La calle Mouffetard es la más antigua de París y mi preferida porque baja desde el Panteón, después de la calle Descartes, por la misma vía transitada desde hace más de 2.000 años por los peregrinos que llegaban o iban a Roma. La callejuela sinuosa está llena de viejas casas de otro tiempo perfectamente conservadas y de cafés, restaurantes, librerías, tiendas y negocios de gastronomía que le dan un aire de provincia con sus olores inolvidables.
Todos los días están desplegados en puestos callejeros los frescos productos de mar, las deliciosas viandas asadas con especias, pasteles, frutas, vegetales y productos exóticos idénticos a los que figuran en las fotos de fines del siglo XIX y comienzos del XX. En esta calle vivieron en su tiempo Paul Verlaine y Ernest Heminguay y a lo largo de los siglos ha recibido la visita de los catadores de alcohol y vinos de todos los orígenes, pues durante mucho tiempo fue un mendro malevo de extramuros poblado de marginales, mendigos, bandidos y borrachos.
Incluso en un tiempo, antes de la Revolución y la caída del Antiguo Régimen, la iglesia de Saint Medard fue lugar de milagros histéricos hechos por el diácono Francisco de París a poseídos miembros de la secta de los Convulsionarios, que obligaron a las autoridades eclesiásticas y al Rey a exorcizar los demonios convocados por la mente delirante del populacho. En el sitio de los poseídos se puso una placa donde decía:"De parte del Rey se prohíbe a Dios hacer milagros en este lugar".
La gente va y viene, sube y baja con sus bolsas de compra. También llegan turistas del mundo entero que vienen a mirar un rincón verdadero de París, de los pocos que realmente unen mito y realidad, o parroquianos de este barrio que es cruce de zonas tradicionales y lugar de encuentro estudiantil a donde llegan por la noche los estudiantes de las diversas Sorbonas a llenar los pubs y las tascas. Y en medio de la calle, arriba, ya cerca del Panteón de los Hombres Ilustres, la iglesia Saint Etienne du Mont y las viejas murallas medievales, está la famosa Plaza de la Contrescarpe, donde se celebra la fiesta patria francesa cada 14 de julio, en un ambiente de provincia salido de los cuentos de Maupassant o los relatos de Víctor Hugo, Balzac y Dumas.
Como vivo cerca de ahí, cada 14 de julio voy a celebrar el día de la Revolución y de la Declaración de los Derechos Humanos bajo el lema de Libertad, Igualdad, Fraternidad. A muchos pueden sonar palabras huecas, pero qué importantes fueron en ese lejano 1789 y para los siglos futuros el hecho de que unos idealistas las hubieran proferido cambiando para siempre el rumbo de la historia y provocando la caída de la monarquía y del Antiguo Régimen. Poco a poco, a lo largo de los siglos XIX y XX se fue completando el ideario de la Revolución con la abolición de la esclavitud, el establecimiento de la República y la Democracia representativa, el surgimiento de los derechos sindicales de los trabajadores, la igualdad de la mujer, el derecho al aborto, la laicidad, la separación de la Iglesia y el Estado, entre muchas otras conquistas de las fuerzas avanzadas del mundo.
Por eso cada 14 de julio vengo a esta plaza a ver cómo acuden desde temprano las familias de franceses y de emigrantes a pasearse en calma por las dulcerías y las heladerías, mientras jóvenes y viejos se agolpan en los múltiples bares que sacan las mesas a la calle y no dan abasto para atender a la clientela. Hay alegría en los diez bares de donde sale la música antes de que una orquesta típica y de baja calidad se instale en un podio techado al que adornan con banderas rojo, azul y blanco francesas y comience a interpretar música tropical movida o éxitos de la época disco como los de Claude François, que hace bailar a niños y viejos y vagabundos malolientes alrededor de la fuente de la plaza de la Contrescarpe.
Es un ambiente de provincia salido de Madame Bovary de Flaubert: por una vez al año las mujeres de edad se desatan y se mueven con torpeza animando a sus nietos. Los franceses no se caracterizan mucho por el movimiento armonioso en el baile, pero hacen el esfuerzo como en esas ordalías medievales al calor de la gaita. Pero en su ayuda vienen negros, gringos, alemanes, italianos, paquistaníes, árabes e hindúes, que celebran de esa forma la multirracialidad todavía amenazada y hacen real la palabra igualdad en este rincón rodeado de callejuelas. Los chinos, más discretos, se ven representados por la belleza pálida y discreta de las elegantes hongkonesas que han pescado novio francés.
Año tras año soy fiel a la Contrescarpe desde los tiempos en que era estudiante y aquí veníamos entre el ruido de la pólvora, ahora prohibida por seguridad. En el café de la esquina me han servido otro vino y los amigos ríen ante la torpeza de la banda municipal. De repente se desatan y tocan un pasodoble o un mambo o una cumbia y la gente delira allí en el centro, alzando las manos. Para dar gusto a todos, por los altoparlantes pasan a veces rock arcaico de ese que bailaban los engominados de West Side History.
Y así, entre música y música, pasa la noche del 14 de julio, hasta que poco a poco todos van desapareciendo y los bares cierran mientras la llovizna de julio impregna las piedras que tapizan la calle más vieja de París. A esa hora aparecen los malevos ebrios y fumados que heredan medio milenio después las costumbres de los bandidos medievales amigos de François Villon, el poeta que cantó a los ahorcados y los ajusticiados por la policía. Por eso alguna vez Hemingway dijo que "París es una fiesta". A las tres de la mañana, bajando por la Mouffetard, no hay duda de que lo es y lo será todavía por mucho tiempo.
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