martes, 27 de noviembre de 2007

LA DEIFICACIÓN EXAGERADA DE GARCÍA MÁRQUEZ

Eduardo García Aguilar
Durante los homenajes realizados a Gabriel García Márquez en Moscú y París varios conferencistas, entre ellos traductores y biógrafos de diversas nacionalidades, rusos, japoneses, franceses, norteamericanos, suizos y colombianos, abordaron desde diversos ángulos la obra del famoso escritor colombiano. En general expresaron su admiración por el novelista, analizaron un punto específico de su obra y sus actividades colaterales, o contaron anécdotas vitales y chispeantes ocurridas en compañía de este caribeño afable y divertido.
Pero en medio de todas esas entusiastas reflexiones, quise tratar de entender con espíritu crítico el desaforado fenómeno de glorificación hagiográfica que se ha tejido en los últimos meses con motivo de su cumpleaños 80 y el aniversario número 40 de la publicación de su obra cumbre Cien Años de Soledad. En esas ceremonias oficiales participaron los gobiernos y las instituciones colombianas y españolas, el Rey de España, los presidentes de ambos países y en masa miles de invitados, funcionarios, escritores, políticos, ministros, personajes de farándula, magnates de prensa y millonarios, señoras de la alta sociedad, generales, coroneles, arzobispos, estudiantes, lagartos y público en general, convocados en actos faraónicos en Medellín, Bogotá, Cartagena y otras ciudades del mundo.
Todos reconocemos sin lugar a dudas la calidad de muchas de las obras del homenajeado, y tenemos un gran afecto por ese big brother que hemos visto en el firmamento desde hace 40 años ininterrumpidos de fama, pero a veces se tiene la sensación de que en la desbocada carroza del éxito y la gloria la figura del hombre se instrumentaliza de manera política para intereses nacionalistas, editoriales o de expansión de la lengua española.
Y cuando se concentra en una sola figura en estos tiempos tan mediáticos la luz de las cámaras, suelen cometerse injusticias con decenas de otros autores del continente latinoamericano que tienen también obras notables en poesía, ensayo y narrativa y que podrían a su vez ser objeto de difusión masiva.
Pareciera que el resto de autores del continente no existiera y que personas extrañas a la literatura hubieran decretado para siempre un canon literario definitivo y apresurado del que se excluye para siempre a autores de cuatro generaciones que han ejercido su actividad desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
García Márquez es un personaje muy especial pues se concentran en él además de la literatura, cuatro de los oficios más generalizados en los tiempos modernos: el periodismo, la publicidad, la política y el cine. Un buen periodista sabe instrumentalizar y lograr objetivos de difusión mucho más percutantes que un autor modesto dedicado en exclusiva a la poesía, el ensayo o la academia.
Con la publicidad, que ejerció el Nóbel en algún momento en México, se aprenden fórmulas para lograr por medio de frases impactantes o acontecimientos mediáticos efectos multiplicadores en la opinión. Con la política, en la que el maestro es también un experto, y con la cercanía de los poderosos, este tipo de autores como Neruda, Saramago y Vargas Llosa, que ya va por su doctorado honoris causa número 40, logran tener homenajes, glorificaciones oficiales y aumento de las cortes áulicas que generan una bola de nieve permanente de éxito, dinero, fama y glamour. Y con el cine a su vez el impacto de las obras de ficción accede a públicos más vastos, por lo que muchas veces un autor no necesita ya ser leído para ser conocido. Un extraño proceso de sincretismo hace que los límites entre lo escrito y lo visto en cine y televisión se difuminen merced a este séptimo arte que ha sido desde siempre una pasión para el autor colombiano.
Pero para explicar el gran fenómeno de deificación hasta la asfixia de García Márquez, de la que él es ajeno, habría que tratar de situar también históricamente el fenómeno de su entronización como una especie de ídolo babilónico.
Curiosamente la novela Cien años de Soledad salió el mismo año en que surgió otro mito latinoamericano, el del guerrillero Ernesto Che Guevara, cuya figura crística de héroe crucificado, abatido y yaciente, sigue viva en el mundo entero y parece iniciar una carrera milenaria de orden religioso como el Buda, Jesús o San Francisco de Asís. Este mismo año 2007 se celebran a su vez el 40 aniversario de ambos acontecimientos, que son dos caras de la misma moneda, pues representan la necesidad que tuvo el continente de afirmarse política y culturalmente después de siglos de colonización española y décadas de hegemonía militar norteamericana sobre las bananas repúblicas.
En esos años 60 la coyuntura mundial se caracterizaba por el auge del movimiento hippie de liberación humanista y el cambio de costumbres de la juventud surgido como protesta contra las actividades bélicas estadounidenses en el mundo, especialmente con la Guerra de Vietnam y la desestabilizacion de una Cuba, gobernada por los barbudos, y cuyo experimento suscitaba ingenuo entusiasmo en las élites intelectuales europeas y los sectores influidos por la poderosa ideología expansionista de la Unión Soviética.
Los países del Tercer Mundo encontraron en los soldados del Vietcong, en los rebeldes africanos y árabes y en el Che Guevara y los barbudos cubanos los modelos de lucha liberadora antiimperialista de los pueblos tercermundistas. Al mismo tiempo, en el campo cultural y del imaginario, la obra del joven García Márquez y su figura popular de descomplicado bigotón caribe de camisas floreadas opuesto al elitista Jorge Luis Borges, fue la expresión máxima mundial de esa reivindicación popular continental que encontró émulos en África, los países asiáticos y en las juventudes del rico Occidente conmovidas por la rebelión de mayo de 1968. De esa manera la figura del autor colombiano inició una carrera de glorificación permanente parecida a la que en su momento desempeñaron León Tolstoi en Rusia, Rabindranath Tagore en Bengala y Pablo Neruda en América Latina.
En el caso del colombiano, esa figura representaba la reivindicación del pueblo latinoamericano, que recibía así un bálsamo de autoestima y afirmación frente al mundo europeo y anglosajón: como ocurre con el fútbol brasileño, podíamos decir por fin que uno de los nuestros era el mejor escritor del mundo y su figura radiante, infalible, omnipresente, omnisciente, todopoderosa, chistosa y milagrosa aparecía sobre el firmamento como el Sol Rojo de Mao Tse Tung. Y en el transfondo aparecía también la otra deidad, el Che Guevara, tierna y buena, milagrosa e infinitamente salvadora.
Ambos iniciaron así juntos su camino hacia la petrificacion mítica desde 1967, efemérides que hoy celebran ya no sólo los revolucionarios y los poetas famélicos sino presidentes, reyes, arzobispos, generales, empresarios, magnates, señoras encopetadas y personajes de la farándula concentrados como en los Funerales de la Mama Grande bajo el patrocino del Papa, el Rey, el señor Presidente, las autoridades civiles y militares y la apolillada Academia de la Lengua.
Que Dios los bendiga a todos y se eleven pronto al reino de los cielos.

