Por Eduardo García Aguilar
La última vez que lo vi fue en el café La Casona, a donde llegué por azar hace cuatro años y lo encontré sentado allí con la imagen inconfundible de dandy en el mejor sentido de la palabra dandy, o sea elegante, indómito, lúcido y rebelde como fue siempre a lo largo de su vida, desde los tiempos en que los adolescentes infectados por la literatura lo admirábamos en Manizales como el modelo a seguir porque además era un Samurái invencible.
Fue muy emocionante volver a verlo, pues para muchos desempeñó el papel de un hermano mayor en materias de literatura, dramaturgia y actitudes vitales y éticas, sin olvidar los momentos vividos al calor de la copa y la amistad o en las intensas luchas sociales de entonces, sin las cuales la formación de un hombre no vale la pena. Era el más contemporáneo y lúcido escritor del momento, conectado con las tendencias nuevas de la literatura latinoamericana, que palpó en su periplo argentino, y sus ideas políticas y sociales eran abiertas y mesuradas sin el fanatismo infantil de los sectarios en boga.
Oscar me miró con esa complicidad que nos unía desde hacia tanto tiempo, cuando en zonas ya arqueológicas del recuerdo vivíamos los años en que la ciudad nuestra se convirtió en un centro cultural de importancia latinoamericana y mundial con el Festival Internacional de Teatro, visitada por figuras como Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda, Ernesto Sábato, ---quien acaba de morir mientras escribo estas líneas--- Jerzy Grotowsky y centenares de figuras del teatro y la literatura que llegaban desde todos los puntos cardinales y nos nutrían con sus ideas.
Pidió media botella de aguardiente Cristal para celebrar el momento y brindamos con pocas palabras, con la alegría mutua de saber que el discípulo había seguido su camino lejos y que el joven maestro había recorrido el suyo con dignidad admirable en una sociedad injusta y corrompida, alejado de la vanidad y la apariencia, el arribismo, la intriga, la burocratización, transcurriendo con inteligencia y lucidez a toda prueba contra la corriente.
En otra mesa mi amigo el poeta Antonio Leyva fue testigo de ese reencuentro y con la sabiduría de los viejos amigos generosos que entendía lo que significaba para mí, quiso que fuera así entre ambos, cara a cara, solos, sin interrupciones, el encuentro de dos seres humanos que saben ya con la experiencia que veinte años no es nada, como dice el tango.
Debo decir que esos momentos de conversación y alegría vividos mientras terminábamos la media botella han sido uno de los más emocionantes encuentros que he tenido con un escritor, porque pocas veces se comparte además de la literatura, una forma de vivir la vida y pedazos de la misma que se hunden ya en una personal arqueología coterránea digna de ficción. Fue tan emocionante ese encuentro como cuando almorcé con Gabriel García Márquez en el restaurante André de Coyoacán. No sólo los escritores triunfantes, famosos y gloriosos son importantes. Los escritores cobijados por el silencio, los rebeldes como él, son también muy grandes.
Porque sus amigos más jóvenes fuimos testigos de su amor y el dolor profundo de perderlo y tuvimos la fortuna de conocer a Antonieta y atestiguar esa bella pareja que hacía con su amada, podemos decir que Oscar era también un ser de carne y hueso, más allá del mito que era para todos nosotros los estudiantes poetas, con sus inolvidables piezas teatrales Ellos tienen la culpa, El día de la ira, Collage para siete marginados y el magisterio como formador de directores de teatro. Una parte de la historia de la ciudad y la vida lo compartimos. Los agites sociales, el entusiasmo cultural y periodístico y la pasión de vivir con la única ambición de guiarse por una ética humana, más cerca de los desposeídos que de los poderosos.
La hora pasó y el dandy en el mejor sentido de la palabra dandy se despidió. Salió de La Casona rumbo a la terminal de autobuses, cargando una bolsa oblicua en el hombro y se perdió por las calles antes de que avanzara la noche. Se fue con su barba entrecana, el bello rostro de viejo viajero erguido frente a la tempestad de la vida, su impecable saco, que en él parecía salido de una exclusiva sastrería londinense. Fue la última vez que lo vi. Me dijo que vivía afuera de la ciudad y era un ermitaño rodeado de música y de libros. No se quejaba, sonreía, comunicaba vitalidad.
Oscar Jurado (1944-2011) nos acompañó con la complicidad de un hermano mayor cuando dábamos los primeros pasos de escritores, nos abrió con Héctor Moreno, Beatriz Zuluaga y Mario Escobar Ortiz las páginas culturales de La Patria para nuestras primeras creaciones. Alguna vez, a los 15 años, fui a verlo en la redacción de ese diario con un pequeño cuaderno de poemas que escribí en cuarto de bachillerato, durante las clases de matemáticas, y después de leerlos, puso allí estas palabras inolvidables : « Eduardo: el día que el azúcar sea para todos ya no tendremos palabras amargas » y estampó su firma, que tengo aquí a la vista, a mi lado a la hora que ha muerto Ernesto Sábato, el autor de El Túnel y Sobre héroes y tumbas.
En aquellos tiempos irrepetibles, cuando la ciudad se convirtió en un centro cultural importante a través los primeros Festivales Internacionales de Teatro, Oscar Jurado ya era una autoridad en materia teatral, intelectual y periodística. Ahora nos toca releer sus textos y volver a ver sus piezas de teatro. Y seguir teniéndolo como ejemplo de Samurái, de viajero solitario en océanos agitados por la tempestad de la poesía.
