Los amigos de periodizaciones históricas encontrarían gran dificultad para situar a Eduardo Carranza en el panorama de las letras colombianas y latinoamericanas. Si fuera exacta la idea de que un movimiento sigue a otro por obra y gracia de un proceso evolucionista, la poesía, que es tal vez la forma más profunda y luminosa del conocimiento humano, perdería el carácter intemporal que hace de ella un relámpago sobre los siglos. En un Olimpo secreto y deliciosamente anacrónico, se reúnen los poetas y no encuentran dificultad para entenderse, por una razón muy simple : conocen la esencia de las cosas, o al menos perciben la imposibilidad de conocerla. Siempre, a través de los siglos, por encima de las guerras y de las catástrofes, el género humano producirá esos extraños seres que buscan detener lo imposible con palabras. El día en que en este mundo ya no haya luz y todo semeje una enorme caverna, habrá un solitario que cantará a los musgos, a la humanidad, a la tiniebla. Y ese canto, aunque es único, tiene la misma fuerza e idéntica liviandad en los tiempos de Propercio, de Joachim du Bellay o del poeta futuro.
Eduardo Carranza, que nació en 1913 en los extensos llanos orientales de Colombia, habría tenido que cantar a los aviones o a las bombas atómicas, si fuera cierto que las minucias del tiempo debieran reflejarse en el poema. Tal poesía cataloga objetos que se acaban y desedeña al hombre, sin saber que las ideas pasan y los hombres quedan, con sus paisajes y nostalgias, sus desdichas y triunfos. La voz de un poeta, aún la de aquellos desconocidos y secretos, es siempre una ventana que se abre a ciudades lejanas cuyas cúpulas tienen un brillo proporcional a la entrega de quien la pronuncia. En un poema de Carranza, dedicado a un gran poeta místico de Colombia que murió loco y siempre viajó a contracorriente, « Cantata en honor de Antonio Llanos », el poeta nos dice :
El día como un rojo gavilán
Volaba entre palmeras y cruzaba
Una venada blanca con su cinta
Azul. La juventud con una brasa
O un lucero en la mano atravesaba
Entre doncellas como una floresta
O una isla de árboles frutales.
«Lo que una vez ha sido será siempre ! »
Somos memoria solamente, tiempo
Con pisadas de música, de lluvia,
Como en tu poesía, maestro mío.
A veces a las playas del insomnio,
Vuelvo a encontrar los ángeles de entonces,
Las voces por los tiempos sepultadas
Los besos por el tiempo apenumbrados,
Los pasos que llevan al amor
Cubiertos de silencio y de nostalgia.
Y oigo latir el corazón del tiempo
Y el rumor submarino del pasado.
Oigo los sueños que suspiran y oigo
La luna andando, entre palmeras, sola.
Carranza publicó en 1936 « Canciones para iniciar una fiesta », convirtiéndose en el portaestandarte del « piedracielismo », movimiento poético que se reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 23 o 24 años. En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque se dedicaran a asustar señoras sino porque retornaban a la voz de Garcilaso, buscaban en un mundo ideal los ritmos de una poesía que la ciencia, el progreso y la academia habían convertido en un horroroso lánguido camello de papier maché para opereta. Carranza y los piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y guamos. Un señor, muy piernijunto él, don Juan Lozano y Lozano, llegó a decir de ese movimiento que « en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad ».
Esa patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces « un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar ». En las primeras obras del poeta los poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como corazón , no podían ni podrán comprender esta poesía hedónica.
En los poemas de « El olvidado » (1948-1954), por ejemplo, dice « La primavera con sus largas piernas, / huía riendo como una muchacha » o « la llama blanca de un jazmín ardía » o « crecen, a veces, cuando estás dormida/ a través de tus sueños los jardines » o « El silencio dobla la esquina de tu calle » o « Una barca desciende, paralela,/ llena de flores, rumbo a la mañana » o « Se abren las puertas de la lluvia,/ y en algo entramos tan hermoso/ como una casa de aire y flores ».