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sábado, 24 de noviembre de 2007

COLOMBIA EN LA FERIA DEL LIBRO DE GUADALAJARA

Por Eduardo Garcia Aguilar
En 1993 tuve la alegría de ser invitado a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que por primera vez estaba dedicada a Colombia. En aquel entonces era más íntima y confidencial y los invitados estábamos hospedados en un hotel modesto del centro de la capital tapatía, por lo que uno podía visitar fácilmente los grandes monumentos, cantinas y sitios históricos de esta bella ciudad y regresar a tomar la siesta.
Era tal el carácter casi familiar de la Feria, que a mí me tocó conseguirle hospedaje a Manuel Mejía Vallejo y Fernando Cruz Kronfly, quienes llegaron con un día de anticipación y estaban consternados porque nadie les ponía atención y les iba a tocar pasar la noche en los sofás del lobby de ese hotel. De inmediato me puse manos a la obra con los organizadores mexicanos y logré después de muchos forcejeos conseguirles la única habitación disponible: una que sólo tenía cama matrimonial.
No sé cómo se las arreglaron estos dos grandes narradores colombianos, pero creo que les fue bien, en especial a Manuel Mejía Vallejo, un hombre encantador, sencillo y generoso que ya estaba muy enfermo y que sin duda encontró en Cruz Kronfly un gran cómplice. La delegación, en la que estaban también presentes Fernando Charry Lara, Juan Manuel Roca, William Ospina, Juan Carlos Botero, Darío Ruiz Gómez, Oscar Collazos, Fanny Buitrago, Jaime Mejía Duque, R.H. Moreno Durán y Germán Espinosa, entre otros, caminaba en banda por las calles de Guadalajara como si se tratara de una vacación de escolares, mientras al ganador del prestigioso Juan Rulfo, el gran Eliseo Diego, se le veía en el lobby fumando plácidamente su tabaco, rodeado por amigos cubanos admiradores del grupo Orígenes. El escritor Hernán Lara Zavala fue uno de los anfitriones más calurosos en aquella y otras ocasiones.
El criterio básico para asistir era la obra literaria y no sólo el hecho de pertenecer a un clan o ser el "gallo" de alguna gran editorial y por eso a mí me tocó caminar con el ya fallecido y gran narrador venezolano Salvador Garmendia y con otro venezolano, José Balza, que realizaban una literatura que hoy no suscitaría las primicias del poder editorial y que asistían pese a no tener novedades. Garmendia y yo nos escapábamos de las sesiones dedicadas a la "industria" y "estrategias de marketing" y "técnicas para lograr el éxito" para irnos a ver los murales de Orozco o los colores desbordantes del mercado de Guadalajara, con sus cabezas de reses sanguinolentas expuestas al lado de frutas de todos los colores.
Ese carácter íntimo de la feria desapareció y el año pasado que estuve allí presente toda la semana me di cuenta que se había convertido en una verdadera industria desbordante en la que cualquier poeta se pierde o está condenado a la soledad, lejos de los grandes burócratas, los poderosos editores y las estrellas de la farándula editorial que se hospedan en los lujosos hoteles cercanos. Se les ve como almas en pena en los amplios corredores o cruzando rápidamente junto a las salas de confererencias que se suceden una tras otra a una velocidad escalofriante. Los que tienen mucho dinero o pertenecen a grandes casas editoras pueden alquilar salas situadas a la entrada y los menos afortunados contentarse con pequeños salones perdidos atrás, a donde se llega casi por milagro. Son tantos los actos que todo se pierde, no hay tiempo para pensar y discutir.
