Por Eduardo García Aguilar
Se ha buscado siempre la posibilidad de remediar los males del mundo sin que hasta ahora se encuentre la fórmula. Cada año que pasa el balance es el mismo: una mezcla de tragedias naturales, temblores, tsunamis, deslizamientos, inundaciones, a las que se agregan los despropósitos efectuados por la propia humanidad violenta. O sea una sucesión real y terrible de videojuegos de la muerte aquí y en Cafarnaún.
Este diciembre los pistoleros y los suicidas fanáticos islamistas salieron para inmolar a la líder paquistaní Benazir Bhutto, que se une al destino de Mahatma Gandhi y de la política india Indira Gandhi, como si en esa tierra milenaria de donde todos venimos la violencia fuera la única vía para solucionar las contradicciones políticas.
Al concluir el año los cuerpos descuartizados de sus seguidores proyectados por la explosión nos recuerdan que no sólo allí sino en casi todos los países del mundo el asesinato es una de las artes mayores, pues hasta el propio líder sueco social demócrata Olaf Palme cayó bajo las balas asesinas, como en Estados Unidos lo fueron John Fitzgerald Kennedy, su hermano Robert y el líder negro pacifista Martin Luther King.
De los primeros recuerdos de infancia está la imagen en cámara lenta de la limusina descapotable del joven presidente estadounidense que cae abatido bajo las balas de Lee Harvey Oswald, quien a su vez poco después caería acribillado por las de un tipo con pinta y sombrero de mafioso italiano llamado Jack Ruby. Antes de la llegada a la Luna los niños ya sabíamos que el crimen es el arte esencial de los políticos y desde entonces comprendemos que en este mundo de intereses, codicias y grandes negocios el lenguaje de las armas es la regla y la excepción la paz, la tolerancia y el diálogo.
Por esos años los niños colombianos tuvimos otra imagen conmovedora: la del cura guerrillero colombiano Camilo Torres, cuyo rostro apareció en las primeras planas de los periódicos con ese rictus de muerte, la hirsuta barba y el silencio de quien nunca hablaría ya más que en el mito. Y un año después, desde Bolivia, nos llegaba la imagen de otro guerrillero latinoamericano, esta vez el Che Guevara, que en este año que termina cumplió 40 anos de ser ejecutado tras su captura en las montañas de Bolivia y cuya imagen está viva para bien o para mal en el mundo.
Desde entonces en una progresión geométrica, Colombia siguió el camino de la muerte, superando cada década el horror de las anteriores. Los niños de entonces escuchábamos los relatos de La Violencia que dejó cientos de miles de muertos tras el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán. Y nombres como el de la policía “chulavita”, que eran los paramilitares de la época, quedaron para siempre grabados en nuestra memoria junto a sus métodos de tortura y exterminio, incluso contra cuerpos ya inertes, como el tristemente célebre “corte de franela”.
Medio siglo después los nuevos “chulavitas” son los narcoparamilitares y sus métodos superan en horror los de aquellos, con sus famosas motosierras, sicarios y masacres, que son más genocidios que otra cosa. Un partido político completo con miles de militantes fue exterminado por esas temibles fuerzas paramilitares que ejecutaron a miles y miles de opositores o supuestos opositores, sacerdotes, profesores, sindicalistas, obreros, intelectuales, que apenas comienzan a salir de las fosas comunes parecidas a las de Argentina, Chile, Uruguay, Serbia, Bosnia y Ruanda. Y hasta hoy no se sabe quiénes fueron los autores intelectuales de esa matanza.
Y lo que nunca se vio ocurrió: los líderes de esas fuerzas criminales narcoparamilitares fueron recibidos en el Congreso por los padres de la patria que, al parecer, casi en su mayoría son sólo testaferros de esas temibles fuerzas incrustadas en el Estado con la anuencia de la vieja clase dirigente.
Si los niños de ayer oímos hablar de la muerte de Gaitán y de la terrible policía “chulavita”, los niños de hoy oyen hablar de Pablo Escobar y sus sucesores, de los paramilitares y las motosierras y de la guerrilla y los secuestros, mientras día a día escuchan el balance de subversivos muertos o detenidos. No sé si todavía se ha hecho el balance de los guerrilleros dados de baja en el país desde que existe la guerrilla hace medio siglo. Tal vez sean decenas o cientos de miles y la guerrilla sigue ahí. ¿Cuántos guerrilleros más matará la clase dirigente en las próximas décadas? ¿Cuándo llegaremos al millón, a los dos millones, a los 20 millones de subversivos abatidos? A ese paso unos y otros, ejército, paramilitares, narcos y guerrillas exterminarán a los seres humanos de nuestro país y al final el último colombiano vivo que apague la luz y se vaya.
No es consuelo, pero la violencia de nuestro país es sólo un episodio de la violencia humana en general. Si hoy todo el tercer mundo de Asia, Oriente Medio y África está encendido entre atentados, guerras y genocidios, no hay que olvidar que Europa estuvo igual hace apenas medio siglo y que la guerra de los balcanes tiene apenas una década. Y que la Segunda Guerra Mundial está casi tan cerca como el inicio de la Violencia en Colombia.
Todo indica pues que el nuevo año será otro más de cifras y balances de muertes, atentados, partes de guerras y agresiones, en una apocalíptica lucha sin fin por las riquezas del mundo que viene desde los orígenes de la humanidad y es al parecer algo inherente y esencial a su extraña presencia sobre la tierra.
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