Estos versos sacudieron la poesía de ese país sudamericano. Hasta ellos y poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de cartón sobre las que cada día los cultores seudo grecolatinos del país, como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con énfasis cada vez más asfixiante estatuas de cemento, cruces de acero, madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas dormidos. Los poetas de entonces, con la excepción de Silva, el extraterrestre, terminaban por tradición de politiqueros en el « honorable » Senado de la República. La poesía era para ellos una variante del discurso, una forma menor de la arenga. Enfundados en sus lustrosas levitas, con sus sombreros chaplinescos y sus cuellos almidonados, los que tuvieron la desgracia de vivir en esos años, se alumbraban con cirios para escribir poemas sobre ataúdes de cedro. Como una corbata de plomo, el incienso se colgó de los versos para ahogarlos. Los de la Gruta Simbólica, todos ellos malditos, surgieron a finales del XIX para convertirse en la otra cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y Lozano.
Escuchemos « Cantando en la lejanía » :
Crecen las flores hacia tus pestañas.
Te rodea la música lo mismo
Que a las islas el canto de la espuma,
Tu frente pura se deshoja en nubes
De silencio, de gracia, de nostalgia.
Como esa estela de flotantes nubes
Que sigue el curso de los grandes ríos,
Alta, celeste, vas sobre mi sangre.
Y en sus márgenes eres como una
Blanca floresta de alas y de sueños.
La mañana se acerca de puntillas
Como una doncella de rocío
En tu ventana y en tu voz aprende.
La tarde apoya su dorada frente
En tus cristales. Tu piensas la tarde.
Los ríos llevan hacia el mar su imagen
Que ha de brillar en los futuros nácares.
Qué invisible Pompeya de ademanes
Y de imágenes tuyas en el aire :
Por ella va mi alma, ojos absortos !
Antes de que las sombras del fin vinieran a perturbarlo para producir la eterna Epístola mortal, Carranza siguió cultivando con rebeldía una llama de alegría y de conciliación con la naturaleza como en « Se Canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha » o los sonetos de « Azul de ti », cuyos solos nombres indican su materia : « Alazul », « Muchacha como isla », « Soneto atravesado por un río », « María con un jazmín de lágrimas », « Espacio de mi voz », « Soneto asomado a la ventana » o « El poeta se despide de las muchachas ».
El poeta todavía está en el medio del camino de la vida y nada lo turba como una piel o unas manos, un aliento o una cabellera, una seda, un seno, unos ojos, un perfume. Este conjunto de textos gratos, que parecieron contradecir el sino trágico del desdichado, están, sin embargo, cruzados por un río siniestro. Detrás de lo más bello y puro, junto a las azules ventanas de un mundo imaginario, los demonios acechan y se ríen. En la blancura angelical de los sonetos, ciertas caries fatídicas son apenas cubiertas por el marfil de una felicidad que siempre trae su carga de desgracia. En estos versos de Carranza, el lúcido lector descubre tras el paraíso, los túneles, las cavernas, el ruido incontenible del detritus, el galope súbito de ciertos alazanes funerarios. Tanta belleza semeja el rostro florecido de una doncella muerta.
En « Los pasos cantados », dice :
… Bueno es a veces detenerse un poco
en medio del camino de la vida,
y mirar, a lo lejos, como absortos.
Vamos desde el recuerdo a la esperanza
Por el puente instantáneo del presente ;
Del ayer al mañana caminamos,
Unidos por el aire y por las flores.
Vamos pisando como un tenue prado
Ese niño que fuimos, caminamos
Pisando como un suelo de jardín
Enardecido, ese adolescente
Con su traje sonámbulo de besos
que también fuimos cuando Dios quería.
