Por Eduardo García Aguilar
El sábado 15 de marzo llegamos por la mañana a la tumba de Rimbaud en el cementerio de Charleville, después de un viaje desde París hacia las regiones de Champangne y Ardennes, cerca de la frontera, en el noreste de Francia. La ciudad del genial poeta adolescente sorprende pues sus casas y edificios antiguos están construidos con una piedra de color amarillo óxido, lo que le da un aire peculiar de crepúsculo y su calle central tiene una perspectiva espléndida que, pasando por la Plaza Ducal, lleva hasta el Museo Rimbaud, construido en un antiguo y bello molino.
Y aunque Rimbaud renegó de la ciudad natal, él está siempre presente en todas partes. Su figura despeinada e insumisa domina en paredes, tiendas, cafés, bares y restaurantes. El poeta reina como una deidad familiar desde esta localidad al borde del rio Meuse, en cuyo camposanto reposa su martirizado cuerpo, iluminando a todos los muchachos del mundo que se inspiran en él para huir del tedio de un día convertirse en adultos domados. Rimbaud representa al adolescente permanente que pervive en los viejos poetas muertos de pobreza y tuberculosis o ante el pelotón de fusilamiento. Porque escribir poemas es prolongar la infancia y viajar con ella adentro hasta el final. Walt Whitman, el viejo barbudo de overol, fue un niño hasta el final y Baudelaire un mozo alocado y eterno en las noches de absenta y poesía.
Así como Niza, en el Mediterráneo, posee de la piedra rosada de sus canteras alpinas, aquí ese extraño color amarillento de los edificios del siglo XVII y XVIII le dan a Charleville una iluminación peculiar y al verlos, comprendo de repente que los ojos del poeta los vieron tal y como están hoy y que miro lo que él vio cuando escribía sus primeros versos. He venido invitado por la ciudad en el marco de la Primavera de los Poetas, que se celebra en todo el país, acompañado por la poeta colombiana Myriam Montoya, una de las voces más importantes de mi país y del poeta francés Stéphane Chaumet, viajero abierto al mundo con su poesia de encuentros y fugas, para dar lecturas en la tumba y el museo y participar en una fiesta en una guinguette, típica fonda donde celebramos al autor de Las Iluminaciones hasta bien entrada la noche junto a los jóvenes cultores de la poesia y el slam como Gonzague, Oriana y una joven poeta que usa el misterioso seudónimo de Marcel Proust.
Hijos de Charleville, François Massut y el prolífico poeta Richard dalla Rosa nos han guiado y acompañado por esta ciudad soñada desde la adolescencia con el entusiasmo de la fuerza joven que guarda la llama del más celebre hijo de su tierra, quien vio su luz aquí el 20 de octubre de 1854 y murio en Marsella el 10 de noviembre de 1891, tras años de aventura en AbisiniaEsta mañana, luego de llegar, caminamos por las hermosas calles de esta ciudad y por la Plaza Ducal, que es una imitación pequeña de la muy conocida Place des Vosgues en París, donde reinaban hace tiempo los Tres Mosqueteros. Calle tras calle está presente esta arquitectura profunda que sobrevivió a tantas guerras, siempre dominada por ese color amarillento que parece al de ciertas caídas de sol o al ámbito de ciertos poemas eternos.
No lejos de aquí, entraron siempre por Sedan las tropas invasoras alemanas en las guerras de 1870, 1914-1918 y 1939-1944. Y en los campos húmedos de estas fronteras reposan los cuerpos y la sangre de cientos de miles de hombres asesinados en sangrientas conflagraciones sin fin. Esta es una tierra de viejas guerras que por ahora está en paz, pero que probablemente por su situación fronteriza algún día vuelva a sentir la fuerza ominosa de los bombardeos y el paso de los tanques.
Más tarde, en una ceremonia más íntima, llegamos al cementerio viejo donde reposa el poeta. Los miembros de la Sociedad de Amigos de Rimbaud, en su mayoría hombres de edad, llegaron a la tumba para escuchar la poesía de dos colombianos del exilio que partimos hace mucho tiempo de nuestro país, pero lo llevamos en el corazón. Algunos camarógrafos y fotógrafos tomaban imágenes del grupo reunido en torno al sepulcro del emblema de la rebelión y de la adolescencia poéticas, ese hombre que dejó todo antes de llegar a los 20 años y después se fue de aventurero a las lejanas tierras de África, donde vivió dedicado a turbios negocios y tráficos y enfermó antes de morir a los 37 años después un agitado retorno a su tierra en cañilla, amputado y agonizante.
