Por Eduardo García Aguilar
En el Museo Maillol, fundado por Diana Vierny, modelo, galerista, heredera y amada de varios de los artistas plásticos más importantes del siglo XX, como Aristide Maillol y Henri Matisse, se reproduce con todos los objetos posibles traídos desde varios museos italianos una casa emblemática de Pompeya, ciudad sepultada por la ceniza volcánica del Vesubio hace 2000 años, en el año 79 de esta era, y que gracias a ello quedó casi intacta para asombro de los habitantes del futuro.
En la exposición "Pompeya: un arte de vivir", nos impresiona que sus habitantes gozaran de todas las tecnologías para el bienestar e higiene y tenían acueducto y tuberías que llegaban a cada una de las residencias incluso hasta el baño, la ducha o la cocina, así como sistemas de calefacción instalados en los sótanos para garantizar una temperatura adecuada durante los inviernos o los tiempos aciagos.
Bien ordenada, con plazas, templos, mercados, cafeterías, prostíbulos, escuelas, comercios, edificios burocráticos, Pompeya nos indica el alto grado de civilización al que llegó el pueblo romano y que en muchos aspectos a lo largo de milenos posteriores se vio reducido paulatinamente en la europa medieval y dieciochesca, afectada por guerras, enfermedades y miserias.
Las casas estaban perfectamente estructuradas con sus patios interiores abiertos para recoger el agua de las lluvias, amplios y frescos corredores y habitaciones para todos los miembros de la familia e invitados. La ciudad también tenía toda una red de comercios y lugares de diversión y en las paredes de esas residencias y negocios solían colocar amplios paisajes y, si el habitante era libertino, escenas fértiles de sexo, desnudez y priapismo, que aún hoy harían sonrojar a amplios sectores pacatos de la sociedad. De allí que se descubrieron muchos falos tanto dibujados como esculpidos o usados como amuletos y joyas, expuestos ahora en una sala especial, que es una de las más exitosas.
Pompeya era una ciudad de unos 20.000 habitantes, centro comercial al estar junto a un río y no lejos del mar, y por lo tanto en la medida que se desenterró de las cenizas hace dos siglos salieron a la luz millones de objetos que van desde monedas a candelabros, mesas de metal o mármol, bañeras, lámparas, vasijas, escaparates, cajas fuertes, y diversas esculturas, joyas y enseres domésticos como vajillas de una perfección que asombra y muestra el alto nivel de sus artesanos y el confort reinante.
La exposición del Museo Maillol ha traído todo eso a París para darnos una idea de lo que podía ser la vida en tiempos del Imperio Romano. Como era una ciudad de provincia, se daban allí muchas más libertades y los espacios eran más amplios y prósperos, si se les compara con otras capitales del Imperio que desaparecieron poco a poco a través de los milenios de sucesivos palimpsestos urbanísticos, por lo que hay pocos vestigios completos de su realidad doméstica.
Pompeya es un caso único, pues los frescos de las paredes quedaron intactos y podemos observarlos con detenimiento como si acabásemos de entrar de visita a una de esas residencias a cenar o libar. Y para dar un toque dramático se exponen varias de las figuras humanas o animales que pudieron ser recreadas al inyectar yeso en el vacío dejado por los cuerpos calcinados y esfumados. La ceniza y el barro ardientes cubrían los cuerpos antes de que estos se desaparecieran dejando su molde. Así se exponen dos bellos cuerpos jóvenes unidos en la agonía o un perro captado en el rictus de su muerte atroz.
Por el éxito de la exposición hay una gran cola para acceder a esas estancias reconstruidas de la vieja Pompeya y adentro se agolpan muchos adolescentes y niños llevados por sus familias para que capten el inovidable recuerdo que llevarán por vida, con una lección filosófica. De que la vida es frágil y todos somos absolutamente perecederos y que sólo una sepultura como la de Pompeya, entre cenizas ardientes, a seis metros de profundidad, pudo dejarnos testimonios de vidas que los arqueólogos exhuman y estudian para el futuro desde los siglos XVIII y XIX, pero que de no ser así hubieran desaparecido para siempre y serían ignoradas como lo seremos nosotros.
Si esa era sólo una ciudad de provincia, bien puede uno imaginar como sería el esplendor de Roma y otras urbes del gran imperio que se extendió desde el Estrecho de Gibraltar hasta más allá de la actual Turquia y su emblemática Bizancio.
Todos los asistentes quedan maravillados por la impresión de cercanía que nos dejan esos hombres de hace dos milenios a través de los grafittis. Incluso podemos ver la "caja registradora" de un negocio pompeyano con las ganancias del día o una taberna lista para los convivios. Los muebles de mármol y metal, los retratos de la gente, las cajas fuertes adornadas, las llaves de los portalones, las vajillas completas puestas sobre una mesa, las lámparas, las ánforas para aceite y vino, nos parecen tan reales que creemos estar a punto de pasar a mesa a una cena inolvidable al lado de Plinio el Viejo, Propercio, el "chef" de cocina Apicius y Ovidio.
Esa fue la Pompeya inmortal destruida en un abrir y cerrar de ojos por la explosión piroclástica del temido volcán Vesubio, que ha generado las más diversas especulaciones posibles desde aquellos tiempos llenos de sabios, poderosos, viajeros, filósofos, comerciantes y artistas que en mucho se nos parecen porque están hechos de la misma materia que la nuestra.