Los escritores, que somos casi todos medio paranoicos, nos cruzamos tímidamente los unos con los otros y nunca se puede hablar nada porque de inmediato llega más gente y en la barahúnda no queda más que el recuerdo de unas miradas asustadas, el temor de encontrarse con algún enemigo o rival, o con un impertinente. Nada que ver con esa alegría de Salvador Garmendia y Manuel Mejía Vallejo, o los chistes de Moreno Durán o la sencillez de los cubanos del grupo Orígenes y sus discípulos alrededor de Eliseo Diego y García Márquez en un coctel casi familiar. Ahora todo mundo va de prisa bajo los reflectores.
La delegación colombiana en esa Feria del Libro era casi exigua y como siempre ocurre se lamentaron las ausencias. La verdad es que en cada país hay tantos autores que sería imposible invitarlos a todos. Si mal no me acuerdo en esa ocasión estuvo como concertista Vives y ahora la cantidad de espectáculos y figuras colombianas presentes es escalofriante y eso está bien y es de celebrarse. Muchos autores o artistas no habrán ido desde Colombia o no fueron invitados, pero no deben sentirse mal ni relegados porque estarán presentes de todas maneras debido a que la homenajeada por los mexicanos es la literatura de Colombia en abstracto.
Yo fui a varias Ferias de Guadalajara, pero recuerdo en especial esa primera fiesta colombiana. En ese entonces yo residía en México y acababa de publicar El viaje triunfal, ganadora de la Beca Ernesto Sábato de Proartes en Colombia y pertenecía a esa afortunada generación de menos de 39 años, edad a la que todo el mundo mira con benevolencia. En esta ocasión asisten a esta feria varios colombianos de la nueva generación y con ellos autores y académicos importantes que mostrarán otras caras buenas del país. Y sin duda todos ellos caminarán y se divertirán gracias a la literatura como antes lo hicieron los fallecidos Fernando Charry Lara, Manuel Mejía Vallejo, Germán Espinosa y Moreno-Durán, que asisten a la feria desde el más allá.

lunes, 19 de noviembre de 2007

EDUARDO GARCÍA AGUILAR: UN ESCRITOR APÁTRIDA EN PARíS


Su infancia la vivió en Manizales junto con su familia. Adelantó estudios de Economía política en Francia. En la capital azteca, se consolidó como uno de los principales exponentes de las letras caldenses y colombianas. Algunas de sus obras se han traducido al inglés, francés y bengalí.

POR MARCELA CERÓN RUBIO


Intelectual y exiliado por convicción, son las palabras que definen al escritor manizaleño Eduardo García Aguilar, uno de los máximos exponentes de la literatura caldense y colombiana de los últimos años. Este viajero incansable, amante del vino y la poesía, está radicado actualmente en París, en donde se desempeña como reportero de la Agencia France Press –AFP- para América Latina.

La niebla, las casonas de arquitectura Art decó y la sabiduría de los viejos ataviados con sombreros Stetson, gabardina y paraguas, muy comunes en la almidonada Perla del Ruiz de los años cincuenta, fueron imágenes que se quedaron para siempre en la memoria del niño inquieto, quien acompañaba a su padre en las tardes, cuando se dirigía a la oficina que tenía encima del café Osiris, en la carrera 21 con calle 21.

Don Álvaro García Cortés fue el culpable de que el segundo de sus tres hijos quedara “infectado de por vida y sin remedio”, con ese bicho raro, como él mismo define la literatura, desde temprana edad. Allá, en la casona de la carrera 19, junto a sus hermanos Luz Elena y Humberto, empezó la lectura de los autores que marcaron su devenir literario y su rebeldía, en una ciudad, considerada como Merdiano Cultural, pero aferrada a la tradición de las abuelas rezanderas y las tías mojigatas, quienes veían pasar la vida a través de los postigos empotrados en las fachadas de bahareque.

