En México, país que vive desde hace tiempos sumido en el casi total reino de la corrupción y la impunidad económica, politica, social, electoral, judicial y literaria, la muerte se ha convertido en diosa y señora todopoderosa, superando los atroces niveles de las guerras decimonónicas y los tiempos de la Revolución contra la dictadura porfiriana, cuando durante décadas la parca tuvo absoluto permiso para actuar.
Bajo el reino de las fuerzas del narcotráfico, aliadas al poder político, económico y judicial, amplias regiones del país son dominadas por las manos oscuras y negras que ejecutan inmigrantes, periodistas, estudiantes, sindicalistas, abogados, médicos, campesinos, obreros, mendigos, mujeres, niños, simples transeúntes o poetas inocentes.
Esas fuerzas reinan en el campo, las capitales y en las ciudades medianas y pequeñas, donde el asesinato es el arte más difundido y el sicariato la profesión más próspera. Son ya incontables los relatos de personas que en cualquier momento se cruzan por azar con elementos de esos ejércitos privados o públicos del crimen y atestiguan absurdos asesinatos, como si la vida se jugara siempre con un lance de dados.
Centenares de cabezas han aparecido guardadas en hielo, hombres colgados bajo los puentes o camiones repletos de cadáveres vertidos en autopistas y suburbios. Se incendian discotecas llenas de jóvenes, los asesinos irrumpen en fiestas de adolescentes, los trenes son asaltados y los armados visitan las casas de los ciudadanos comunes y abusan, golpean y roban sin que se sepa si son miembros del ejército o del crimen por separado, o si pertenecen al mismo mal coaligado, tal y como le ocurrió al poeta Efraín Bartolomé.
Durante el último gobierno de seis años, que concluye en diciembre, se calcula que los asesinados en la guerra narcoparamilitar superan ya las 70.000 personas, lo que condujo a la cruzada por la paz del poeta católico Javier Sicilia, cuyo hijo y sus amigos fueron muertos por asfixia en Cuernavaca tras encontrarse con los matones en el mal momento, una noche de fiesta. Millones de personas han seguido sus manifestaciones pacíficas, que no han tenido ningún efecto contra los poderes.
Digo esto porque todos en un momento dado tenemos noticias de que las garras de la delincuencia narcoparamilitar impune atacan a personas conocidas y a veces a los ángeles de la poesía, que como mi amigo el poeta y traductor italianista Guillermo Fernández (1932-2012) se había retirado a la fría Toluca, capital del poderoso Estado de México, junto a los volcanes, a seguir su labor rodeado de libros, lejos de los ajetreos de la inmensa y ruidosa capital mexicana y cuyo cuerpo amordazado y estrangulado apareció en la sala de su casa-biblioteca hace unos meses.
Centenares de escritores de todo el mundo, encabezados por Günter Grass y Michel Buttor, y convocados por el poeta y novelista francés Fréderic-Yves Jeannet, firmamos esta semana una misiva dirigida al nuevo mandatario del Estado de México, gobernado hasta hace poco por quien será ahora el presidente del país, para que se acelere la investigación que conduzca a hallar a los asesinos del poeta Fernández, originario del estado de Jalisco y quien era una de las figuras de la brillante generación de escritores eruditos y cosmopolitas a la que pertenecen o pertenecían José Emilio Pacheco, Francisco Cervantes, Sergio Pitol y Salvador Elizondo, entre otros.
Visité por última vez a Guillermo en su casa de Toluca hace unos cuatro años, antes de ir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. En una bella cafetería-librería del centro de la ciudad nos reunimos toda una tarde de domingo con él varios amigos, entre ellos las escritoras Cristina Rivera-Garza y Adriana González Mateos y después nos dirigimos a su casa para seguir la conversación literaria en su magnífico, modesto y caluroso hábitat, entre un océano de libros de literatura italiana. Dante, Aretino, Maquiavelo, Leopardi, D'Annunzio, Svevo, Pavese, Moravia, Saba, Calvino, parecían estar presentes.
Lo volvía a ver después de años de ausencia de México con la alegría de reencontrar al amigo y maestro gracias al cual los primeros años de extranjero en tierras aztecas fueron mucho más vivibles, porque todo en él era poesía y generosidad. A comienzos de los años 80 fuimos vecinos y habitantes de la legendaria Casa de las Brujas, en la colonia Roma, un castillo de cuento de terror construido durante el porfiriato para albergar diplomáticos y donde también vivían Sergio Pitol, Vicente Quirarte, Mario del Valle y Eduardo Vázquez, entre otros autores mexicanos.
Yo vivía en un apartamento art-deco del segundo piso frente a la plaza Río de Janeiro, en cuyo centro había una reproducción del David de Miguel Angel. Guillermo, un hombre afable, delgado y nervioso de gafas semiquevedianas, en un bello habitáculo del cuarto piso dotado de piano, lleno de macetas de flores, cuadros, esculturas y estanterías de madera caoba y las reuniones allí eran frecuentes e interminables. Los sábados nos encontrábamos no lejos del edificio con otros poetas, entre ellos Francisco Hernández, Vicente Quirarte y Sandro Cohen, en la antigua cafetería La Bella Italia, en la Avenida Alvaro Obregón, para leer las obras en marcha de todos e intercambiar libros.
Pero esos años de felicidad literaria en plena Colonia Roma, un barrio de estilo parisino construido en tiempos del dictador Porfirio Díaz, y que es una zona llena de joyas arquitectónicas restauradas, terminó con el terremoto del 19 septiembre de 1985, cuando muchos edificios cercanos se derrumbaron en la zona de desastre, pero donde por milagro sobrevivió la Casa de las Brujas. El saldo del terremoto fue de más de 30.000 muertos. Todos nosotros nos salvamos.
Guillermo y yo volvimos a ser vecinos en la colonia Vértiz, más al sur, y después él se dirigió a Toluca, cuyo clima frío le recordaba los inviernos en Florencia, Italia, ciudad donde él vivió varios años en la década de los 60 y en la que pervivía de manera imaginaria.
Su vasta labor como traductor de literatura italiana es impresionante y su obra poética breve, pero intensa, una de las más notables de su generación. Ahora pedimos con Günter Grass y Michel Buttor que se aclare el crimen de un poeta anciano a quien la parca se le atravesó en el crepúsculo y se lo llevó al lado de sus adorados autores italianos, personajes todos de un círculo del Infierno, el Paraíso, o el Purgatorio de la Divina Comedia de Dante, que él se sabía de memoria y recitaba en las veladas, cuando bebía a cántaros el vino de Toscana.
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