En el Museo Maillol, fundado por Diana Vierny, modelo, galerista, heredera y amada de varios de los artistas plásticos más importantes del siglo XX, como Aristide Maillol y Henri Matisse, se reproduce con todos los objetos posibles traídos desde varios museos italianos una casa emblemática de Pompeya, ciudad sepultada por la ceniza volcánica del Vesubio hace 2000 años, en el año 79 de esta era, y que gracias a ello quedó casi intacta para asombro de los habitantes del futuro.
En la exposición "Pompeya: un arte de vivir", nos impresiona que sus habitantes gozaran de todas las tecnologías para el bienestar e higiene y tenían acueducto y tuberías que llegaban a cada una de las residencias incluso hasta el baño, la ducha o la cocina, así como sistemas de calefacción instalados en los sótanos para garantizar una temperatura adecuada durante los inviernos o los tiempos aciagos.
Bien ordenada, con plazas, templos, mercados, cafeterías, prostíbulos, escuelas, comercios, edificios burocráticos, Pompeya nos indica el alto grado de civilización al que llegó el pueblo romano y que en muchos aspectos a lo largo de milenos posteriores se vio reducido paulatinamente en la europa medieval y dieciochesca, afectada por guerras, enfermedades y miserias.
Las casas estaban perfectamente estructuradas con sus patios interiores abiertos para recoger el agua de las lluvias, amplios y frescos corredores y habitaciones para todos los miembros de la familia e invitados. La ciudad también tenía toda una red de comercios y lugares de diversión y en las paredes de esas residencias y negocios solían colocar amplios paisajes y, si el habitante era libertino, escenas fértiles de sexo, desnudez y priapismo, que aún hoy harían sonrojar a amplios sectores pacatos de la sociedad. De allí que se descubrieron muchos falos tanto dibujados como esculpidos o usados como amuletos y joyas, expuestos ahora en una sala especial, que es una de las más exitosas.
Pompeya era una ciudad de unos 20.000 habitantes, centro comercial al estar junto a un río y no lejos del mar, y por lo tanto en la medida que se desenterró de las cenizas hace dos siglos salieron a la luz millones de objetos que van desde monedas a candelabros, mesas de metal o mármol, bañeras, lámparas, vasijas, escaparates, cajas fuertes, y diversas esculturas, joyas y enseres domésticos como vajillas de una perfección que asombra y muestra el alto nivel de sus artesanos y el confort reinante.
La exposición del Museo Maillol ha traído todo eso a París para darnos una idea de lo que podía ser la vida en tiempos del Imperio Romano. Como era una ciudad de provincia, se daban allí muchas más libertades y los espacios eran más amplios y prósperos, si se les compara con otras capitales del Imperio que desaparecieron poco a poco a través de los milenios de sucesivos palimpsestos urbanísticos, por lo que hay pocos vestigios completos de su realidad doméstica.
Pompeya es un caso único, pues los frescos de las paredes quedaron intactos y podemos observarlos con detenimiento como si acabásemos de entrar de visita a una de esas residencias a cenar o libar. Y para dar un toque dramático se exponen varias de las figuras humanas o animales que pudieron ser recreadas al inyectar yeso en el vacío dejado por los cuerpos calcinados y esfumados. La ceniza y el barro ardientes cubrían los cuerpos antes de que estos se desaparecieran dejando su molde. Así se exponen dos bellos cuerpos jóvenes unidos en la agonía o un perro captado en el rictus de su muerte atroz.
Por el éxito de la exposición hay una gran cola para acceder a esas estancias reconstruidas de la vieja Pompeya y adentro se agolpan muchos adolescentes y niños llevados por sus familias para que capten el inovidable recuerdo que llevarán por vida, con una lección filosófica. De que la vida es frágil y todos somos absolutamente perecederos y que sólo una sepultura como la de Pompeya, entre cenizas ardientes, a seis metros de profundidad, pudo dejarnos testimonios de vidas que los arqueólogos exhuman y estudian para el futuro desde los siglos XVIII y XIX, pero que de no ser así hubieran desaparecido para siempre y serían ignoradas como lo seremos nosotros.
Si esa era sólo una ciudad de provincia, bien puede uno imaginar como sería el esplendor de Roma y otras urbes del gran imperio que se extendió desde el Estrecho de Gibraltar hasta más allá de la actual Turquia y su emblemática Bizancio.
Todos los asistentes quedan maravillados por la impresión de cercanía que nos dejan esos hombres de hace dos milenios a través de los grafittis. Incluso podemos ver la "caja registradora" de un negocio pompeyano con las ganancias del día o una taberna lista para los convivios. Los muebles de mármol y metal, los retratos de la gente, las cajas fuertes adornadas, las llaves de los portalones, las vajillas completas puestas sobre una mesa, las lámparas, las ánforas para aceite y vino, nos parecen tan reales que creemos estar a punto de pasar a mesa a una cena inolvidable al lado de Plinio el Viejo, Propercio, el "chef" de cocina Apicius y Ovidio.
Esa fue la Pompeya inmortal destruida en un abrir y cerrar de ojos por la explosión piroclástica del temido volcán Vesubio, que ha generado las más diversas especulaciones posibles desde aquellos tiempos llenos de sabios, poderosos, viajeros, filósofos, comerciantes y artistas que en mucho se nos parecen porque están hechos de la misma materia que la nuestra.