Por Eduardo Garcia Aguilar
El alcohólico y misántropo Mauricio Utrillo (1883-1955) se convirtió poco a poco en el más famoso pintor de la vida de Montmartre, con unas 6000 telas donde plasmó en ambientes de bruma onírica escalinatas, calles, parques, cafés y casitas típicas de la turística colina habitada por los más famosos pintores de la Escuela de París.
Era hijo de Suzanne Valadon (1865-1938), bellísima y muy humilde muchacha que se inicio a los 15 años trabajando de modelo desnuda y amante de impresionistas como Edgar Degas, Jean Renoir, Puvis de Chabannes y Toulouse Lautrec. Luego se volvió una de las pintoras más notables de su tiempo con una obra escasa pero admirable por su precisión e intensidad. Mujer fatal, disoluta, erotómana insaciable de cuerpo enloquecedor y además gran artista, su destino increíble podría inspirar una película de éxito con Scarlett Johanson.
En la exposición « Valadon y Utrillo, del Impresionismo a la Escuela de París » se ven por vez primera juntas las obras de madre e hijo en la Pinacoteca de la Plaza de la Madeleine, que ha dedicado en dos años de existencia importantes temporadas a artistas plásticos de la primera mitad del siglo XX como Soutine, Vlaminck y Modigliani.
Montmartre era en ese entonces una colina alta situada al norte de la ciudad, cuyo ambiente publerino y popular atraía a obreros, artesanos y artistas que pagaban allí bajos alquileres por sus talleres y buhardillas. En la parte baja estaban los burdeles y cabarets de Pigalle inmortalizados por Toulouse Lautrec y en la parte alta el refugio de bohemios, maleantes, prostitutas, artistas y poetas miserables, tuberculosos y sifilíticos, que se recuperaban allí de la resaca de la fiesta. El joven Picasso, Van Dongen, Braque, Modigliani y muchos otros vivieron allí en un ambiente de rumba en la primera y segunda décadas del siglo XX, junto a antros ya míticos como El Conejo Agil y el Molino de la Gallette.
Cuando esos miserables artistas pobres y borrachines se volvieron todos famosos y millonarios, el mito de Montmartre creció tanto que hoy los turistas visitan en romería incesante la plaza de Tertre donde pésimos pintores de boina, paleta y pincel al aire retratan los visitantes por unos cuantos euros. El lugar guarda su encanto con sus callejuelas empinadas y rincones bucólicos desde donde se observa al fondo la urbe luminosa. Incluso pervive en su faldas un amplio viñedo y cada año celebran una fiesta para lanzar el vino, a la que asiten las estrellas musicales del momento como la encantadora y original diva Olivia Ruiz. Y aunque ahora sólo pueden comprar allí propiedades los millonarios del mundo atraídos por un filme tan aburrido como Amelie Poulain, el lugar conmueve porque fue centro de la gran aventura artística encabezada por el genial Pablo Picasso.
Utrillo, a quien llamaban « litrillo » por su beodez, vivió traumatizado desde la infancia. Su madre no tenía mucho tiempo para él, nunca supo quien fue su padre y tuvo el apellido Utrillo gracias a un artista catalán que siendo amante de su madre se ofreció a reconocerlo. Desde muy temprano fue internado en asilos para desintoxicarse y pagaba las cuentas de bar haciendo cuadros rápidos de calles, parques y esquinas de barrio. Nadie lo tomaba en serio y para acabar de arreglar el cuadro, su madre Suzanne se enamoró de su mejor amigo, Utter, veinte años menor que la modelo de Degas.
Gracias a Utter madre e hijo establecieron contactos con el medio comprador y el hombre se convirtió en el administrador de esos dos talentos malogrados durante los largos y felices años de entreguerras. Poco a poco los cuadros de Utrillo gustaron por sus ambientes misteriosos cargados de bruma que llegaban al alma del público. Sus cuadros se vendían como pan caliente y aunque al final la calidad de Utrrillo se derrumbó, se volvió una celebridad visitada por Rita Hayworth y el Aga Khan y cortejaba por la alta sociedad parisina. El borrachín triunfó y la ciudad lo lloró cuando murió en 1955 convertido en una leyenda cargada de medallas y honores.
Poco importa ahora si sus obras tienen para la crítica la importancia estética de otros pintores revolucionarios venidos del este como Chagall, Malevich, Rodchenko y Soutine, o de los innovadores Duchamp, Brancusi, Munch y Braque. Sus obras se volvieron un fenómeno de sociedad y ellos solos encarnaron en pareja el mito figurativo de Montmartre que aún hoy fascina a los turistas. Por eso conmueve ver estas obras juntas en la penumbra de la Pinacoteca y celebrar que dos humildes y complejas personalidades despreciadas a sus inicios terminaron siendo aplaudidos.
El cuerpo desnudo y adolescente de Suzanne Valadon, que enloqueció de amor al músico Erick Satie y a otros muchos de su época, puede verse en el famoso cuadro de Degas « Después del baño » y en una foto color sepia que él le tomó para plasmar su desnudez inolvidable. Valadon será experta en desnudos luminosos y coloridos de gran factura, expuestos al lado de los impersonales ambientes de su hijo. Murió alcohólica y según la leyenda, subía clochards y maleantes a su cama en la casa de rica de la avenida Junot, en Montmartre, donde terminó sus días lejos de su hijo, un Mauricio Utrillo ya elegante, casado, estable y millonario, que se extinguió a su vez en paz en una mansión del elegante suburbio de Le Vesinet, donde pintaba en piyama con sus profundos ojos azules y su rostro arrugado de empedernido fumador.
