Por Eduardo Garcia Aguilar
Cuando vi por primera vez a Óscar Collazos a comienzos de los años 70 en una agitada conferencia en la Universidad Nacional de Colombia, todos los escritores en ciernes que acudimos en la luz estudiantil de nuestros 18 años a escucharlo aquella noche, pensamos que cuando grandes queríamos ser como él. Y ahora, cuando ha venido otra vez de visita a París para caminar por la muy medieval y carolingia calle Mouffetard, muchos años después frente al pelotón de fusilamiento del siglo XXI, seguimos pensando que cuando seamos grandes quisiéramos ser como él.
No sólo había llegado a la Universidad Nacional con una bella novia editora alemana que revoloteaba esbelta y con imperio junto al conferencista e intervenía a su vez en medio de la polémica, sino que Collazos regresaba a Colombia a los 29 años, después de un largo periplo por Europa, trayendo frescos los aires del recién ocurrido mayo del 68 francés, el jazz y el “nouveau roman” de Michel Buttor y Alain Robe-Grillet y tras polemizar con dos de los grandes del boom, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, en el libro “Literatura y Revolución y Revolución en la Literatura” (1970).
Collazos, a diferencia de casi todos los intelectuales o escritores colombianos de su generación, que se asaban entre sus lúgubres trajes oscuros de paño barato, vestía de colores muy modernos y tenía una forma muy especial de esgrimir el cigarrillo mientras hablaba como si hubiera recibido clases para ello del mismísimo Albert Camus. Era uno de los renovadores de la nueva ola de la narrativa colombiana de entonces y tal vez uno de los pocos que publicaba en México y España y estaba en permanente contacto con las discusiones de la crítica de alto nivel que se ejercía en esos años en América Latina y que desapareció después. Sus libros de cuento “El verano también moja las espaldas” (1966) y “Son de máquina” (1967) eran acontecimientos colombianos al lado del clásico “Bomba Camará” de Umberto Valverde y las narrativas experimentales de Fernando Cruz Kronfly, Alberto Duque López y Darío Ruiz Gómez.
Pero lo más importante era que sus ideas eran nuevas y claras y que estaba conectado con las vanguardias del continente sobre las que escribiría un libro de referencia, “Los Vanguardismos en América Latina” (1977), al mismo tiempo que desempolvaba la narrativa colombiana de los aires costumbristas y depresivos del “arte comprometido” que la dominaban en medio del auge de la Revolución Cubana y la radicalización de la intelectualidad europea liderada por Jean Paul Sartre.
En esa conferencia, cuando todavía se percibía el cargado aire de los gases lacrimógenos lanzados por la Policía y no cesaba el galope de la caballería por la Avenida 26 o el ajetreo de las incursiones de los armados en las residencias universitarias, incluso las femeninas, Collazos aparecía ya como el valor indiscutible y firme de la narrativa colombiana y latinoamericana y desde entonces no ha cesado un instante de ejercer la crítica literaria y forjar una vasta y sostenida obra de ficción.
Ahora cuando regresa muchos años después a la parisina calle Mouffetard y reconoce la puerta de la casa donde vivió ahí con Carlos Duplat, Miguel Torres y otros amigos, se sienta con Jimena bajo la canícula en la plaza de la Contraescarpe, recostado contra un viejo muro que luce una copia de un cuadro de Edouard Manet, donde aparece una pareja de bohemios trasnochados frente a un vaso de absenta, y alza la cerveza Leff para celebrar otro nuevo retorno a aquella ciudad suya donde le tocó presenciar los disturbios de 1968, compartir charlas con la novelista Christiane Rochefort y atestiguar cambios básicos en el pensamiento y la literatura con Roland Barthes, Jacques Derrida y Michel Foucault y otros modernos que escribían entonces su obra revolucionaria.
Más tarde, en el viejísimo restaurante Polydor de la calle Monsieur le Prince, fundado en 1845, descubrirá que todo está igual desde los tiempos en que acudía allí con Julio Cortázar o se internaba con sus amigos en las tabernas de la rumba ardiente caribeña que comenzaban a proliferar después de los antros de jazz. Fueron años de formación, lectura y fiesta, por lo que cada esquina de París está viva para él y vibra en algunos de los textos de “Biografía del desarraigo” (1974), “Disociaciones y despojos” (1977), “Textos al margen” (1979), “Adiós, Europa, Adiós” (2000 ) y, aunque no sucedan todas en París sino en la Colombia profunda de hoy y de ayer, en toda la vasta obra novelística suya que incluye quince volúmenes desde “Crónica del tiempo muerto” (1975) a “Fugas” (1988) y “Rencor” (2006) donde aplica técnicas y ángulos contemporáneos surgidos de las gramáticas estéticas de los recién idos Michelangelo Antonioni e Ingmar Bergman.
Al alzar la copa con el novelista y polígrafo barranquillero Julio Olaciregui y los pintores caleños Amalfi Rendón Zipagauta y Miguel Ángel Reyes en el estudio taller de este último en la rue Mouffetard, celebramos a Óscar Collazos, el amigo y el escritor, mientras afuera sigue el bullicio de los visitantes al calor del verano, la rumba y el jazz, porque París sigue siendo una fiesta como en los tiempos de Hemingway. En las largas jornadas de charla con Collazos en el barrio latino, al calor del vino, hemos hablado de Paul Bowles, William Bourroughs y Truman Capote, de Raymond Queneau, Eugene Ionesco, Samuel Beckett y Jacques Prévert, de André Breton y Giacomo Casanova y por supuesto de los colombianos Ramón Illán Bacca, Pedro Badrán, Evelio Rosero y Miguel de Francisco.
Ahora cuando el desastre de la narrativa autista colombiana ha llegado a devastar con su neo-costumbrismo precarrasquillano casi todos los espacios, no queda duda alguna de que Collazos sigue siendo una ventana libre, fresca y moderna de ese ejercicio en Colombia y que en la forma serena como lleva su vida literaria está lejos de las formalidades burocráticas y los gélidos aceleres de la paraliteratura actual, con sus genios de pacotilla. Por eso América Latina y Europa tardan en reconocer a Óscar Collazos con los Premios Cervantes y Príncipe de Asturias que merece con tanta más razón cuanto España es su segunda patria, allí de donde son su hija y su recién nacida nieta barcelonesa de ojos azules.
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