Leí por primera el miércoles el poema « La revolución francesa » del poeta y dibujante romántico inglés William Blake (1757-1827) mientras la ciudad estaba cubierta por una pesada capa de bruma y humedad invernal. Descubrí así un extraño texto estremecedor donde se atisba el espanto total de un poder que ha dominado todo durante milenios y de repente ve derrumbarse y hundirse sus cimientos, que parecían inamovibles.
Nobles, clérigos, familia real, pajes, ayudantes, ministros, corte, alguaciles reciben en palacio las inquietantes noticias que vienen de la Bastilla, donde la fuerza popular iracunda e incontenible se dispone a derrumbar sin piedad el viejo régimen de príncipes y favoritos.
El largo fragmento escrito en 1790 por encargo del librero progresista Joseph Johnson hacía parte de un gran conjunto, a la usanza romántica, que Blake nunca concluyó y no fue publicado en vida del autor. Blake era conocido en vida por sus imágenes y solo después sus manuscritos perdidos y recuperados poco a poco, entre otros por Dante Gabriel Rossetti, fueron revelando la magnitud póstuma del escritor, posicionado desde hace mucho tiempo como uno de los clásiscos de la literatura universal e incluido en un volumen de la Biblioteca Personal de Jorge Luis Borges, que tengo en mis manos.
Este fragmento es conmovedor, pues con voz precisa y certera, metáforas, alegorías y figuras magistrales, nos comunica el sismo que significó una revolución, el fin de un mundo y una época cimentada durante miles de años en la creencia de la estirpe divina de los príncipes.
Y los personajes descritos por Blake, representantes del linaje real, los poderes ejecutivo, eclesiástico, militar, se encuentran en el imagiario palacio del Louvre petrificados de miedo ante el cataclismo de la Revolución Francesa de 1789 contra el Antiguo Régimen.
Un verso lo dice todo, cuando expresa que « El rey, envuelto en púrpura y fruncido el regio entrecejo, yacerá junto al oscuro labriego y los gusanos de ambos fraternizarán ».
Se me ocurrió entonces brincar e ir a la Basílica de Saint Denis, donde están sepultados todos los reyes de Francia, cuyos cadáveres fueron desenterrados por la turba y después, durante la Restauración recuperados poco a poco y vueltos a enterrar en esta antigua Catedral situada al norte de París.
En este templo Juana de Arco entregó sus armas en el siglo XV antes de ser supliciada bajo fuego y fue erigido en homenaje a Saint Denis, predicador cristiano que según la leyenda fue decapitado por los romanos en el siglo III y caminó solo llevando su cabeza en sus propias manos hasta el sitio final.
Nunca había venido a este lugar aunque a lo largo de las décadas la tuve a mano, ya que solo basta tomar el metro para llegar hasta sus puertas. La Catedral de Saint Denis sería el equivalente de Westminster, donde están sepultados los monarcas británicos aún no derrocados en tierra de Blake y Byron.
Pero Westminster pervive todavía en un país de monarcas y la Basílica de Saint Denis sobrevive apenas con sus muertos y criptas húmedas y musgosas en los suburbios republicanos de la inmigración y la pobreza, 230 años después la Revolución Francesa.
Cuando descendientes de los reyes franceses como el actual borbón Luis XX, quien es además bisnieto de Francisco Franco, han venido al sitio, se han quejado del deterioro ostensible del lugar, lo que salta a la vista cuando el visitante sale de la boca del metro y se encuentra en un laberinto de nuevos edificios de cemento y plástico construidos en la década de los 70.
En medio de comercios de baratijas y calles sucias este visitante observa una torre y se dirige bajo la lluvia a la antigua construcción gótica, cubierta por la pátina del tiempo, una capa de mugre negra adosada a cada una de sus arcadas, estautas, agujas góticas, rosetas y muros esculpidos.
Lugo entra y ve los mausoleos detrás de rejas visitados por unos cuantos turistas ancianos y comprende con toda claridad gracias al poema de Blake y a la realidad histórica palpable lo que fue de verdad en su momento la Revolución Francesa surgida de la Ilustración, el apocalipsis deflagrante que significó el hecho para los nobles derrocados y pueblo incrédulo que durante milenos se inclinaba ante ellos.
Blake escribió el poema tres años de que Luis XVI fuera decapitado en la plaza de la Concordia, pero ya en este fragmento contaba el estremecimiento del fin de una época histórica, de un sistema de creencias y privilegios, con la voz y la fuerza de la generación romántica.
Ahora, al salir de ese templo y caminar por las calles populares de uno de los suburbios mas pobres de París, recorro la arteria central y veo el ajetreo de los habitantes de hoy, franceses pobres, arabes, africanos, asiáticos más pobres aún, todos ellos ajenos a ese cementerio de reyes decapitados simbólicamente hace dos siglos.
Dos siglos en historia no son nada, por lo que es claro adivinar que la era de los monarcas terminó apenas ayer y que quienes caminamos por estas ruinas hoy somos casi contemporáneos de Danton, Marat y Robespierre, de la Ilustración y el Culto a la Razón.
Bajo la lluvia y la humedad hablo con el humilde policía de guardia y camino luego sobre la misma tierra que vio rendirse a Juana de Arco, hacia la boca de un metro anónimo, sucio, caótico.
Quedo lleno de cavilaciones, pero maravillado por el poder del texto de un gran poeta romántico que murió anónimo y sin fama para mostrar que los grandes monarcas se esfuman y los poetas como Dante y Blake quedan para siempre sin necesidad de coronas.
* En la imagen, el poeta William Blake
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