EL NOVEL ESCRITOR

La década del sesenta fue una época de grandes protestas estudiantiles en Manizales, después de la muerte del Che Guevara en Bolivia, símbolo de justicia y paz. En ese periodo, el bardo caldense ya hacía sus pinitos de escritor en el rotativo local, en donde le publicaban artículos sobre autores como José de Vasconcelos y otros generalmente franceses, pensadores que lo sedujeron, gracias a sus estudios del idioma galo en la antigua Alianza Francesa, ubicada en la carrera 23 entre calles 25 y 26.

La comarca, pérdida entre sus tardes de lluvia, bruma y rosarios interminables, por las que deambulaba el novel escritor y se topaba con el loco Leonardo Quijano, apenas si conocía el acontecer de una Colombia, que escuchaba las noticias protagonizadas por estudiantes y obreros parisinos, quienes se tomaban la Ciudad luz, para protestar por el régimen de Charles de Gaulle; norteamericanos que habían conquistado la luna, y los 400 mil jóvenes que asistieron al Festival de Woodstock, bajo la consigna “Tres días de música y paz”.

Gracias al suplemento literario Paradiso dirigido por el pintor y escritor Mario Escobar Ortiz y los turistas que venían a estas breñas colgadas de los Andes, García Aguilar tuvo la oportunidad de conocer las obras de aquellos, que ya tenían un lugar predilecto en las letras de molde latinoamericanas como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, entre otros.

Las posturas ideológicas maoístas que adoptó con otros extraviados en los laberintos de la palabra como Oscar Jurado, Rodrigo Acevedo, Roberto Vélez Correa y Jaime Echeverri, incidieron para irse a la capital del ajiaco, a tirar piedra y a estudiar sociología en la Universidad Nacional, no sin antes corretear por las calles de esta urbe cafetera, a Pablo Neruda y Jerzy Grotowsky, para pedirles un autógrafo y beber de su sabiduría.


DESDE BOGOTÁ A PARÍS

A comienzos de los setentas llegó a Bogotá, un muchacho joven, que dejaba ver detrás del cabello ondulado y lentes de pasta negra, una inteligencia y grandes capacidades para la escritura, pues una vez partió de la aldea, había ganado un concurso de cuento y unos cuantos pesos, que lo motivaron para seguir por el camino sin retorno de las letras esquivas, las cuales ganaban cada día, en cada página a uno de sus representantes más consagrados.
Dos años después de estudiar Sociología en la capital colombiana, que lo acogió sin recelo como un paisa en busca de fortuna, viajó a París en abril de 1974, en donde adelantó estudios de Economía política en la Universidad de Vicennes, París VII. El dominio de la lengua de Víctor Hugo, le dio la oportunidad de compartir con intelectuales de todas partes, en un año en que el pueblo lloró las muertes del escritor Miguel Ángel Asturias y del político Juan Domingo Perón, en una América agitada por la izquierda y por el descubrimiento de los agujeros negros del científico británico Stephen Hawking.
La década del setenta culminó y con ella sus estudios en París, centro cultural que abandona para seguir como apátrida en ciudades como Estocolmo, San Francisco y por último la cosmópolis mexicana, en donde no solamente aprendió a tomar tequila y a descifrar sus códigos milenarios, sino que comenzó su carrera literaria a la par que se desempeñaba como corresponsal extranjero de la AFP.

MÉXICO: URBE LITERARIA
Su primer libro de cuentos Cuaderno de Sueños (1981) y sus novelas Tierra de leones (1986) y El bulevar de los héroes (1987), vieron la luz pública gracias a las rotativas aztecas y a la ayuda de amigos como el historiador Vicente Quirarte, quien fue uno de los invitados especiales cuando se realizaron los Juegos Florales, en la Perla del Ruiz, de los cuales García Aguilar fue su mantenedor, según reza un programa de 1997.
En 1986, El bulevar de los héroes fue la única novela de un latinoamericano, finalista del Premio internacional Plaza & Janés y traducida en 1993 por el inglés Jay Miskowiec, discípulo de Gregory Rabassa. Éste último traductor de las obras de Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, entre otros. Luego, apareció la novela El viaje triunfal (1991), la cual fue ganadora del premio de creación Ernesto Sábato de Proartes y traducida al bengalí por Supriya Basak y editada en Calcuta en el 2005.
En esta obra, según el escritor y ensayista Roberto Vélez Correa en su libro Literatura de Caldas 1967- 1997. Historia crítica “La literatura se convierte en sujeto y objeto del mundo imaginado del escritor manizalita, como vocación de su personaje principal, el sibarita, el trotamundos, poeta Arnaldo Faría Utrillo, quien desde adolescente acepta el grito de la sangre y sigue el mismo camino de su madre, la poetisa Ana Malo”.

