Por Eduardo García Aguilar
Las fotografias del ya fallecido artista colombiano Fernell Franco, expuestas en la Fundación Cartier de París en el marco de varias actividades para destacar la pujante actividad cultural de Cali en los años 60 y 70 del siglo pasado en el campo del cine, la literatura, la dramaturgia y las artes plásticas, nos conducen de manera directa a un universo muy original que ya había sido reconocido en diversas exposiciones en el mundo. Franco, que nació en 1942 en la población de Versalles y murió en Cali en 2006 a los 64 años a causa de problemas cardiacos, pertenece a la pléyade de artistas vallunos en todos los campos en la que figuran Enrique Buenaventura, Oscar Collazos, Jotamario Arbeláez, Umberto Valverde, Andrés Caicedo, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Cruz Kronfy, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Luis Ospina, Carlos Mayolo, Carlos Palau, Hernando Guerrero, Carlos Muñoz, entre muchos otros.
La efervescencia cultural de Cali la convirtió en un polo de atracción cultural de la que se nutría en esos momentos todo el país, porque no solo se trataba de la vida intelectual, en la que también se destacaban figuras como Estanislao Zuleta, quien recaló allí para ejercer su controvertido magisterio, sino también de las expresiones populares comandadas por la salsa y la fiesta y la actitud abierta donde el cuerpo era rey y que se remontan a los viejos tiempos del mestizaje especial que reinó en el Valle del Cauca, descrito por viajeros del siglo XIX como el francés Michel Zaffray. El Valle del Cauca, a la vez colonial, señorial, oligárquico y conservador, sabía expesarse desde abajo a través de cierto paganismo desbordado donde el deseo comandaba diversas expresiones, gracias al mestizaje entre blancos, indios y negros. Y si bien la explotación, la esclavitud y el sufrimiento bajo el látigo de los capataces eran reales aunque idealizados en La Maria de Jorge Isaacs, también hubo espacios de libertad popular y marginal que, por ejemplo, le confirió a la mujer un estatuto especial y cierta independencia, inéditos en otros lugares del país.
Franco llegó a Cali a los 8 años de edad con su familia porque la violencia los hizo huir del pueblo natal, donde su padre liberal ejercía de notario y resultó amenazado por las fuerzas oscuras de aquel horrible tiempo de la Violencia y allí, luego de ejercer diversas actividades como fotógrafo callejero o distribuidor de paquetería fotográfica en bicicleta, conoce los arcanos del arte de la imagen y se dedica desde temprano a captar los espacios y las calles de la ciudad, golpeada día a día por la luz incandescente y la brisa proveniente del Océano Pacífico. Luego trabaja para la agencia de publicidad Nichols y ejerce el fotoperiodismo en los diarios locales, pero en los tiempos libres se escapa y trata de captar viejos muros citadinos, mercados, burdeles, vehículos destartalados, vagones de tren, grupos de muchachos de las "galladas" que conversan en las esquinas y todo tipo de superficies golpeadas por ese magnífico sol implacable de Calí, mientras se construyen edificos y avenidas y desaparece la vieja ciudad, lo que entristece a Franco.
A comienzo de los años 70 viaja con amigos a Buenaventura, viejo puerto húmedo y decadente donde la mayoría de la población es de origen africano, visitado por barcos desde todos los puntos cardinales con marineros y traficantes ávidos de sexo, y allí el joven fotógrafo deambula buscando lugares para fotografiar bajo puentes viejos, tugurios, calles inundadas de agua salitrosa, mercados de pescadores, prostíbulos, el todo en medio de la miseria ancestral y creciente y un ambiente insalubre casi dantesco.