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La última vez que lo vi fue en el café La Casona, a donde llegué por azar hace cuatro años y lo encontré sentado allí con la imagen inconfundible de dandy en el mejor sentido de la palabra dandy, o sea elegante, indómito, lúcido y rebelde como fue siempre a lo largo de su vida, desde los tiempos en que los adolescentes infectados por la literatura lo admirábamos en Manizales como el modelo a seguir porque además era un Samurái invencible.
Fue muy emocionante volver a verlo, pues para muchos desempeñó el papel de un hermano mayor en materias de literatura, dramaturgia y actitudes vitales y éticas, sin olvidar los momentos vividos al calor de la copa y la amistad o en las intensas luchas sociales de entonces, sin las cuales la formación de un hombre no vale la pena. Era el más contemporáneo y lúcido escritor del momento, conectado con las tendencias nuevas de la literatura latinoamericana, que palpó en su periplo argentino, y sus ideas políticas y sociales eran abiertas y mesuradas sin el fanatismo infantil de los sectarios en boga.
Oscar me miró con esa complicidad que nos unía desde hacia tanto tiempo, cuando en zonas ya arqueológicas del recuerdo vivíamos los años en que la ciudad nuestra se convirtió en un centro cultural de importancia latinoamericana y mundial con el Festival Internacional de Teatro, visitada por figuras como Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda, Ernesto Sábato, ---quien acaba de morir mientras escribo estas líneas--- Jerzy Grotowsky y centenares de figuras del teatro y la literatura que llegaban desde todos los puntos cardinales y nos nutrían con sus ideas.
Pidió media botella de aguardiente Cristal para celebrar el momento y brindamos con pocas palabras, con la alegría mutua de saber que el discípulo había seguido su camino lejos y que el joven maestro había recorrido el suyo con dignidad admirable en una sociedad injusta y corrompida, alejado de la vanidad y la apariencia, el arribismo, la intriga, la burocratización, transcurriendo con inteligencia y lucidez a toda prueba contra la corriente.
En otra mesa mi amigo el poeta Antonio Leyva fue testigo de ese reencuentro y con la sabiduría de los viejos amigos generosos que entendía lo que significaba para mí, quiso que fuera así entre ambos, cara a cara, solos, sin interrupciones, el encuentro de dos seres humanos que saben ya con la experiencia que veinte años no es nada, como dice el tango.
Debo decir que esos momentos de conversación y alegría vividos mientras terminábamos la media botella han sido uno de los más emocionantes encuentros que he tenido con un escritor, porque pocas veces se comparte además de la literatura, una forma de vivir la vida y pedazos de la misma que se hunden ya en una personal arqueología coterránea digna de ficción. Fue tan emocionante ese encuentro como cuando almorcé con Gabriel García Márquez en el restaurante André de Coyoacán. No sólo los escritores triunfantes, famosos y gloriosos son importantes. Los escritores cobijados por el silencio, los rebeldes como él, son también muy grandes.
Porque sus amigos más jóvenes fuimos testigos de su amor y el dolor profundo de perderlo y tuvimos la fortuna de conocer a Antonieta y atestiguar esa bella pareja que hacía con su amada, podemos decir que Oscar era también un ser de carne y hueso, más allá del mito que era para todos nosotros los estudiantes poetas, con sus inolvidables piezas teatrales Ellos tienen la culpa, El día de la ira, Collage para siete marginados y el magisterio como formador de directores de teatro. Una parte de la historia de la ciudad y la vida lo compartimos. Los agites sociales, el entusiasmo cultural y periodístico y la pasión de vivir con la única ambición de guiarse por una ética humana, más cerca de los desposeídos que de los poderosos.
La hora pasó y el dandy en el mejor sentido de la palabra dandy se despidió. Salió de La Casona rumbo a la terminal de autobuses, cargando una bolsa oblicua en el hombro y se perdió por las calles antes de que avanzara la noche. Se fue con su barba entrecana, el bello rostro de viejo viajero erguido frente a la tempestad de la vida, su impecable saco, que en él parecía salido de una exclusiva sastrería londinense. Fue la última vez que lo vi. Me dijo que vivía afuera de la ciudad y era un ermitaño rodeado de música y de libros. No se quejaba, sonreía, comunicaba vitalidad.
Oscar Jurado (1944-2011) nos acompañó con la complicidad de un hermano mayor cuando dábamos los primeros pasos de escritores, nos abrió con Héctor Moreno, Beatriz Zuluaga y Mario Escobar Ortiz las páginas culturales de La Patria para nuestras primeras creaciones. Alguna vez, a los 15 años, fui a verlo en la redacción de ese diario con un pequeño cuaderno de poemas que escribí en cuarto de bachillerato, durante las clases de matemáticas, y después de leerlos, puso allí estas palabras inolvidables : « Eduardo: el día que el azúcar sea para todos ya no tendremos palabras amargas » y estampó su firma, que tengo aquí a la vista, a mi lado a la hora que ha muerto Ernesto Sábato, el autor de El Túnel y Sobre héroes y tumbas.
En aquellos tiempos irrepetibles, cuando la ciudad se convirtió en un centro cultural importante a través los primeros Festivales Internacionales de Teatro, Oscar Jurado ya era una autoridad en materia teatral, intelectual y periodística. Ahora nos toca releer sus textos y volver a ver sus piezas de teatro. Y seguir teniéndolo como ejemplo de Samurái, de viajero solitario en océanos agitados por la tempestad de la poesía.
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Otras obras de Oscar Jurado: Las señales del desahucio. Las fronteras del sueño. Retrato de un desconocido.
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