Eduardo García Aguilar
Durante los homenajes realizados a Gabriel García Márquez en Moscú y París varios conferencistas, entre ellos traductores y biógrafos de diversas nacionalidades, rusos, japoneses, franceses, norteamericanos, suizos y colombianos, abordaron desde diversos ángulos la obra del famoso escritor colombiano. En general expresaron su admiración por el novelista, analizaron un punto específico de su obra y sus actividades colaterales, o contaron anécdotas vitales y chispeantes ocurridas en compañía de este caribeño afable y divertido.
Pero en medio de todas esas entusiastas reflexiones, quise tratar de entender con espíritu crítico el desaforado fenómeno de glorificación hagiográfica que se ha tejido en los últimos meses con motivo de su cumpleaños 80 y el aniversario número 40 de la publicación de su obra cumbre Cien Años de Soledad. En esas ceremonias oficiales participaron los gobiernos y las instituciones colombianas y españolas, el Rey de España, los presidentes de ambos países y en masa miles de invitados, funcionarios, escritores, políticos, ministros, personajes de farándula, magnates de prensa y millonarios, señoras de la alta sociedad, generales, coroneles, arzobispos, estudiantes, lagartos y público en general, convocados en actos faraónicos en Medellín, Bogotá, Cartagena y otras ciudades del mundo.
Todos reconocemos sin lugar a dudas la calidad de muchas de las obras del homenajeado, y tenemos un gran afecto por ese big brother que hemos visto en el firmamento desde hace 40 años ininterrumpidos de fama, pero a veces se tiene la sensación de que en la desbocada carroza del éxito y la gloria la figura del hombre se instrumentaliza de manera política para intereses nacionalistas, editoriales o de expansión de la lengua española.
Y cuando se concentra en una sola figura en estos tiempos tan mediáticos la luz de las cámaras, suelen cometerse injusticias con decenas de otros autores del continente latinoamericano que tienen también obras notables en poesía, ensayo y narrativa y que podrían a su vez ser objeto de difusión masiva.
Pareciera que el resto de autores del continente no existiera y que personas extrañas a la literatura hubieran decretado para siempre un canon literario definitivo y apresurado del que se excluye para siempre a autores de cuatro generaciones que han ejercido su actividad desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
García Márquez es un personaje muy especial pues se concentran en él además de la literatura, cuatro de los oficios más generalizados en los tiempos modernos: el periodismo, la publicidad, la política y el cine. Un buen periodista sabe instrumentalizar y lograr objetivos de difusión mucho más percutantes que un autor modesto dedicado en exclusiva a la poesía, el ensayo o la academia.
Con la publicidad, que ejerció el Nóbel en algún momento en México, se aprenden fórmulas para lograr por medio de frases impactantes o acontecimientos mediáticos efectos multiplicadores en la opinión. Con la política, en la que el maestro es también un experto, y con la cercanía de los poderosos, este tipo de autores como Neruda, Saramago y Vargas Llosa, que ya va por su doctorado honoris causa número 40, logran tener homenajes, glorificaciones oficiales y aumento de las cortes áulicas que generan una bola de nieve permanente de éxito, dinero, fama y glamour. Y con el cine a su vez el impacto de las obras de ficción accede a públicos más vastos, por lo que muchas veces un autor no necesita ya ser leído para ser conocido. Un extraño proceso de sincretismo hace que los límites entre lo escrito y lo visto en cine y televisión se difuminen merced a este séptimo arte que ha sido desde siempre una pasión para el autor colombiano.
Pero para explicar el gran fenómeno de deificación hasta la asfixia de García Márquez, de la que él es ajeno, habría que tratar de situar también históricamente el fenómeno de su entronización como una especie de ídolo babilónico.
Curiosamente la novela Cien años de Soledad salió el mismo año en que surgió otro mito latinoamericano, el del guerrillero Ernesto Che Guevara, cuya figura crística de héroe crucificado, abatido y yaciente, sigue viva en el mundo entero y parece iniciar una carrera milenaria de orden religioso como el Buda, Jesús o San Francisco de Asís. Este mismo año 2007 se celebran a su vez el 40 aniversario de ambos acontecimientos, que son dos caras de la misma moneda, pues representan la necesidad que tuvo el continente de afirmarse política y culturalmente después de siglos de colonización española y décadas de hegemonía militar norteamericana sobre las bananas repúblicas.
