Por Eduardo García Aguilar
Hace mucho
tiempo hice estas reflexiones en mi cuaderno de apuntes de los Textos nómadas,
y su actualidad al contejarlas con los hechos del mundo hoy me parece
total, por lo que vuelvo a ellas como si el tiempo no hubiera pasado. Decía
allí que así como es fácil corregir los errores de una acción luego de que ha
sucedido, es fácil también en la vejez o después de la muerte descubrir los
errores de una existencia.
En la actualidad, debido al caos en que
parece solazarse el mundo, es imposible saber hacia donde vamos y si lo que
hacemos es lo correcto en estas circunstancias. En algunos países, la mancha
cancerígena de la violencia parece convertirse en una inofensiva enfermedad que
no aniquila al paciente y no impide tampoco a sus hijos tener cierta lucidez
sobre los motivos del desangre. No solo se trata allí de una lucha entre
poseedores y desposeídos, que ocurre sin cuartel en las ciudades y los campos.
Hay sin duda algo más oculto, una extraña naturaleza que hace culpables por
parejo a quienes dominan y a los dominados. A los primeros, por aferrarse
ciegamente a sus privilegios, y a los segundos, por no haber sido capaces de
derrocar a un sistema centenario que apoyan con sus votos cuando de elecciones
se trata. No se quien decía que los países merecen los gobernantes que poseen.
La ficción de las “amplias mayorías” se enfrenta muchas veces a la razón, al
sentido común y a la justicia. La “mayoría” puede inclinarse por el error,
hacer legal el ejercicio de un poder maloliente, dar espaldarazo a la torva
ambición de los malevos.
Los que hacen y venden las armas son
precisamente quienes incitan a la violencia y alimentan la hogera de la guerra.
Si no fuera por esa insidiosa interminable batalla entre hermanos enemigos,
muchas serían las industrias que se hundirían a falta de clientes bélicos. Basta
echar un vistazo al pasado del mundo para entender lo poco que ha evolucionado
el hombre en materia de respeto a la vida. Las masacres que a diario vemos en
las pantallas y en los diarios, las desoladas fotografías de pueblos arrasados
por armas químicas, los cuerpos putrefactos madres que se aferran en un rictus
mortal a sus hijos sangrantes, el dantesco cuadro de los campesinos
acribillados y la prepotencia de Londres, Washington, Moscú y París ante el
amago independentista de sus colonias de facto, son apenas algunos aspectos de
esta impresionante similitud entre los viejos tiempos y los nuevos, como si
estuviéramos condenados a un círculo concéntrico de infamias.
Quienes hoy andamos por las calles no
alcanzamos a saber que pasa. Tampoco entendemos el designio que nos gobierna.
Entre la indiferencia, que es tan inútil y tonta como la acción y la
arrogancia, los humanos de hoy hemos perdido la posibilidad de dar sentido a nuestras
palabras. Pareciera que estas se han vuelto una masa pálida e insípida, un
magma sin dulzor ni amargura, una materia invisible que se nos escapa por la
boca de idéntica manera como la vida nos corroe con su trance hacia la nada.
Hoy más que nunca sería necesaria una gran huelga de silencio mundial, durante
la cual todos nos aplicáramos a olvidar ese tejido que nos impide ver las olas,
el bosque, las calles o para ser más utópicos, al otro.
Una
de las metáforas más impresionantes de esa naturaleza circular de la
muerte está en el pequeño libro de Melville, Billy Bud, marinero. El mundo es
allí un inmenso barco de guerra cuyo paso colosal lo hace moverse con una
desesperante lentitud en los mares que domina y codicia Inglaterra. Allí, un
sabio capitán silencioso cumple con inteligencia el sagrado designio de mandar
en nombre del rey a unos hombres que en cualquier momento pueden amotinarse. En
la cubierta, en los trinquetes, en los recodos más oscuros de la embarcación,
todos aquellos hombres se miran con desconfianza, tratando de ocultar tras sus
máscaras sus verdaderas pulsiones. El maestro de armas Claggart representaría a
la mayoría de los hombres: es un ser golpeado, envidioso, en esa edad que
fluctúa entre una vejez ineluctable y una juventud irrecuperable. El bello
marinero Budd, deidad druida, ocuparía aquí el lugar de la inocencia silvestre
que no podrá jamás entender las intrigas del mundo real, con sus retorcidos
vericuetos.
Pequeñas señales se cruzarán entre ambos
como tentaciones del mal a secas, como ciegas bacterias dispuestas a ensañarse
sobre los hilos de la incomunicación. Claggart se siente atraído por esa
extraña belleza y esa atracción lo conduce al odio. No podrá soportar la
superioridad de este subordinado que fluye sin luchar contra el destino.
Buscará, pues, acusarlo, para buscar su propia condena. Frente al sabio capitán
que conoce las sucias artimañas de los acusadores se encontrarán cara a cara el
bien y el mal: a falta de palabras, por inútiles, Billy golpeará mortalmente al
miserable Claggart. Pero a cambio deberá morir también. Ambos cuerpos serán
depositados en el mar, donde solo quedarán como destellos en el recuerdo del
narrador, condenado a vivir para contar sin saber que su vida es de por si un
cuento.
Hoy por hoy todos somos culpables e
inocentes y como tales debemos pagar, con una variedad de la muerte, el
tormento de ser. Así como las aves se lanzaron sobre el cuerpo de Billy Budd,
mientras el barco Bellepoint se alejaba como el tiempo, nuestros países y
nosotros mismos somos envoltijos secretos lanzados al océano. Es un milagro
poder sentir el ruido del mundo, poder observar la injusticia, poder palpar la
ruina de nuestra época.
Como en otros siglos, los viejos sabios y
los malos profesionales están condenados a representar el inútil papel que les
corresponde, como en el Paraíso perdido de Milton o en Billy Budd, marinero, de
Melville. El puñetazo de este joven inocente es el puñetazo diario de quienes
luchan por un mundo imposible, condenándose así a subir a la horca y ser
cubiertos por la luz sonrosada del amanecer oceánico. Todo es inútil: el
acusado y el acusador serán devorados por el mar o algo peor, perecerán como
representaciones acoplables de un mismo destino. Su castigo mutuo solo augura
el triste rito del eterno comienzo.
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* De la serie Textos nómadas.
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