Como tierra mezclada con el cielo
Vamos pisando al joven de los sueños,
De los sueños,
De los sueños, de los sueños, de los sueños…
De ahí para adelante Carranza tratará de rescatar al niño ; y toda su poesía, que se carga de soledades, extranjeros y violetas, cantará la nostalgia de su mundo. Mientras la terrible antropolatría atea, con su carroza de ciencias y de técnicas, trataba encontrar razones para la sinrazón, Carranza seguía cabalgando en un corcel de niño. No estaba equivocado. El poeta, el verdadero instrumento de la palabra, es un niño eterno que ve morir su cuerpo, y celebra como un emperador el incendio de la propia ciudad de sus ensueños. La poesía es la perversa voz de los niños, una voz hermosísima y terrible. Es el ángel de Rilke que dicta tras la puerta. La gran tragedia de Carranza y de todos los seres humanos, es tener conciencia de haber sido infantes. La nostalgia de su voz, el recuerdo punzante de su contacto con la tierra y con el bosque, la memoria de un nido de pájaros destruido al azar, el sueño de una carretera polvorienta, son sólo algunas de las punzadas que nos hieren día a día. La juventud, que debería ser dicha, carga la sombra inatajable de su fin y una lágrima del tamaño del mundo nos inunda y ahoga. En el poema « El nino del retrato », dice el poeta :
Entre cuantos he sido me perturba,
Más que ninguno otro aquel
De la barca : vestido marinero
La frente que ya todo lo soñaba
Y ojos desamparados.
Y a veces me desvelo imaginando
Como tocar podré esa mano mía ,
Como podré volver a esa mirada
Donde volaban visionarios ángeles
Hacia mi ahora :
Donde los días caminan en silencio
Hacia el secreto adolescente triste
Y el joven victorioso en su relámpago
Y el que su vida atravesó, jinete
En rojo potro.
Me hago el dormido a veces esperando
Despertar a ese niño del retrato
Que duerme por los siglos de los siglos
-y en el fondo del tiempo y de mi vida –
y que ya te miraba.
Después, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, Carranza se rebela contra la muerte. El gran poeta Propercio, furioso hace dos milenios porque Cinthya lo engañaba y se negaba a ser suya, desdeñando su amor, la poseyó para siempre en la eternidad del poema. Usando el poder que le confiere este arte maravilloso, la hace prisionera suya para siempre. De igual forma Carranza conjuró su fin en esta Epístola, que comienza diciendo :
Miro un retrato : todos están muertos;
Poetas que adoró mi adolescencia
Ojeo un álbum familiar y pasan
Trajes y sombras y perfumes muertos.
(Desangrados de azul yacen mis sueños)
Carranza pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los paisajes, para decirnos que « somos antepasados de otros muertos » y que sólo esperamos « el tiro de gracia ». Esa verdad terrible aparece en todo su esplendor, y Carranza no tiene compasión para hacer sonar las trompetas del juicio. Este largo poema es totalmente disitinto del tono de su obra. Parece un dictado texto de la noche. El fruto de una ebriedad sobrenatural, la prueba de que el poeta es un elegido, un ser dotado de ciertos sentidos secretos. Si la poesía es una terrible enfermedad, Epistola mortal es el síntoma más notorio de que el virus glorioso ya domina su genio. Es la hora del llamado y el poeta que ya habló con los abismos cóncavos nos dice la verdad. Cada uno de los versos de este poema está dotado de una fuerza devastadora y quien lo lee no puede evitar estremecerse. La vista del funesto alegórico pudo haberlo acodado a esa revelación :
Las niñas de Primera comunión
De cuyas manos vuela una paloma,
Las blancas novias que arden en su hoguera,
Días y bailes, reyes destinados
Y coronas caídas en el polvo,
La manzana y el cámbulo, el turpial,
El tigre, la venada, los pescados,
El rocío, mi sombra, estas palabras :
Todo muriò mañana ! Ya está muerto.
El polvo es nuestra cara verdadera
Eso nos indica que Eduardo Carranza si está vivo y anda hoy entre nosotros.
* Ensayo publicado en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica en México D. F., en 1984.
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