Por Eduardo García Aguilar
El Colegio de los Bernardinos , fundado en 1247, es una bella edificación medieval que acaba de ser restaurada con motivo de la visita del papa Joseph Ratzinger a París este viernes y sábado 12 y 13 de septiembre de 2008. Casi a medianoche, cuando ya han pasado todos los ajetreos de su llegada, la visita al Palacio Elíseo, el discurso sobre la “laicidad positiva” en esta vieja edificación, y las vísperas en Notre Dame, busco con ansiedad el edificio entre las callejuelas que dan al Bulevar Saint Germain.
En medio de la noche, cuando todos se dispersan y los vehículos desaparecen, es nutritivo detenerse a ver estos vestigios milenarios, como la Torre Saint Jacques, que después de una década de trabajos de restauración fue revelada a los ojos de los transeúntes y los amantes del arte que la vieron escondida en una caja de herméticos andamios.
Al Colegio lo abrieron tres días a comienzos de septiembre para mostrarlo después de cinco años de trabajos, pero no había tenido tiempo de verlo en esa pequeña calle de Poissy, situada entre la Calle de las Escuelas y el bulevar Saint Germain, en pleno epicentro del Barrio Latino, llamado así porque durante siglos la lengua de los estudiantes de teología en esta zona histórica fue el latín. No lejos de aquí estaba el convento de Saint Victor que desapareció totalmente y en su lugar se elevan las horrendas edificaciones de cemento de la Universidad de Jussieu, construidas durante la locura urbanística de los años 60.
De todos los rincones de Europa llegaban los estudiantes a seguir en estas escuelas eclesiásticas las enseñanzas de los más reputados maestros en boga en ese medioevo monacal, que Ratzinger ha venido esta tarde a elogiar en un discurso ante personalidades de la cultura. Buscar ese edificio cargado de historia, no es tarea difícil, pero me dejo llevar por el azar en esta medianoche de suave brisa, caundo aún quedan las vallas en todas las calles por donde pasó el papamóvil y las luces encendidas para resaltar las edificaciones históricas.
Notre Dame está llena de gente y las luces la bañan toda después de que el jerarca celebró las vísperas. Adentro hay agitación y música y se prepara una procesión de antorchas que en la madrugada irá hasta la explanada de los Inválidos, donde este sábado el Papa celebró la misa de rigor ante unos 200.000 fieles. Jóvenes creyentes de todo el país deambulan por las calles o instalan en las plazas sus carpas y colocan sus morrales; las fuerzas de seguridad controlan las esquinas que comienzan a estar desiertas y los barrenderos limpian todo a su alrededor con la minucia de todo fin de fiesta. Es raro ver la ciudad tan iluminada y tan desierta, pero algunas iglesias como San Severino están repletas y afuera, en el patio monacal, entre las arcadas góticas los visitantes de provincia descansan y consumen alimentos y refrescos después de un día dedicado a recibir a su jefe espiritual, como lo hacen budistas, ortodoxos, musulmanes y judíos.
Los comentaristas debaten sobre la figura de este papa intelectual, erudito, que durante su vida ejerció con timidez la enseñanza en todos los rincones del mundo. Me acuerdo que oí hablar por primera vez de este cardenal a un amigo filósofo y muy erudito, Carlos Arturo Orozco Grajales, quien fue monje benedictino en El Rosal, en la sabana de Bogotá y me relataba las airadas discusiones que tenía con este teólogo alemán contemporáneo de Hans Küng y Jürgen Habermas, cuando yo lo visitaba largas horas en ese monasterio donde se destacaba por sus amplios conocimientos y buena pronunciación del latín. Como eso fue hace muchos años, yo sé que Ratzinger tal vez gozó del chocolate santafereño en esas heladas y brumosas mañanas de la altiplanicie sin saber que un día llegaría a ser Papa.
Puesto que nací en la órbita del mundo cristiano y católico hispanoamericano y aunque me considere ateo, liberal ilustrado y libertino, debo reconocer la profunda empatía con esos monumentos milenarios construidos por la Iglesia y el arte que se ha producido en su entorno. Suelo muchos domingos escuchar en la Iglesia de San Eustaquio los espléndidos conciertos de órgano, en uno de los más bellos instrumentos que reina en la basílica donde fue confirmado Luis XIV y está enterrado el ministro Colbert. También suelo ir a Saint Etienne du Mont a escuchar el órgano, de pie, junto a las tumbas de Racine y Pascal y de Santa Genoveva, a donde he llevado algunos escasos amigos, porque la sé muy benévola con los amantes de París y muy valiente al reconfortar a los habitantes de esta ciudad en el siglo VI, cuando los amenazaba una invasión de Atila, el malfamado rey de los Hunos.
Por eso ahora busco este colegio de monjes estudiosos y lo encuentro por fin ahí en esa calle que hasta ahora pasaba inadvertida a cualquiera. Un joven sacerdote que caminaba por ahí me ha dado las indicaciones precisas. Es una joya arquitectónica. Está iluminada como nunca lo volverá a estar porque la acaban de inaugurar con una conferencia de Ratzinger. Trato de fotografiar el edificio desde ciertos ángulos para transportarme cientos y cientos de años atrás en los tiempos de la agitación latina.
Y de repente, desde un ángulo preciso, entiendo cómo pudo haber sido ese edificio rodeado de árboles y campiñas en la parte izquierda de la ciudad junto al Sena que Luis Felipe, el constructor de las murallas, entregó a los clérigos para que construyeran escuelas que hoy todavía sobreviven como la iglesia de Saint Germain y este convento tan bello que hoy ha renacido en París. No hay nadie en la calle, hay un viento suave y mucha luz. En este claustro los monjes transcribían con caligrafías exquisitas los viejos clásicos que hoy todavía nos iluminan.Ahora está desierto e iluminado como una aparición gótica en medio de la urbe moderna, cargada de milenos, vacío, nada y eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario