sábado, 12 de febrero de 2011

LECCIONES DE LA REVOLUCIÓN EGIPCIA

Por Eduardo García Aguilar
Como todas las revoluciones, nadie vio venir la de Egipto, porque su régimen parecía inamovible, ungido por los dioses faraónicos del miedo con la complicidad terrena de las grandes potencias, confiadas en la sumisión ancestral de ese pueblo.
En directo, desde la plaza Liberación, los humanos vieron la tenacidad de un sorpresivo pueblo unido dispuesto a tumbar a sus tiranos, encabezados por Hosni Mubarak, que llegó al poder hace 30 años tras la muerte en vivo de Anuar el Sadat, acribillado por una facción del ejército, molesta porque firmó la paz con Israel.
El régimen de Mubarak era una enorme pirámide de piedra que impedia la caída como dominós de todos los países de la región en un caos total capaz de provocar una Tercera Guerra Mundial. Ese megalito anclado en los desiertos y bordeado por las aguas del Nilo, era una cuña perfecta, una muralla china capaz de sostener por una lado a los tiránicos regímenes de Arabia Saudita, los Emiratos, Yemen, Sudán y Etiopía, las pequeñas tiranías siria, libanesa y jordana y por otro a los países autoritarios del Magreb bañados por las aguas del Mediterráneo.
Y en medio del juego, el menhir egipcio era capaz de tranquilizar a Israel y mantener en una ebullición sin consecuencias, asfixiados, a los territorios palestinos, confinados en una precaria inexistencia de facto. Y también mantener quietos a Irak e Irán, otras semipotencias instaladas sobre ingentes riquezas minerales y petroleras, capaces de estremecer al mundo con sus movimientos y estados de ánimo.
Mubarak era una esfinge necesaria y por sus servicios las grandes potencias y sus analistas lo convirtieron en un gran estadista, a quien el paso de las décadas no hacía mella, con su pelo teñido de estricto negro y las sucesivas operaciones de su rostro, que hicieron de él una máscara de sarcófago carente de gestos a sus 82 años.
Después de la caída del mínimo Ben Alí en Túnez, el mundo estuvo y está pendiente de Egipto porque de lo que pase allí depende el futuro del orbe en las próximas décadas. Los seres humanos asistimos inermes al estallido de pequeñas guerras sucesivas, en los Balcanes, Líbano, Irak, Irán, Afganistán y Pakistán, India, Corea, Georgia, Chechenia, que arden momentáneamente y luego se apagan dejando cenizas ardientes cual signos de un gran malestar planetario, basado en la codicia de las riquezas del subsuelo y su control futuro.
La Segunda Guerra Mundial terminó hace sólo 65 años, pero todos sabemos que vivimos sobre un polvorín y que una nueva chispa puede volvernos al horror de aquellos anos terribles de Stalin, Hitler, Mussolini, Churchill y Eisenhower. Todavía en los suburbios de las ciudades europeas se desentierran bombas de esa época que pueden estallar, y la última fue esta semana, en Boulogne, a un lado de París, cuando se evacuó todo un barrio para proceder al desminado del enorme objeto explosivo.
Y como esas bombas, también están vivas las ideas nefastas: los partidos fascistas crecen de nuevo en Europa con su lenguaje de odio hacia los otros y su plan de cerrar fronteras al extranjero, al musulmán, el árabe, el islamista, que desde los ataques del 11 de septiembre en Nueva York se han convertido en los espantajos del mundo, con su payaso máximo, el inasible Osaba bin Laden, el malo de la película de Batman.
Egipto, el de las pirámides, sitio visitado por millones de turistas atraídos por las vistosas imagenes y ruinas de miles de años de historia, era el hermano mayor capaz de mantener a raya a los menores. Gobierno laico, el de Mubarak podía controlar al espectro del fanatismo islámico o la deflagración de las guerras religiosas, pero a cambio impedir el verdadero juego democrático y mantener una enorme mazmorra de torturas para amansar a los rebeldes.
Fue la codicia de Mubarak, su hijo y la corte palaciega la que condujo a este triste fin a un héroe de varias guerras. Acumulando riquezas colosales, la oligarquía egipcia succionó todas las riquezas y no dejó nada para el pueblo, igual como hacen las familias de jeques sauditas y de los Emiratos, el rey de Maruecos, Kadhafi y los líderes sirios y jordanos, entre otros de la zona.
Pero Mubarak y sus apoyos occidentales no contaron con que de repente los niños crecieron y la población se convirtió en un ejército de jóvenes de una nueva era, conectados con el mundo, rápidos, alejados de las costumbres feudales, abiertos a otras lenguas y a otros conocimientos y ávidos de libertad y oportunidades. Fueron ellos los que llenaron la Plaza de la Liberación, los que hicieron despertar a madres, padres, abuelos, tíos y en jornadas inéditas permanecieron allí sin flaquear hasta la caída del tirano y su corte. Pero ahora apenas comienza un nuevo capítulo de insospechados peligros para Egipto, Oriente Medio y el Mundo.


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