OTROS TEXTOS
Mientras se consolidaba como un escritor extranjero en la tierra de Frida Khalo, escribió los relatos Urbes luminosas (1991) y los poemas Llanto de la espada (1992) y nació una amistad entrañable bajo la complicidad del whisky, los amigos y la literatura con el colombiano Álvaro Mutis, de quien escribió el libro Celebraciones y otros fantasmas: Una biografía intelectual de Álvaro Mutis (1993). Igualmente, escribió en periódicos como el Excélsior y Unomásuno, sus artículos, crónicas y ensayos del mundo cultural hispanoamericano.
Delirio de San Cristóbal. Manifiesto para una generación desencantada (1998) es una obra a manera de diario, en donde el escritor desde San Cristóbal de las Casas, relata su infancia en las calles empinadas de Manizales, la relación con su familia y sus amigos, y los viajes por las ciudades que lo han fascinado por más de 20 años de trasegar entre América y el viejo continente. Después, vendría Tequila Coxis (2003) que como él lo dijera, durante una entrevista en La Patria en 1997, “Tequila, porque es el centro de la ebriedad mexicana. Coxis, porque es una novela que reivindica el erotismo en la literatura”.

PARIS POR SIEMPRE
“Eduardo García Aguilar es la figura más importante que ha dado Caldas en la literatura, no sólo por su trilogía de novelas y poesía, si no porque nos ha representado muy bien en Mexico y Paris. Él ha sido un defensor de la literatura caldense, lo cual ha manifestado a través de sus columnas en La Patria”, según el filósofo e historiador Fabio Vélez.
“Uno vuelve siempre aquello lugares donde amó la vida”, dice una canción de antaño, y eso fue lo que hizo Eduardo, cuando decidió regresar en 1998, por asuntos laborales de la AFP, a la París de siempre, la del Sena, de los Campos Elíseos y la de los bulevares por donde se pasean las muchachas en verano. Allí, no sólo ha escrito innumerables artículos para periódicos y revistas, sino que publicó el libro Voltaire, el festín de la inteligencia (2005) y el poemario Animal sin tiempo (2006). Además, el poeta Stéphane Chaumet, tradujo al francés su poemario Llanto de la espada.
Ese es Eduardo García Aguilar, el manizaleño trotamundos, el periodista, el escritor, el bardo sin patria y sin tiempo, quien dice que “los poemas liberan porque nos comunican con la verdad del fin. La poesía es la constatación de que no tenemos ninguna salvación. Liberan porque nos conectan con la certeza de la muerte. El poeta es el que sabe que está condenado a morir y la poesía es el testimonio de esa condena”.

sábado, 17 de noviembre de 2007

CONSAGRACION DE FERNANDO HERRERA GOMEZ


Por Eduardo García Aguilar
Con Fernando Herrera Gómez, recién galardonado Premio Nacional de Poesía 2007, nunca coincidimos en París en ese lejano 1979, pero si en Bogotá en una de las fiestas fenomenales que solía hacer Harold Alvarado Tenorio en su apartamento de Santa Fe, en La Candelaria, en medio de pantagruélicas bandejas de comida china preparada por él tras horas de minucioso ejercicio culinario.

Allí lo veo dormir en un sofá después de que nuestro amigo William Ospina, vecino de Harold, se hubiera ido furioso golpeando la puerta porque alguien habló mal de Raúl Gomez Jattin y luego de que el cineasta Carlos Palau, borrachísmo, hubiese armado un escándalo y bajara las escaleras laberínticas de ese conjunto lanzando dólares y pesos a diestra y siniestra en una verdadera noche de Walpurgis. Todos fuimos alumnos del bar Chez Georges en París y ahí nos graduamos en las artes del vino.

Con el gran poeta Harold, que tenía una bellísima novia china de veinte años en sus brazos, observamos al alba dormir plácidamente a ese poeta antioqueño que sorprendía ya con una poesía salida de los moldes en boga, al cantar a gasolineras o carreteras cubiertas de detritus y aceite, a objetos, rincones y personas y personajes de la casa o la ciudad, y que se atrevía a publicar poemas con títulos como “Balada del mocho Londoño” mientras los demás hablaban del alba y el crepúsculo y citaban engolados a Blake, Milton, Trakl y Stefan George.

Así como dormía con placidez absoluta tras la bacanal etílica y culinaria, todos los encuentros con Herrera han estado signados por la placidez del viaje, la amistad, la hospitalidad, el buen sentido del humor y la alegría. Por eso lo veo caminar con una emoción indescriptible al descubrir por primera vez las calles del centro histórico de la Ciudad de México, jugar como un niño con las nuevas palabras, olores y colores de ese país que descubría y terminó por adorar, decir sus ocurrencias una tras otra, pertinentes y agudas, mientras buscábamos perdidos y ebrios el Hotel Sevillano donde vivió Porfirio Barba Jacob.

