Fidel
 Castro fue un personaje de ficción que supera con creces todas las 
novelas hispanoamericanas de caudillos, tiranos y dictadores escritas en
 América Latina y España. Supera a Tirano Banderas, el personaje del 
barbudo español Valle Inclán, que resume en un símbolo típico a todas 
las variantes de tiranuelos tropicales; supera al longevo matusalén de 
El Otoño del Patriarca de García Márquez, que vivía en un mundo caribeño
 modernista lleno de metáforas y adjetivos, entre lianas y vegetaciones 
exuberantes pobladas de cacatúas, papagayos y loros; supera al delirante
 Doctor Francia, relatado por el paraguayo Augusto Roa Bastos con una 
largo tejido de palabras, monólogos e imprecaciones pocas veces visto, 
asfixiante y explosivo; supera a todos los líderes máximos, héroes 
infalibles, omnipotentes, omniscientes, omnívoros y omnipresentes que 
inspiraron a tantos autores magistrales y causaron pena o suscitaron 
esperanzas a lo largo de los siglos.
Llegó al poder muy joven 
como los grandes héroes clásicos, desde Alejandro Magno a Napoleón, y lo
 disfrutó a lo largo de las décadas interminables que pasaban una tras 
otra, acumulando en la agenda centenares de tentativas de asesinato, 
crisis, bloqueos, amenazas, enfermedades, hambrunas, éxodos, 
fusilamientos, giras internacionales, cumbres mundiales, proclamas, 
discursos, fiestas y traiciones. Dotado de una elocuencia letrada sin 
par, el abogado podía pronunciar discursos que duraban muchas horas y 
hasta días y eran escuchados atentamente por sus admiradores o por todos
 aquellos que eran obligados a permanecer de pie transidos de admiración
 por el héroe, la encarnación contemporánea de todos los héroes 
posibles, un David isleño que se enfrentaba al Goliat del Imperio.
Uno
 tras otro sus peores enemigos, presidentes de Estados Unidos, 
generales, disidentes, directores de la CIA y el FBI, escritores, 
intelectuales, papas, espías, agentes secretos, fueron cayendo agarrados
 de súbito por la parca, mientras él se acercaba al siglo como las 
leyendas, enhiesto, aureolado por una lengüeta de fuego histórica, con 
el extraño halo que cubre a los héroes de todos los tiempos que por 
donde pasan, como los centuriones romanos, generan un extraña energía de
 poder, magnética, volcánica, huracanada, tenebrosa, lumínica.
Gran
 atleta en su juventud, alto, corpulento, barbado, emblema de la 
virilidad como máximo macho latino que era, macho alfa, falo de todos 
los falos, gorila de los gorilas, rey de la tribu, gallo quiquiriquí del
 gallinero repleto, mono bonobó insaciable de las selvas africanas, 
todas las mujeres se le rindieron a sus pies y esperaban en el harém 
isleño suspirando por su visita inesperada a una hora imprevista que 
podía ser a comienzos de la tarde o al final de la madrugada y tras la 
proeza genésica, el gran reproductor partía a inaugurar fábricas, 
supervisar cosechas de azúcar, controlar la producción de tabaco y 
fumarse unos tantos, revisar las decisiones de ministros de economía o 
generales o líderes del benemérito y glorioso, infalible Partido 
Comunista, líderes agrarios, o a entrevistarse con papas, jefes de 
Estado amigos o enemigos, guerrilleros heróicos de aquí y de allá, 
poetas, escritores amigos, estrellas de cine, primeras damas, 
futbolistas, nadadores, boxeadores y muchos más.
Lezama Lima, 
Cabrera Infante, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy, Eliseo Diego, los 
poetas de Orígenes, Dulce María Loynaz, Cintio Vitier, el padre 
Gastélum, Virgilio Piñeira, ex compañeros de armas exiliados, luchadores
 por los derechos humanos, militantes homosexuales, bailarines, 
cantantes, estrellas del mambo y la salsa, Dámaso Pérez Prado, Celia 
Cruz, ancianos rumberos, Wilfredo Lam, amigos fusilados por traición, 
balseros, todos unos tras otro fueron vencidos y enterrados desde lejos 
por el portentoso anciano que un día se jubiló y se retiró a su 
vivienda, desde donde vio gobernar a su hermano menor Raúl, nombrado por
 él a dedo, y donde recibió a una romería de visitantes vestido ya con 
traje deportivo Adidas, tenis Nike y en silla de ruedas.
En la 
iconografía de casi un siglo se le ve con los Premio Nobel Ernest 
Hemingway, Jean Paul Sartre y Gabriel García Márquez, con sus discípulos
 Hugo Chávez y Evo Morales, en barcos de pesca o en alta mar, junto a un
 enorme pez espada tan grande como el que figura en El viejo y el mar, 
también se le ve con estrellas de cine, divas, cantantes de rock y de 
Opera, magnates occidentales, periodistas internacionales, convertido 
siempre en un ídolo, ícono pop mundial de tanto rango como Frank Sinatra
 o Elvis Presley, John Lennon, Mick Jagger, Maria Callas, Pavarotti, 
Charles Chaplin, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Cantinflas y tantos más 
cuya lista sería interminable. Ícono como Mao Tse Tung, Ho Chi Mihn, 
Mandela, Arafat, De Gaulle, Indira Gandhi y líderes de los países 
llamados No Alineados.  
Crecimos bajo la férula ideológica de 
Castro en una América Latina encendida que requería a mediados del siglo
 pasado héroes crísticos como el Che Guevara, el mártir máximo tras el 
cual se inmolaron en las montañas varias generaciones de jóvenes 
latinoamericanos tratando de hacer la Revolución y traer el paraíso en 
la tierra que propugnaban los catecismos barbados publicados y enviados 
desde la isla, entonces enfeudada a la Unión Soviética en el contexto de
 la guerra fría.  
Todo aquello fue la reacción a siglos de 
tiranía de un Imperio que siempre tomó al continente como su patio 
trasero y colocó a su guisa decenas de dictadores y caudillos 
sangrientos en Centroamérica y Suramérica, nombres nefastos que 
torturaron, mataron, se apoderaron de todas las tierras y empresas, 
esclavizaron, hambrearon, apalearon a la población sin piedad. Porfirio 
Díaz, Pérez Jiménez, Rafael Leonidas Trujillo, Juan Vicente Gómez, Juan 
Domingo Perón, Gustavo Rojas Pinilla, Anastasio Somoza, François 
Duvalier, Alfredo Stroessner, Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, 
Rafael Videla, Hugo Banzer y Augusto Pinochet, son apenas algunos de 
esos nombres nefastos.
Pero el paraíso en la tierra nunca llegó y
 Fidel Castro se fue con él para compartir en el más allá con todos 
aquellos iluminados que sometieron a sus pueblos durante décadas a 
nombre un ideario que nunca se aplicó y con los adversarios que 
sembraron el terror a nombre la plutocracia, el oro y el nepotismo 
compartido. El último patriarca latinoamericano se ha ido de muerte 
natural. No murió en la trinchera, sino de viejo en la cama. Ahora 
vienen los funerales del Papá Grande, que ojalá sean los de todos los 
patriarcas y Líderes máximos del mundo, de los cuales la humanidad está 
hastiada.                  

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1 comentario:
Gracias Eduardo García Aguilar por estas líneas que describen su paso sobre esta tierra . Pasó firmes que no siempre fueron los frutos esperados y que por momento germinaron flires por ottos destruyeron. Aluvua su carga de errores el imperialismo que le cortó el camino. Cuando sabrán las clases dirigentes tener en cuenta el "pequeño pueblo"?
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