Por Eduardo García Aguilar
El ministerio de Relaciones Exteriores y la Embajada de Colombia en Marruecos lanzaron en el XX Salón del Libro de Casablanca una bella edición de Diez poemas colombianos traducidos al árabe, editados de manera impecable por el Taller de Edición Roca, una selección elaborada por los poetas Juan Felipe Robledo y Catalina González y vertida a la lengua del desierto por Ahmad Yamani.
Centenares de ejemplares del bello libro fueron distribuidos entre los lectores marroquíes y africanos que acudieron en masa al encuentro librero y ante el público un muy buen lector marroquí recitó el más conocido poema de José Asunción Silva, Nocturno, que a veces parecía sonar mejor en aquella lengua que en el castellano original.
Bello gesto el de lanzar al viento una muestra de poesía colombiana en aquellos parajes que por milenios han sido reino de guerras y poesía, junto a encantados desiertos y oasis donde beduinos y sultanes solían apurar las largas horas de espera en las tiendas, dedicados a justas de versos, mientras tomaban té y descansaban los lánguidos camellos de Guillermo Valencia, ausente en esta ocasión al lado de Álvaro Mutis.
El libro, que por obvias razones no podía extenderse hasta el infinito, pues sabemos que en cada colombiano yace un poeta, incluye los poemas La Creación, de los Koguis; Afecto 45, de la Madre Castillo; De noche, de Rafael Pombo; el Nocturno de Silva; la Canción de la vida profunda, de Barba Jacob; el Relato de Sergio Stepansky, de León de Greiff; Llanura de Tuluá, de Fernando Charry Lara; Morada al Sur, de Aurelio Arturo; Raíz antigua, de Meira del Mar y el misterioso Canto del extranjero, de Giovanni Quessep.
Robledo y González volaron como cigüeñas tiernas y sabias sobre toda la poesía colombiana de medio milenio para escoger con tino estas obras imprescindibles de nueve poetas muertos y uno vivo y luego llevarlos desde sus nidos lejanos de Colombia a las extensiones infinitas del mundo árabe, presididas ellas por el silencio, los espejismos, la sed y las ventiscas de arena.
El XX Salón de libro de Casablanca es uno de los más importantes encuentros libreros del mundo, porque congrega en la metrópoli marroquí a escritores y editores de muchos países africanos, en especial del Oeste, que tienen lazos firmes y cada vez más crecientes con el reino magrebí.
Por los pasillos de la muy bien organizada exposición librera, dirigida por el poeta Hassan El Ouazzani, no solo se agolpaban familias enteras de casablanqueses en busca de libros infantiles o religiosos, sino visitantes de 52 países, gente de Malí, Níger, Nigeria, Camerún, Senegal, Costa de Marfil, Sudáfrica, Egipto, Argelia, Túnez, Somalia, Sudán, Libia, Israel, Siria, Irak, entre otros.
En ese ambiente milagroso y feliz dedicado a festejar el libro, cuando por todas partes se derrumban editoriales y librerías y son condenados a más y más soledad los escritores y con mayor razón los poetas, estos diez poemas colombianos comenzaron a circular en esa lengua incógnita para quienes la ignoramos, aunque sabemos que vive en muchas de nuestras expresiones. Y como era de esperarse, los fantasmas humanos de estos poetas colombianos comenzaron a manifestarse en mi memoria mientras resonaba el vigoroso cántico de los muecines desde la gigantesca mezquita Hassan II.
Se sentía el treno de Los Koguis sobrevivientes del exterminio practicado por los españoles y en su voz creacional los árabes perciben una versión lejana y posterior de El Corán, como me lo dijo un joven imán barbudo que tomó el libro y leyó para mí en árabe los primeros versos del poema indígena seleccionado y estableció de inmediato vasos comunicantes con el libro sagrado del Islam. Me pareció fascinante la experiencia con ese discípulo del profeta y pensé que el acto colombiano de publicar este libro y lanzarlo al aire en estas tierras sí tenía sentido.
Luego se manifestó la Madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara con ese bello poema místico y amoroso, titulado Afecto 45, que representa de manera indirecta los largos siglos de dominación colonial y católica en nuestras tierras y nos trae la voz desde esos conventos fríos de las altiplanicies donde se hallaban enclaustrados los religiosos hispanos y criollos lejos del mundanal ruido de los indios derrotados y los esclavos africanos inventores de la cumbia.
El siglo XIX está representado por el inefable Rafael Pombo, romántico que se hizo famoso al traducir poemas infantiles escritos originalmente por otros en lengua inglesa y que luego todos los colombianos aprendimos de memoria pensando que eran de él. Y a su lado, de nuevo el suicida Silva, enviado a París a realizar estudios comerciales, pero que al final vivió la bohemia parnasiana y simbolista y fracasó en su retorno a la patria. Y con ellos Porfirio Barba Jacob, exiliado y bohemio homosexual derrotado en México y Centroamérica, cuya obra dejó dispersa en diarios y revistas.
El siglo XX se lleva la mejor parte de esta bella antología: si antes los poetas fueron clérigos o monjas místicas, o gramáticos o malditos suicidas parnasianos y simbolistas, o libadores en calaveras como nuestro gran Julio Flórez, ahora llegaba el turno de los modestos abogados de corbatín y corbata como Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara, o del díscolo empleado de origen sueco León de Greiff, quienes caminaban bajo la lluvia por la séptima de Bogotá tras largas jornadas burocráticas, en busca del café "Automático" sin saber que la gloria ya estaba en ellos.
Al final figuran dos tiernos de ascendencia árabe. Meira del Mar, una de las grandes poetas mujeres colombianas al lado de Maruja Vieira, cuya voz es necesaria y debería recuperarse en un país de poetas varones y guerreros. Y Giovanni Quessep, cuyo Canto del extranjero es magistral.
Todos esos poetas se manifestaron en Casablanca y echaron a correr en árabe por medinas y avenidas, playas, montañas y desiertos gracias a un acto poético que Colombia debería repetir: lanzar al viento poesía y ficción en otras lenguas y en todas partes, en vez de gastar dinero en armas y politiquería.
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