En esos años 60 la coyuntura mundial se caracterizaba por el auge del movimiento hippie de liberación humanista y el cambio de costumbres de la juventud surgido como protesta contra las actividades bélicas estadounidenses en el mundo, especialmente con la Guerra de Vietnam y la desestabilizacion de una Cuba, gobernada por los barbudos, y cuyo experimento suscitaba ingenuo entusiasmo en las élites intelectuales europeas y los sectores influidos por la poderosa ideología expansionista de la Unión Soviética.
Los países del Tercer Mundo encontraron en los soldados del Vietcong, en los rebeldes africanos y árabes y en el Che Guevara y los barbudos cubanos los modelos de lucha liberadora antiimperialista de los pueblos tercermundistas. Al mismo tiempo, en el campo cultural y del imaginario, la obra del joven García Márquez y su figura popular de descomplicado bigotón caribe de camisas floreadas opuesto al elitista Jorge Luis Borges, fue la expresión máxima mundial de esa reivindicación popular continental que encontró émulos en África, los países asiáticos y en las juventudes del rico Occidente conmovidas por la rebelión de mayo de 1968. De esa manera la figura del autor colombiano inició una carrera de glorificación permanente parecida a la que en su momento desempeñaron León Tolstoi en Rusia, Rabindranath Tagore en Bengala y Pablo Neruda en América Latina.
En el caso del colombiano, esa figura representaba la reivindicación del pueblo latinoamericano, que recibía así un bálsamo de autoestima y afirmación frente al mundo europeo y anglosajón: como ocurre con el fútbol brasileño, podíamos decir por fin que uno de los nuestros era el mejor escritor del mundo y su figura radiante, infalible, omnipresente, omnisciente, todopoderosa, chistosa y milagrosa aparecía sobre el firmamento como el Sol Rojo de Mao Tse Tung. Y en el transfondo aparecía también la otra deidad, el Che Guevara, tierna y buena, milagrosa e infinitamente salvadora.
Ambos iniciaron así juntos su camino hacia la petrificacion mítica desde 1967, efemérides que hoy celebran ya no sólo los revolucionarios y los poetas famélicos sino presidentes, reyes, arzobispos, generales, empresarios, magnates, señoras encopetadas y personajes de la farándula concentrados como en los Funerales de la Mama Grande bajo el patrocino del Papa, el Rey, el señor Presidente, las autoridades civiles y militares y la apolillada Academia de la Lengua.
Durante los homenajes realizados a Gabriel García Márquez en Moscú y París varios conferencistas, entre ellos traductores y biógrafos de diversas nacionalidades, rusos, japoneses, franceses, norteamericanos, suizos y colombianos, abordaron desde diversos ángulos la obra del famoso escritor colombiano. En general expresaron su admiración por el novelista, analizaron un punto específico de su obra y sus actividades colaterales, o contaron anécdotas vitales y chispeantes ocurridas en compañía de este caribeño afable y divertido.
Pero en medio de todas esas entusiastas reflexiones, quise tratar de entender con espíritu crítico el desaforado fenómeno de glorificación hagiográfica que se ha tejido en los últimos meses con motivo de su cumpleaños 80 y el aniversario número 40 de la publicación de su obra cumbre Cien Años de Soledad. En esas ceremonias oficiales participaron los gobiernos y las instituciones colombianas y españolas, el Rey de España, los presidentes de ambos países y en masa miles de invitados, funcionarios, escritores, políticos, ministros, personajes de farándula, magnates de prensa y millonarios, señoras de la alta sociedad, generales, coroneles, arzobispos, estudiantes, lagartos y público en general, convocados en actos faraónicos en Medellín, Bogotá, Cartagena y otras ciudades del mundo.
Todos reconocemos sin lugar a dudas la calidad de muchas de las obras del homenajeado, y tenemos un gran afecto por ese big brother que hemos visto en el firmamento desde hace 40 años ininterrumpidos de fama, pero a veces se tiene la sensación de que en la desbocada carroza del éxito y la gloria la figura del hombre se instrumentaliza de manera política para intereses nacionalistas, editoriales o de expansión de la lengua española.
Y cuando se concentra en una sola figura en estos tiempos tan mediáticos la luz de las cámaras, suelen cometerse injusticias con decenas de otros autores del continente latinoamericano que tienen también obras notables en poesía, ensayo y narrativa y que podrían a su vez ser objeto de difusión masiva.
Pareciera que el resto de autores del continente no existiera y que personas extrañas a la literatura hubieran decretado para siempre un canon literario definitivo y apresurado del que se excluye para siempre a autores de cuatro generaciones que han ejercido su actividad desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
García Márquez es un personaje muy especial pues se concentran en él además de la literatura, cuatro de los oficios más generalizados en los tiempos modernos: el periodismo, la publicidad, la política y el cine. Un buen periodista sabe instrumentalizar y lograr objetivos de difusión mucho más percutantes que un autor modesto dedicado en exclusiva a la poesía, el ensayo o la academia.