Franco decide acercarse a uno de los más pobres burdeles de la ciudad donde convive con las prostitutas y logra ganar su confianza. De ese trabajo surge la primera exposición, Prostitutas, presentada en La ciudad solar de Cali, lugar proporcionado por el fotógrafo, cineasta y activista cultural Hernando Guerrero. La serie de fografías muestra la vida natural de estas mujeres que posan semidesnudas sobre los húmedos catres en que practican su actividad, junto a paredes decrépidas y patios húmedos donde se bañan sacando agua de botes en medio del zumbido de los mosquitos. Reproduce los rostros en series cinematográficas y trabaja las impresiones poniéndoles colores desleídos o resaltando la oscuridad o los blancos. Esta es una de las series centrales de la exposición en la Fundación Cartier y se muestra mientras suena en permanencia la salsa, según catálogo de melodías que él elaboró para la exposición original de 1972.
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Al inicio, la exposición nos muestra la serie Demoliciones, que es una mirada a la destrucción de la ciudad de la infancia para dar paso a edificios y avenidas de cemento, una devastación que se incrementó con la llegada del narcotráfico y las clases emergentes y los dineros calientes. Los habitantes tradicionales del centro se desplazaron a lujosos barrios nuevos de la periferia donde viven los ricos separados de los pobres o los calsemedieros y abandonaron las viejas casonas señoriales que murieron bajo la lluvia y el musgo, mostrando sus ruinas al aire y el sol. Franco se dedica a captar esos lugares abandonados, salas, baños, muros como muñones o dentaduras pútridas, techos caídos, patios llenos de basura, haciendo el cántico nostálgico de la devastación y el fin de la infancia. También se dedica a captar interiores de viviendas populares, donde se ven viejas fotos de abuelas o el tradicional Sagrado Corazón de Jesús.
Otra de las obsesiones de Franco es captar los mercados en el crepúsculo o la madrugada, cuando cantidades enormes de productos están protegidos, envueltos en plásticos o lonas y amarrados con gruesos lazos, como si fuesen cuerpos yertos y ocultos. De todos los tamaños y formas, estas figuras que emergen tras el flash de su mirada son como metáforas de la muerte y la violencia colombianas y constituyen otra de las series destacadas en esta retrospectiva, la primera de este rango que se hace del gran fotógrafo, una década después de su muerte, y que lleva por título Cali Claro-Oscuro.
Fernell Franco, como todo gran artista, fue un hombre sencillo, lúcido, sin pretensiones ni ambiciones desbordadas. Vivió solo para su arte, a contracorriente, recorrió las calles vestido con botas de terreno, jeans amplios y una camisa arrugada, oculto su rostro por una larga cabellera y una poblada barba. Hablaba con sencillez, pero con una gran claridad sobre los objetivos de su arte, sobre su persecución incesante de las intensidades de la luz y la sombra necesaria, sobre su tendencia a trabajar las copias humedeciéndolas, abandonándolas entre el polvo, las cucarachas y la basura, para que tuvieran huellas de tiempo y marginalidad, golpeándolas, untándolas, mojándolas, deteriorándolas, pisándolas.
El fotógrafo valluno fue descubierto en Francia por el fundador de las ediciones Toluca, Alexis Fabry, quien se topó con un viejo libro del fotógrafo publicado en 1983 bajo el título simple de Fotografías, en el enorme mercado de viejo de Clignancourt, al norte de París. De ese relativo olvido y ese hallazgo surge de nuevo la figura de este artista que no hubiera imaginado tal vez nunca una tan glamorosa restrospectiva en una de las fundaciones más ricas de Francia, en pleno centro de París, en el bulevard Raspail y al lado de los grandes de ayer y de hoy.
Al recorrer los espacios bajo el ritmo de la salsa, al escuchar su voz tierna y sabia que se escucha en un salón donde se exhibe un viejo documental de hace 25 años patrocinado por Colcultura, uno siente con claridad que el arte viaja a través del tiempo y el espacio y que necesariamente los grandes artistas nuestros salen a la luz contra viento y marea algún día, como es el caso de su ancestro, el gran colombiano Leo Matiz (1917-1998), hoy considerado uno de los grandes de la historia mundial de la fotografía.
1 comentario:
No fue su aspiración nunca figurar.ni persigue la fama .fue un luchador incansable
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