jueves, 5 de febrero de 2009

UN LATINOAMERICANO EN VINCENNES


Por Eduardo García Aguilar

En enero de 2009 se cumplieron 40 años de la fundación en París de la Universidad de Vincennes, experimento cultural surgido del movimiento de mayo de 1968, hito para la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX que reunió en su seno, bajo la orientación de Michel Foucault, Gilles Deleuze y François Châtelet, entre otros, a la pléyade de la contracultura francesa de su tiempo.
Fue tal el éxito autogestionario y popular que se dio en sus aulas situadas en medio del bosque de Vincennes, junto a un zoológico, que las autoridades, presas de pánico, la mandaron demoler tres lustros después para que no quedara piedra sobre piedra y las futuras generaciones no supieran nunca que había existido una Sodoma y Gomorra del pensamiento y el saber alternativos, pese a que las ideas y las actitudes generadas allí se volvieron moneda corriente en las grandes y pequeñas universidades del mundo, desde Berkeley a Sydney y desde la Patagonia al estrecho de Behring.
Todas las calumnias abundaban en la prensa retardataria del momento, a la cabeza de la cual figuraba el ultraderechista libelo pro fascista Minute, que acusaba al lugar de ser antro sexual donde los profesores daban clase a estudiantes desnudos que hacían el amor en las aulas, de ser un centro de tráfico de drogas y paraíso del hachís magrebí, protector de adolescentes fugados, además de cueva de Alí Babá receptora de negros, asiáticos, “terroristas” italianos y alemanes, sudamericanos, rusos y árabes depravados, melenudos y sucios.
Como yo venía desde Bogotá en 1974 tocado por las enseñanzas de los profesores de la Universidad Nacional, pude calibrar con sus méritos y defectos el experimento de Vincennes (París 8) sin estar obnubilado. Escuchar durante horas a Châtelet, Deleuze y Guattari, ver a Jacques Lacan de negro con su maletín, participar en las más descabelladas discusiones, después del cuscus, para salvar a los países de la periferia, observar el agite de los estudiantes de cine cuando anunciaban la llegada de Pier Paolo Pasolini, discutir sin trabas sobre los horrores de los totalitarismos soviético, camboyano, cubano y chino, y tener ecos de todas las ideas posibles, me fortaleció en la convicción de que se debe defender a toda costa la laicidad, la libertad y la tolerancia. En ese ambiente obtuve el diploma, por medio de un sistema transversal que facilitaba al estudiante avanzar consiguiendo “unidades de valor” en distintos departamentos dedicados a disciplinas de su interés.
Todo eso ocurría ahí entre el mercado persa que los estudiantes franceses, europeos y tercermundistas instalaron en los corredores y patios de la universidad. Entre el olor de chorizos magrebíes y el tamborileo de las músicas africanas, unos 30 mil estudiantes acudíamos entusiastas a pasar el día en ese universo donde se discutía sin cesar hasta altas horas de la noche sobre la guerra de Vietnam, el surrealismo, el feminismo, el hombre unidimensional, el antiedipo, el judaísmo y el islamismo, el sicoanálisis, la belleza del mestizaje y el desarrollo desigual.
En el Centro de Información para América Latina (CIAL), donde yo trabajaba a cambio de una pequeña beca que me consiguió el uruguayo Sergio Cajarville, vi llegar a exiliados brasileños y del Cono Sur, que hallaron refugio en Vincennes sin imaginar que un día habría un presidente negro en Estados Unidos y que Evo Morales, Lula da Silva, Hugo Chávez y Rafael Correa, personajes muy distintos de los líderes de las oligarquías tradicionales latinoamericanas, gobernarían en Bolivia, Brasil, Venezuela y Ecuador, respectivamente. Ahí en el CIAL publicábamos libros y revistas y dábamos ánimo al espíritu latinoamericano al lado de nuestros amigos árabes, asiáticos, franceses y africanos.
Fueron años extraordinarios de mi vida y fundamentales para mi formación humana, intelectual y literaria y por eso celebro que el diario Liberation haya dedicado un suplemento especial en su honor y creara un espacio para que los entonces alumnos de ese corto experimento expresáramos nuestras sensaciones cargadas de un especial erotismo intelectual.
Muchos franceses de provincia u originarios de las clases desfavorecidas o proletarias subrayan la facilidad que les dio Vincennes para abrirse al pensamiento y a los estudios universitarios, desmitificando en las aulas y en el llamado zouk árabe el muro jerárquico del saber. Para muchos de ellos su vida cambió gracias a esa libertad delirante en tiempos de exclusión. Otros, provenientes de Estados Unidos, América Latina, Europa, Africa o Asia, celebran con afecto esos instantes inolvidables en que se concentró el deseo de saber, en un bosque real y encantado, sucio y prístino a la vez. Y de los archivos de la memoria van saliendo las imágenes de quienes filmaron en Super 8 u otros formatos la vida cotidiana de este permanente Woodstock universitario, como el filme Los muros y la palabra.
El experimento contó con el apoyo, entre otros muchos, de Noam Chomsky, Mario Soares, Jean François Lyotard, Herbert Marcuse, Roland Barthes, Michel Butor, Maria Antonieta Macciocchi, Hélène Cixous. Entre los profesores figuraban Henri Meschonnic, Georges Lapassade, Samir Amin, Nicos Poulantzas, René Scherer, Guy Hocqhenghem, Michel Beaud, Pierre Vidal-Naquet, Jean Pierre Balp, Madeleine Rébérioux, Nikos Dimadis, Zouzi Chebbi. Y entre los latinoamericanos estaban Rubén Barreiro Saguier, Alfredo Bryce, Saúl Yurkievitch, Sergio Cajarville y Miguel Rojas Mix.
Todos estos nombres de profesores generosos deben ser mencionados al lado de miles de alumnos que no olvidan esos años locos que los marcaron para siempre y generaron una actitud libertaria ante la vida que sobrevivió a los funestos y tenebrosos tiempos de Reagan, Thatcher y Bush. Luchaban todos ellos contra el racismo, la intolerancia y la exclusión, por el pensar libre y contra las jerarquías absurdas y excluyentes, contra el capitalismo desigual y salvaje; y su lucha por la libertad no fue en vano. Esos nombres están vivos. Vincennes, la del bosque, sigue viva.
* La imagen arriba es del Castillo de Vincennes, donde estuvo preso el marqués de Sade.

2 comentarios:

EKO dijo...

Hace años recorrí con devoción los pasillos del Castillo, tocando con las manos las lozas por donde -me imaginé- caminó el divino marquéz. Seguramnete esos muros son los mismos del retrato de Max Ernst. Texto espléndido

Hector Milla dijo...

Llego a esta entrada en 2016, siete años después. Fui estudiante latinoamericano en Vincennes entre 1975 y el final de Vincennes, de los últimos en abandonar la universidad. Conocí a Sergio Cajarville que fue como un padre para mi. Entonces tenía 20 años. Ayudaba en las tareas del CIAL y tengo una buena memoria de esos años. Gracias por el post.