Con la publicidad, que ejerció el Nóbel en algún momento en México, se aprenden fórmulas para lograr por medio de frases impactantes o acontecimientos mediáticos efectos multiplicadores en la opinión. Con la política, en la que el maestro es también un experto, y con la cercanía de los poderosos, este tipo de autores como Neruda, Saramago y Vargas Llosa, que ya va por su doctorado honoris causa número 40, logran tener homenajes, glorificaciones oficiales y aumento de las cortes áulicas que generan una bola de nieve permanente de éxito, dinero, fama y glamour. Y con el cine a su vez el impacto de las obras de ficción accede a públicos más vastos, por lo que muchas veces un autor no necesita ya ser leído para ser conocido. Un extraño proceso de sincretismo hace que los límites entre lo escrito y lo visto en cine y televisión se difuminen merced a este séptimo arte que ha sido desde siempre una pasión para el autor colombiano.
Pero para explicar el gran fenómeno de deificación hasta la asfixia de García Márquez, de la que él es ajeno, habría que tratar de situar también históricamente el fenómeno de su entronización como una especie de ídolo babilónico.
Curiosamente la novela Cien años de Soledad salió el mismo año en que surgió otro mito latinoamericano, el del guerrillero Ernesto Che Guevara, cuya figura crística de héroe crucificado, abatido y yaciente, sigue viva en el mundo entero y parece iniciar una carrera milenaria de orden religioso como el Buda, Jesús o San Francisco de Asís. Este mismo año 2007 se celebran a su vez el 40 aniversario de ambos acontecimientos, que son dos caras de la misma moneda, pues representan la necesidad que tuvo el continente de afirmarse política y culturalmente después de siglos de colonización española y décadas de hegemonía militar norteamericana sobre las bananas repúblicas.
En esos años 60 la coyuntura mundial se caracterizaba por el auge del movimiento hippie de liberación humanista y el cambio de costumbres de la juventud surgido como protesta contra las actividades bélicas estadounidenses en el mundo, especialmente con la Guerra de Vietnam y la desestabilizacion de una Cuba, gobernada por los barbudos, y cuyo experimento suscitaba ingenuo entusiasmo en las élites intelectuales europeas y los sectores influidos por la poderosa ideología expansionista de la Unión Soviética.
Los países del Tercer Mundo encontraron en los soldados del Vietcong, en los rebeldes africanos y árabes y en el Che Guevara y los barbudos cubanos los modelos de lucha liberadora antiimperialista de los pueblos tercermundistas. Al mismo tiempo, en el campo cultural y del imaginario, la obra del joven García Márquez y su figura popular de descomplicado bigotón caribe de camisas floreadas opuesto al elitista Jorge Luis Borges, fue la expresión máxima mundial de esa reivindicación popular continental que encontró émulos en África, los países asiáticos y en las juventudes del rico Occidente conmovidas por la rebelión de mayo de 1968. De esa manera la figura del autor colombiano inició una carrera de glorificación permanente parecida a la que en su momento desempeñaron León Tolstoi en Rusia, Rabindranath Tagore en Bengala y Pablo Neruda en América Latina.
En el caso del colombiano, esa figura representaba la reivindicación del pueblo latinoamericano, que recibía así un bálsamo de autoestima y afirmación frente al mundo europeo y anglosajón: como ocurre con el fútbol brasileño, podíamos decir por fin que uno de los nuestros era el mejor escritor del mundo y su figura radiante, infalible, omnipresente, omnisciente, todopoderosa, chistosa y milagrosa aparecía sobre el firmamento como el Sol Rojo de Mao Tse Tung. Y en el transfondo aparecía también la otra deidad, el Che Guevara, tierna y buena, milagrosa e infinitamente salvadora.
Ambos iniciaron así juntos su camino hacia la petrificacion mítica desde 1967, efemérides que hoy celebran ya no sólo los revolucionarios y los poetas famélicos sino presidentes, reyes, arzobispos, generales, empresarios, magnates, señoras encopetadas y personajes de la farándula concentrados como en los Funerales de la Mama Grande bajo el patrocino del Papa, el Rey, el señor Presidente, las autoridades civiles y militares y la apolillada Academia de la Lengua.
Que Dios los bendiga a todos y se eleven pronto al reino de los cielos.
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