento erigido en tiempos de la Violencia.
Mucho tiempo después, una querida amiga me llevó allí para que resolviera el recuerdo vago que me hacía imaginar un Corcovado imaginario en pleno Caldas, cosa que me parecía imposible. Y era cierto, ese cristo de brazos abiertos estaba allí desde 1946 mirando pasar los muertros que dejaban los armados de todos los bandos.
He viajado hacia el alto de de Greiff luego de volverlo a ver en Irra, en la noche cálida colombiana, llena de camiones ruidoso e iluminados como altares intermitentes y llenos de músicas, y mujeres flotantes salidas de la savia del país, espigadas, espectrales, ancestrales, campesinas cocinando allí el bagre para los viajeros que toman cerveza y aguardiente y no saben que ocurrirá mañana con ellos al otro lado del país.
Y lo he vuelto a ver cerca de la bella Santa Fé de Antioquia, la Mompox antioqueña, cruzando un viejo puente amarillo, ya listo para su largo camino hacia la desembocadura lejana con el Magdalena, donde chocará y creará una fuerza nutritiva que terminará en las Bocas de Ceniza, unida, consustancial, feliz.
El Cauca nutre otra vez con sus aromas esta tierra hacia el atardecer y se llena de sus humedades esenciales. Aquí estoy. Hay algo más que vida en su cauce. Es prehispánico, verdadero, actual, y las tierras que visita son las más bellas y generosas para muchos. Los de antes de la Conquista y los colonizadores después, han dejado sus rastros en su espejo. Los violentos lo han hecho Ganges de difuntos. Pero el Cauca es un ofidio de espejos y a veces un tigre sereno que mira y rasca con sus felinas garras el humus de la tierra nativa.
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Publicado en La Patria, Colombia, el 19 de mayo de 2013.

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