Era hijo de Suzanne Valadon (1865-1938), bellísima y muy humilde muchacha que se inicio a los 15 años trabajando de modelo desnuda y amante de impresionistas como Edgar Degas, Jean Renoir, Puvis de Chabannes y Toulouse Lautrec. Luego se volvió una de las pintoras más notables de su tiempo con una obra escasa pero admirable por su precisión e intensidad. Mujer fatal, disoluta, erotómana insaciable de cuerpo enloquecedor y además gran artista, su destino increíble podría inspirar una película de éxito con Scarlett Johanson.
En la exposición « Valadon y Utrillo, del Impresionismo a la Escuela de París » se ven por vez primera juntas las obras de madre e hijo en la Pinacoteca de la Plaza de la Madeleine, que ha dedicado en dos años de existencia importantes temporadas a artistas plásticos de la primera mitad del siglo XX como Soutine, Vlaminck y Modigliani.
Montmartre era en ese entonces una colina alta situada al norte de la ciudad, cuyo ambiente publerino y popular atraía a obreros, artesanos y artistas que pagaban allí bajos alquileres por sus talleres y buhardillas. En la parte baja estaban los burdeles y cabarets de Pigalle inmortalizados por Toulouse Lautrec y en la parte alta el refugio de bohemios, maleantes, prostitutas, artistas y poetas miserables, tuberculosos y sifilíticos, que se recuperaban allí de la resaca de la fiesta. El joven Picasso, Van Dongen, Braque, Modigliani y muchos otros vivieron allí en un ambiente de rumba en la primera y segunda décadas del siglo XX, junto a antros ya míticos como El Conejo Agil y el Molino de la Gallette.
Cuando esos miserables artistas pobres y borrachines se volvieron todos famosos y millonarios, el mito de Montmartre creció tanto que hoy los turistas visitan en romería incesante la plaza de Tertre donde pésimos pintores de boina, paleta y pincel al aire retratan los visitantes por unos cuantos euros. El lugar guarda su encanto con sus callejuelas empinadas y rincones bucólicos desde donde se observa al fondo la urbe luminosa. Incluso pervive en su faldas un amplio viñedo y cada año celebran una fiesta para lanzar el vino, a la que asiten las estrellas musicales del momento como la encantadora y original diva Olivia Ruiz. Y aunque ahora sólo pueden comprar allí propiedades los millonarios del mundo atraídos por un filme tan aburrido como Amelie Poulain, el lugar conmueve porque fue centro de la gran aventura artística encabezada por el genial Pablo Picasso.
Utrillo, a quien llamaban « litrillo » por su beodez, vivió traumatizado desde la infancia. Su madre no tenía mucho tiempo para él, nunca supo quien fue su padre y tuvo el apellido Utrillo gracias a un artista catalán que siendo amante de su madre se ofreció a reconocerlo. Desde muy temprano fue internado en asilos para desintoxicarse y pagaba las cuentas de bar haciendo cuadros rápidos de calles, parques y esquinas de barrio. Nadie lo tomaba en serio y para acabar de arreglar el cuadro, su madre Suzanne se enamoró de su mejor amigo, Utter, veinte años menor que la modelo de Degas.
Gracias a Utter madre e hijo establecieron contactos con el medio comprador y el hombre se convirtió en el administrador de esos dos talentos malogrados durante los largos y felices años de entreguerras. Poco a poco los cuadros de Utrillo gustaron por sus ambientes misteriosos cargados de bruma que llegaban al alma del público. Sus cuadros se vendían como pan caliente y aunque al final la calidad de Utrrillo se derrumbó, se volvió una celebridad visitada por Rita Hayworth y el Aga Khan y cortejaba por la alta sociedad parisina. El borrachín triunfó y la ciudad lo lloró cuando murió en 1955 convertido en una leyenda cargada de medallas y honores.
Poco importa ahora si sus obras tienen para la crítica la importancia estética de otros pintores revolucionarios venidos del este como Chagall, Malevich, Rodchenko y Soutine, o de los innovadores Duchamp, Brancusi, Munch y Braque. Sus obras se volvieron un fenómeno de sociedad y ellos solos encarnaron en pareja el mito figurativo de Montmartre que aún hoy fascina a los turistas. Por eso conmueve ver estas obras juntas en la penumbra de la Pinacoteca y celebrar que dos humildes y complejas personalidades despreciadas a sus inicios terminaron siendo aplaudidos.
El cuerpo desnudo y adolescente de Suzanne Valadon, que enloqueció de amor al músico Erick Satie y a otros muchos de su época, puede verse en el famoso cuadro de Degas « Después del baño » y en una foto color sepia que él le tomó para plasmar su desnudez inolvidable. Valadon será experta en desnudos luminosos y coloridos de gran factura, expuestos al lado de los impersonales ambientes de su hijo. Murió alcohólica y según la leyenda, subía clochards y maleantes a su cama en la casa de rica de la avenida Junot, en Montmartre, donde terminó sus días lejos de su hijo, un Mauricio Utrillo ya elegante, casado, estable y millonario, que se extinguió a su vez en paz en una mansión del elegante suburbio de Le Vesinet, donde pintaba en piyama con sus profundos ojos azules y su rostro arrugado de empedernido fumador.
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