Lo veo bromear toda una tarde en la mesa que compartíamos con Gabriel García Marquez en un restaurante de Coyoacán, cuando él y yo hacíamos un paquete de libros nuestros y conminábamos al Nobel a leernos esa misma noche. Herrera estaba a su lado, sus codos se tocaban y se veía la emoción de ese encuentro a cuatro que compartíamos con William, mientras el autor de Cien Años de Soledad nos contaba la historia de unas pieles de cocodrilo que le traían suerte o sus tiempos de vacas flacas en el París que todos vivimos pobres y felices a los 20 años.

Lo veo en las alturas de la Calera pasando la tarde en casa de Broderick en medio de la naturaleza, hablando del bien o del mal, de la vegetación o de la lluvia, mientras afuera sonaban las balas, o en la inolvidable cantina La Faena de la Ciudad de México compartiendo con Fabio Jurado, William, Piedad Bonnet, Florence Olivier y Luz Mery Giraldo al lado de toreros y toros momificados y estridentes mariachis. O sea instantes de vida de una generación, momentos cotidianos que son y hacen la poesía, testimonio del paso del tiempo, epifanía del momento, asuntos todos ellos a los que se ha aplicado con generosidad alerta este poeta nacido en Medellín en 1958 y que es otro de los valores de la rica generación Sin Cuenta que despunta ahora en Colombia sin aspavientos ni escándalos.

Joe Bousquet, el poeta que vivió paralítico toda su vida en Carcassone después de enfrentarse solo y en la oscuridad a un ejército enemigo, dijo que la poesía es “el testimonio de lo que nosotros somos sin saberlo” y ese secreto es el que Herrera ha tratado de escrutar en su obra breve pero de gran profundidad serena. En su libro “La casa sosegada” su palabra se detiene en el sótano, que es “el reino de lo inservible” donde el “noble aparador” de la abuela comparte ostracismo con “partes de motor”, “aporreadas jaulas de alambre con el estiércol reseco de sus pájaros muertos” y “lechos floridos saqueados por las ratas”. Mas allá visitará el patio y hablará de la ropa tendida, “las rígidas hebras de sus bolsillos volteados” y “las bravas sábanas en las que tal vez tu fuiste engendrado”. Y así uno tras otro aparecerán el patio, la alcoba, la hierba, la cocina, el electricista, limoneros, geranios, tulipanes, agapantos, nísperos, el abuelo, la madre, el padre o la prima Margarita.

El jurado que premió su libro “Breviario de Santana”, encabezado por el magistral poeta chileno Gonzalo Rojas, ha destacado la senda inusual de la poesía de Herrera, que va a “contracorriente” y destaca que allí no sobra ni falta ninguna palabra. Ajustado, bebiéndose la vida junto al fuego de la chimenea o por los caminos de la tierra, Herrera ha sabido estar alerta sin descanso a las pequeñas cosas que son los grandes asuntos de la vida y la filosofía: el chirrido de un gozne, el traqueteo de una vieja cama, el olor de la hierba del patio, el aire detenido en los sótanos y en los zarzos. Allí, en todo ese margen ignorado por las literaturas oficiales está la esencia de las cosas y de la vida que Herrera sabe captar con la pericia del Mocho Londoño, dueño él de “tuercas prodigiosas” y “tan jodido como los mismos diablos”, a quien los suyos deben la luz arbitraria de la casa, pues tenía el “travieso destello del honesto bandido brillándole en el fondo de los ojos”.


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viernes, 16 de noviembre de 2007

CENTENARIO DE EDUARDO ZALAMEA BORDA


Cuatro años a bordo de mi mismo

Por Eduardo Garcia Aguilar


Dice Borges: ser colombiano es un acto de fe. Podría agregarse: somos colombianos porque nuestro pasaporte nos lo ha revelado. Sólo el exilio voluntario, el éxodo económico, la aventura política o el desarraigo profesional delimitan a una nacionalidad en cuyo interior se debaten muchas otras.


Cada colombiano es una patria y se realiza cuando se ha ido al extranjero, pues en el exilio se descubre. Dentro de su país simplemente no existe. Esto puede inferirse de una lectura atenta de las novelas colombianas: Efraín, el de María, es un forastero; Fernández, el De sobremesa (novela de José Asunción Silva), es un extranjero profesional e impúdico; los burócratas de Osorio Lizarazo son extranjeros en Bogotá; Coba, el de La Vorágine, huye al interior de su patria, y así sucesivamente los grandes héroes de la novelística colombiana son desarraigados. Todos los héroes huyen, se van. Cien años de soledad es la historia de un país dentro de otro páis ajeno. Macondo es la fundación de una patria extrañada.


Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda (1907-1963)*, uno de los más inquietos promotores de la literatura premacondiana, además de gran cronista, es la bitácora de un viajero que va en la propia nave del desarraigo. Un bogotano, un cachaco, que se aventura al exótico país de la costa. Un joven de 17 años deja todo lo suyo en 1923, en épocas de don Pedro Nel Ospina, bajo cuyo gobierno ocurrió la matanza de muchos colombianos y se va a pagar el pecado de ser blanco. Lo vemos viajar por el río Magdalena, para llegar a Barranquilla y después a Cartagena y la Guajira, fascinado por los muslos de las negras y las tetas de las putas, en los bares a donde lo lleva un dipsómano holandés. Para el bogotano es imperioso renegar de la piel blanca e ir a la caza de las negras que ve como en sueño, en la noche febril de las hamacas, espantando mosquitos, limpiándose el sudor y bebiendo a pico de botella el licor necesario para vencer el insomnio.


Cuatro años a bordo de mí mismo, publicada en 1934, cuando el autor tenía veintiséis años, es la lucha desesperada de ese joven por descubrir su cuerpo. Es además la novela de quien está dispuesto a deshacerse de los alejandrinos de Guillermo Valencia. los discursos de Pedro Nel Ospina y las tísicas tertulias de La gruta simbólica bogotana. La obra de un muchcho andino dispuesto a descubrir la tierra exótica del Caribe, en una época en que la fría Bogotá ejercía su más despiadada dictadura. Y tras el drama de tal búsqueda se descubre que pese a todo no podrá ser más que un rolo, un cachaco que en la costa vive la efímera aventura de su juventud. Tanto aquéllos como éstos sabían que estaban condenados a ser forasteros.


La Vorágine fue la huida hacia la selva. El hombre bajo la tierra, del también gran novelista urbano Osorio Lizarazo, ignorado en latinoamérica, es la historia de un manizalita que huye hacia las minas antioqueñas en busca de vida. Cuatro años a bordo de mí mismo es La vorágine de la costa. El joven personaje se despide del capitán en un pueblecito llamado “El pájaro” y se queda para acompañar a un cartagenero blanco que ha sido herido por los hermanos de la india con la que se acostaba. Hay mucho de artificial en el relato de este muchachito raquítico que convive con indias, mestizos y negros en las estepas de la Guajira y que sortea con éxito las intrigas de contrabandistas y asesinos. Pero a través de esa historia coloca a los colombianos de distintas regiones, opuestos por su temperamento, a convivir alejados en la esquina más extraña del país, y así exprime de ellos todas las pasiones para crear una metáfora que hoy todavía está viva. El personaje vive cuatro años en la Guajira y al final nos cuenta que todo su esfuerzo ha sido vano y que de nuevo regresa a las alturas andinas, después de convivir con muchos cuerpos de negras e indias apasionadas como Enriqueta. Sólo a través de la ficción conquista el poco de luz que hacía falta.


Treinta y tres años antes de Cien años de soledad, un bogotano trata de recuperar la tierra caliente sin recurrir a lo pintoresco. Muchas novelas de aventura de selva y de llano se habían escrito hasta entonces (1934), pero Zalamea Borda, al desnudarse en el texto, nos da una visión más íntegra, otorgándo al paisaje una perspectiva interior, inédita hasta entonces. Hay en la prosa del autor bogotano un viento que remueve las palabras y las pone a viajar desesperadas en un remolino de visiones. No hay un plan, un objetivo, una moral, a través de los cuales el novelista quiera mostrarnos un problema social o sus remedios posibles. Osorio Lizarazo era un biólogo de la novela; como un científico nos mostraba una situación social en forma descarnada y gritaba en contra de la injusticia haciendo sufrir y llorar al lector, convertido en monja de la caridad. En cambio Zalamea nos habla de la muerte y del amor sin recurrir a tesis o lamentos. Así son las cosas, nos dice, y lo que hace es abrir su alma a quienes queran acompañarlo por las regiones del olvido.


Ciertos lugares comunes podrían tentarnos a tratar de hacer una clasificación, una taxonomía de esta obra. Es absurdo decir, como suele decirse siempre, que abre un nuevo camino para la literatura del continente, siendo la primera obra “universal”. Tomás Carrasquilla se encerró en su mundo antioqueño y es tan “universal” como otros que se lo propusieron. La María de Isaacs hizo llorar a nuestras bisabuelas, pero hay algo allí imperecedero que aún nos alumbra. Osorio Lizarazo era un cirujano de la urbe bogotana y hasta mejor que el promocionado Roberto Arlt, según nos dice Ernesto Volkening, y cual cirujano es tan “universal” como un curandero.