Myriam, Stéphane y yo leímos primero poemas de Rimbaud y luego versos nuestros con la emoción de visitar por primera vez este lugar simbólico. Rodeados de poetas, los tres sentimos la emoción de leer allí en su honor, en su tumba, en un sitio a donde siempre quisimos venir algún día. En mi caso, le dije a los asistentes que venía de un lejano país llamado Colombia y que cuando adolescente, en mi ciudad Manizales, soñaba algún día con hacer la peregrinación a la tumba del poeta maldito.
En aquel entonces, con Rodrigo Acevedo González o Enrique Cardona Hernández, entre otros poetas adolescentes, queríamos imitar a Rimbaud. En el Instituto Universitario o en el Instituto Manizales escribíamos poemas sin límite inspirados por la imagen de ese muchacho genial que nos maravillaba con El Barco Ebrio y Las Iluminaciones. Lo hacíamos entonces para acercarnos a él, palparlo, viajar en su barco por ríos impasibles, y desafiar las tradiciones con la pureza de quien sólo busca expresarse y ser a través de las palabras. Era nuestro modelo como lo ha sido en todas las ciudades y pueblos del mundo donde florecen los poetas.
A esta tumba llegan en peregrinación día a día personas de todas las partes del mundo. Vienen japoneses, chinos, africanos, rusos, latinoamericanos, europeos, norteamericanos. Y llegar por fin a la tumba es un instante clave en la vida de los poetas. El primer amigo que me contó el detalle de su visita a Charleville hace muchos años fue el poeta mexicano Vicente Quirarte, en quien pensé en ese instante inolvidable de estar ahí, de ser ahí, de llegar ahí donde reposa Rimbaud al lado de su hermana y su madre, que lo sobrevivió hasta 1907.
Poco a poco Charleville se vuelve una ciudad poética a donde son invitados en residencia autores de todas las partes del mundo para visitar dos de las casas donde vivió de niño antes de irse y que están intactas y tienen también el extraño desleído color de los atardeceres. En la casa donde más tiempo vivió, frente al río Meuse, sorprende que cada una de su habitaciones guarde sorpresas en su honor, a través del arte contemporáneo y el multimedia. En una habitación se escucha el sonido del viento tradicional de la región de Ardennes, el sonido del mar y el chillido de los barcos cuando llegan y se van de puerto. En otra se esucha a través de orificios y bocinas instalados en las paredes su poesía en una voz nítida como si viniera del mas allá. En las paredes de su dormitorio se reflejan palabras que circulan. Y desde otras habitaciones se ve el río y la calle que sin duda hacieron soñar al impúber poeta bajo la mirada escrutadora de su hermana y su madre. Ahora hace una tarde de sol y la ciudad está cubierta por Las Iluminaciones.
A Myrian Montoya, la poeta proveniente de la antioqua colombiana donde se inició en los talleres del novelista Manuel Mejía Vallejo, se le han humedecido los ojos junto a la tumba de su amado Rimbaud, el del espíritu lúcido e insaciable, antes de leer sus poemas. Ha estado ahí largos minutos en silencio, con la mirada perdida, emocionada, y he comprendido sus palpitaciones mientras el aire fresco inundaba el camposanto. Stéphane Chaumet, hijo de la ciudad de Dunkerke, viajero en Siria, China, México y Colombia, ha expresado su rabia interior con su voz agitada y su corazón en la mano y yo he quedado volando en un tapiz persa por los aires de la poesía al cumplir un sueño de la vida. François Massut, el generoso joven poeta residente en París que propició con amor esta visita y la de otros poetas, ha llegado con sus familiares y paso a paso nos ha mostrado el secreto tesoro y los haces de luz prismática que surgen de sus honduras.
Todos los poetas del mundo deberían visitar algún día esta tumba y recorrer Charleville. De regreso a París en el Tren de Alta Velocidad nos ha despedido desde la campiña un intenso arcoiris, como si a través de ese milagro se expresara Rimbaud desde sus ríos impasibles y su mares agitados donde la nave cautiva del relámpago viaja sin detenerse nunca.
Charleville-París, 17 de marzo de 2008
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