Por Eduardo García Aguilar
Hace cuarenta años, el 4 de marzo de 1977, se suicidó en Cali Andrés
Caicedo (1951-1977) el mismo día que recibió un ejemplar de la primera
edición de su primera novela ¡Que viva la música!, convertida ya en un clásico de la literatura colombiana, al lado de La María de Jorge Isaacs, La Vorágine de José Eustacio Rivera, Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez y Opio en las nubes de Rafael Chaparro Madiedo (1963-1995), quien también fue precoz y se retiró muy joven del planeta.
Caicedo hace parte de la generación de autores que irrumpió en América
Latina para dar voz a los jóvenes que recibían como antenas toda la
energía de la cultura pop inglesa y la rebelión juvenil aparecida en
Estados Unidos al calor del rock y el movimiento contra la guerra de
Vietnam y en Europa con la revuelta de mayo del 68 y la liberación de
los espíritus y las artes.
En ese sentido Caicedo es el contemporáneo colombiano más joven de la
generación mexicana llamada de la Onda por Margo Glantz, que con José
Agustín y Gustavo Sáinz, entre otros, introdujo el desorden urbano en
México al dejar atrás las literaturas agrarias practicadas por sus
antecesores, aun anclados en la Revolución mexicana y el nacionalismo.
Con ellos entra de lleno a la literatura el sexo, la droga y el rock and
roll.
Con el ojo crítico que siempre lo ha caracterizado, el poeta y crítico
colombiano Juan Gustavo Cobo Borda (1948) tuvo la buena idea de publicar
en Colcultura el libro del precoz escritor de Cali, quien en su corta
vida practicó la crítica cinematográfica, el guión, el cine y fue un
fanático de la música de su tiempo, la misma que se bailaba en los
salones de la capital del valle del Cauca, en ese entonces un centro
cultural y taller de experimentaciones donde se renovó la literatura, el
pensamiento, el teatro y las artes del país.
Caicedo, como casi todos los de la generación llamada Sin Cuenta por
haber nacido en esa década y despertado al arte en la adolescencia en
los cruciales y psicodélicos años 60 y 70, se nutrió de las culturas
mundiales que penetraban y disolvían desde todos los puntos cardinales y
de manera súbita las tradiciones ultraconservadoras y arcaicas de
Colombia y América Latina.
Primero, al lado de sus amigos de la generación de Caliwood, Caicedo fue
asiduo al cine tanto de Hollywood como europeo que llegaba a los
cineclubes de Bogotá y a las ciudades de provincia. El cine italiano de
Visconti, De Sica, Antonioni, Pasolini y tantos otros, la nouvelle vague
francesa, el cine sueco de Bergman, el cine experimental alemán o
latinoamericano, Hitchcock, Wells, Kubrick, eran devorados por esos
muchachos de pelo largo que se parecían a John Lennon y tuvieron la
oportunidad de viajar a Estados Unidos y recorrer los bulevares de Los
Angeles, escrutando la soñada meca del cine.
De esa fascinación suya surgió la idea de crear la revista Ojo al Cine,
donde ejerció la crítica y abrió ventanas y puertas a los jóvenes
lectores de la época. Al lado de Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre
otros, Caicedo participó también con entusiasmo en las primeras
filmaciones con que se iniciaban en el cine pese a los medios precarios
que tenían. Todos ellos desde temprano tuvieron contacto con cámaras
fotográficas y aparatos de filmación que llegaban desde Estados Unidos a
Colombia y eran utilizados con frecuencia en las prósperas clases
medias y altas de la sociedad, ávidas del american way of life. También
practicó el teatro, que reinaba en Cali al mando del gran dramaturgo
Enrique Buenaventura y en todo el país gracias a festivales
internacionales de teatro que traían figuras regionales y mundiales. Y
por supuesto, como todos los de su generación, lo que no era nada
original, Caicedo bailó y gozó la música que protagoniza su novela.
Caicedo, que según la leyenda era hiperactivo, acelerado, atormentado y de vocación suicida, es
el máximo representante colombiano de esa generación Sin Cuenta, cuyas
principales figuras latinoamericanas, curiosamente, murieron
prematuramente y escribieron una obra a toda velocidad antes de que se
los llevara la parca, como fue el caso de Roberto Bolaño. Y además,
Caicedo y Bolaño han seguido escribiendo desde el más allá, desde
ultratumba, pues cada año aparece un nuevo libro de cuentos, novelas,
crónicas, salidas de una inagotable y misteriosa Caja de pandora en la
que sin duda meten mano la industria editorial, los avorazados agentes,
viudas, familiares y ghost writers.
Cuarenta años después de su muerte, el personaje parece más joven que
nunca y seduce a las nuevas generaciones de lectores. Sus libros
comienzan a ser traducidos poco a poco a otras lenguas y como otros
escritores míticos de la eterna juventud como Rimbaud o Lautréamont, son
un ejemplo por la pasión literaria experimentada a toda prueba como un
acto de rebelión artística y humana que se paga con la vida.
Lector de Malcolm Lowry y de muchos otros autores que devoró en aquellos tiempos de antes de internet y la web, el autor de ¡Qué viva la música! nos
fascina y por otro lado refresca el ambiente literario latinoamericano
de estos primeros lustros del siglo XXI, que el arribismo desaforado
auspiciado por las casas editoras multinacionales ha burocratizado,
falsificado y encerrado en literaturas locales rodeadas de muros y con
temas impuestos. A diferencia de muchos narradores contemporáneos
latinoamericanos que parecen antes que todo burócratas de funeraria
avorazados por la codicia de la fama y el éxito fácil, Caicedo y Bolaño
son vida y juventud permanentes y adalides auténticos del riesgo
literario, porque nunca transigieron ni se traicionaron.
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* Publicado en Excélsior. México. Domingo 5 de marzo de 2017.
domingo, 5 de marzo de 2017
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2 comentarios:
Su obra sigue fresca y vital,en estos tiempos de la maquina,en una era hedonista y trasnochada.
Su obra sigue fresca y vital,en estos tiempos de la maquina,en una era hedonista y trasnochada.
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