Cuatro años a bordo de mí mismo no es precursora de nada, ni abre caminos ni precede a la obra de Garcia Márquez, a quien descubrió como cuentista en el suplemento literario de El Espectador, a finales de la década de los cuarenta. El hecho de que Zalamea haya escrito esta novela a los veinticinco años no agrega ni quita nada a su testimonio y no desmerece por las posturas que se observan durante su lectura. Por ejemplo, las mujeres aquí son todavía lejanas, de music-hall, como las de Vargas Vila, que murió, según dicen, célibe, después de redactar treinta novelas sobre el acto sexual. Esta es impúber. pero pese a todo está más cercana a nosotros que otras nuevas de autores jóvenes en donde se nos quiere creer que el coito es un fenómeno contemporáneo. Zalamea nos escribe una larga excitacion sexual de trescientas páginas y llega hasta decir cosas como ésta: “nunca la estadística se ha ocupado de saber qué cantidad inútil de semen se vierte diariamente en el mundo bentro de las rojas vaginas estériles y devoradoras”.


Veinte años antes de que se fundara Mito (la revista de Jorge Gaitán Durán), Zalamea escribió esta obra anticipada y después calló (y cayó) en el periodismo. Su caso, como el de muchos otros talentos que no huyeron de las guerras terribles de Colombia, es típico, pues triturado por el bonete. el librillo y el cuajar de la Atenas Suramericana, murió en 1963, añorando a esta costa extraña y lejana que para los andinos sólo será una obsesión de tierra fría.


Sabado. Unomasuno. Ciudad de Mexico. 1984

* El centenario fue este 15 de noviembre de 2007
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Eduardo Zalamea Borda. Cuatro años a bordo de mi mismo. Diario de los Cinco Sentidos. Editorial Bedout. Medellín, 1984, 303 pp.

domingo, 11 de noviembre de 2007

ACTUALIDAD DE SILVA Y EL MODERNISMO LATINOAMERICANO



Uno de los aspectos más olvidados de la generación modernista en Latinoamérica es la prosa. Martí, Montalvo, Vargas Vila, Gómez Carrillo, Gutiérrez Nájera, Darío y Silva, para sólo mencionar a unos cuantos, escribieron alucinantes páginas, como cuentos y crónicas de viaje, que fueron con razón eclipsados por el delirio poético.
Enrique Gómez Carrillo, un guatemalteco famoso por sus aventuras galantes, dejó miles de cuartillas que hoy languidecen en los viejos anaqueles de las bibliotecas, pero que conforman un fresco de la época. Por primera vez en mucho tiempo, los latinoamericanos se negaban al provincianismo y se perdían en el exilio voluntario, deseosos de conquistar las metrópolis del lujo y el progreso. Un vacuo nacionalismo criollo que reclamaba el reino de lo “autóctono” miró con malos ojos a estos enfermizos personajes que tuvieron como capital a París y como estilo el dandysmo en boga por aquellos tiempos.
En sus crónicas de errancia, Gómez Carrillo, que fue, según dicen, amante de Mata Hari, nos lleva de la mano por Oriente, se nutre de desiertos, viaja a monasterios de Judea, describe islas maravillosas, asiste a la guerra y ve la mortandad sin límites. Muchas de esas páginas tal vez no sean antológicas, pero algunas salen de los empolvados volúmenes como joyas de una época de transición que hoy maravilla. Los modernistas fueron los primeros en quitarse el complejo de un americanismo ingenuo y se sintieron con derecho a comerse el mundo con el pasaporte del talento.Sus congéneres de Europa también iban en contra de la corriente.
Huysmans, por ejemplo, se encerraba en la ficción de sus casas de sueño, a masticar la enfermedad de moda: la hiperestesia. Hartos del progreso y de la técnica, aburridos frente al culto de la razón, los modernistas de Europa se insurgieron en contra del utilitarismo con obras “decadentes, preciosistas, que se negaban a reflejar la realidad o a tomar posiciones científicas” frente a la sociedad. Nuestros modernistas no fueron, pues, simples repetidores de una moda metropolitana, sino los hermanos de un movimiento mundial en contra del utilitarismo y el positivismo. Rubén Darío, Silva y Martí, miraban con sorna la influencia cada vez mayor del imperio protestante del Norte con su confort y su sport y prefireron la bohemia de la absenta con su delirium tremens.
José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía. Heredero de un negocio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor América, en donde viajaba también Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los Cuentos negros y “lo mejor de mi obra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, les cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa. Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès, Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones.
El protagonista de la novela se enreda con una bella mujer, la Orloff, a quien encuentra después en el lecho dedicada al arte de Lesbos con una de sus amigas: "Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco, duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra".
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”. Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Vivienne, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachís.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarnación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo. A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro.
En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después. Por eso la lectura de De sobremesa y otras obras en prosa de esa generación, nos indica que la generación modernista fue un destello maravilloso que hoy sigue iluminando en latinoamérica, pues responde a las inquietudes frente al progreso, la frivolidad y la codicia generalizados en el mundo.