Por Eduardo García Aguilar
El hotel Tequendama es una verdadera institución de Bogotá y del país y uno de los pocos lugares que la modernidad no ha arrasado todavía y guarda en sus amplios corredores y habitaciones la patina de 60 años bien vividos y bien conservados como protagonista de la historia contemporánea del país y de América Latina.
Allí se han celebrado convenciones políticas trascendentales, encuentros culturales, empresariales o de moda y en sus suites se han hospedado las más grandes figuras de la farándula o el poder que durante décadas visitaron al país en tiempos ya tan lejanos que parecen de siglos idos: cantantes, actrices, toreros, escritores, prelados, diplomáticos, espías, mafiosos, humoristas, ciclistas, futbolistas, bandidos, estafadores, personalidades del jet set, políticos nacionales e internacionales.
Bogotá en esos años 50 dejaba de manera acelerada atrás el pueblo que fue y aunque ya desde los años 30 y 40 habían surgido muchas edificaciones contemporáneas de tipo Art Deco como la Biblioteca Nacional y muchas residencias y edificios del centro bogotano no colonial, el Tequendama irrumpió como una conexión de la ciudad con el lujo hotelero de las grandes capitales.
Todo allí es sólido y eso se siente en muros, elevadores, el lustre de sus bronces y lampadarios, los pesados uniformes de los botones, el confort de sus habitaciones, el discreto esplendor de sus restaurantes, tiendas de lujo o salones donde los llamados prohombres de la patria, presidentes de levita y frac nuestros pronunciaban discursos acalorados en convenciones de los partidos del Frente Nacional.
En su enorme lobby de amplios sillones se han congregado los periodistas en espera de la salida de algún hombre de actualidad y como me lo contó una vez el embolador con título del sitio, un señor que ha trabajado allí desde siempre con su pulcro uniforme y educó a sus hijos con su labor, la figura más importante que pidió sus servicios allí en medio siglo fue el cómico mexicano Mario Moreno Cantinflas.
He tenido la fortuna de hospedarme allí muchas veces con motivo de participaciones mías en ferias del libro, coloquios, encuentros u otras actividades a lo largo de más de 30 años y cada vez tengo la sensación de ingresar a un aspecto muy especial de Bogotá, ante los cerros y las edificaciones cercanas como la Plaza de Toros, las Torres de Salmona y el Planetario.
Las veces que he estado allí he coincidido con otros invitados como Alfredo di Stéfano, Quino, Carlos Monsivais, Sergio Pitol, Jose Emilio Pacheco, Óscar Collazos, Carlos Germán Belli, Ida Vitale, y decenas y decenas de poetas, escritores y editores extranjeros y colombianos que han recalado ahí con motivo de esas fiestas del libro o encuentros universitarios.
En las habitaciones amplias uno se siente a salvo del caos citadino y con mucha mayor razón en aquellos años terribles de dominio del narcotráfico o cuando las fuerzas extremas asesinaban a diestra y siniestra opositores con sus escuadrones de la muerte. En ese hotel estaba hospedado cuando mataron al director de El Espectador Guillermo Cano y en muchas estadías regresaba a la habitación como si fuera un sobreviviente, después de temblar en el taxi por un posible atraco o la probable coincidencia con el estallido de una bomba puesta por Pablo Escobar.
El hotel posee la patina del tiempo y un olor peculiar que solo tienen aquellos sitios hoteleros de leyenda como el Hotel Crillon de París o el Hotel Ancira de Monterrey, la capital del rico estado mexicano de Nuevo León, donde me hospedé por fortuna durante la visita a México del papa Juan Pablo II hace dos décadas.
Pero para mí el hotel Tequendama es aun más íntimo porque me trae los recuerdos de algunas visitas a Bogotá de niño con mi padre y los tiempos de estudiante en la Universidad Nacional, cuando nos la pasábamos en las exposiciones o los festivales de cine del Planetario o en fiestas en las famosas torres del Parque de Salmona.
Y desde diversos ángulos, en silencio, en la soledad de las habitaciones, en esos momentos de espera, uno mira con ojo de águila la Bogotá profunda, las avenidas que van hacia el norte y el sur, y la bruma, las nubes y la lluvia que surgen de los cerros de la capital colombiana que son una de sus mejores marcas. Y por supuesto los puentes de la 26, la carrera 13 donde estaba el inicial Goce Pagano y las carrera Décima y la Avenida Caracas, que en otros tiempos fueron arterias vivas del país, sin olvidar el Cementerio mayor, la Biblioteca Nacional y las torres del Centro Internacional. O la luminosidad nocturna de la urbe vista desde los insomnios provocados por el jet lag.
Ahí está por fortuna vivo ese edificio sólido de ladrillos rojos en un punto estratégico de la ciudad, como milagroso sobreviviente de seis décadas de guerras y conflictos sin fin. Y con su simbólico nombre El hotel Tequendama es al lado del aeropuerto Eldorado, emblema internacional y cosmopolita del país, allí donde entran, duermen y salen los viajeros afortunados a salvo de los suplicios infernales de Colombia.