Por Eduardo García Aguilar
Uno de los rincones
más secretos del mundo
de los libros en Manizales era la librería Mi Libro que regentaba Pablo Pachón y donde varias
generaciones de estudiantes y bibliófilos de la ciudad pasaron en busca de libros baratos y de
ocasión, sorpresas
escondidas en las estanterías. El dueño era un hombre de baja estatura, moreno, personaje chaplinesco de sombero
bombín y corbatín como Leonardo
Quijano y sin duda pertenecía a la cofradía secreta de la gente de izquierda en una ciudad donde ellos constituían la más absoluta y
sospechosa minoría.
Todos recordamos la
primera vez que ingresamos allí para curiosear palpando las estanterías a veces empolvadas e iniciar así una larga relación con las librerías de viejo, que
tienen siempre la capacidad de seducir a los que ya infectados por la literatura
y el pensamiento, pasarán desde entonces ligados a los libros día a día a lo largo de la existencia.
El diminuto lugar
donde tuvo su sede durante largos años quedaba en la carrera veintitrés entre 26 y 27 y su vitrina
era observada con codicia por muchos que no tenían dinero para adquirir los libros y se solazaban al menos
observando los volúmenes que Pachón colocaba allí de acuerdo a su caprichoso criterio. Uno se aventuraba a ingresar por lo
regular con algún amigo del colegio que compartía la pasión por las letras y ya adentro establecía conversación informal con quien bien podría ser un personaje de novela rusa.
En aquel entonces
los libros eran una pasión generalizada entre muchos miembros de generaciones distintas y diversas
ideologías o creencias, que aun pertenecían a ese viejo mundo del humanismo renacentista de los tiempos
de Gutenberg y para quienes las bibliotecas, los libros y las estanterías de finas maderas
repletas de libros constituían un signo de elevación y elegancia.
Puedo imaginar
entonces que todas las figuras del pensamiento y las letras de la ciudad, desde
los más excéntricos
escritores como José Velez Sáenz e Iván Cocherín hasta estudiantes o profesionales que exploraban más allá de sus disciplinas
técnicas, frecuentaban tal vez aquel lugar y sostenían una relación de complicidad con
el librero, salido como un duende juguetón de las páginas de una novela tan fascinante e inigualada como El Maestro y Margarita
de Mijail Bulgákov, donde Moscú aparecía conmocionada por la llegada de un malevo y retorcido diablo foráneo.
Recuerdo haberle comprado
a Pablo Pachón la biografía de Carlos Marx de Franz Mehring que yo había visto en la biblioteca de Rubén Sierra Mejía, que estuvo alojada un tiempo en la casa del médico Hernando González, cuando el filósofo hacía sus estudios de
posgrado en Francia. Era un libro de pasta dura, azul, muy bien editado y me
acompañó varias noches adolescentes de insomnio. Tuve varias conversaciones con él
y algunas veces, cuando percibía que uno no tenía el dinero suficiente para adquirir un libro, nos invitaba a llevárnoslo y pagarlo
después por cuotas.
Sé que aquella
librería suscitaba suspicacias en algunas familias que sugerían a sus hijas no
frecuentarla porque podían tal vez quedar infectadas por ideas aborrecibles y he escuchado
testimonios de personas que la evitaban y la miraban desde lejos con el mismo
temor que suscitaba el personaje central de El maestro y Margarita de Bulgákov, un luzbel
extranjero de origen incierto que se llamaba Woland y podía hacer todo tipo de
trucos terribles de magia negra.
Algunas veces me
crucé con Pablo Pachón en la calle ya pasado el tiempo y cuando regresaba a la ciudad de visita
y teníamos conversaciones
cortas de esas que se van apurando mientras se camina por las aceras entre el
ajetreo citadino antes de la lluvia. Ahora vuelve a la memoria como a veces
vuelve también la figura de otro librero diferente, que era el dueño de la librería Atalaya, situada
frente al teatro Cumanday, que un día me regañó con razón porque deseaba cambiar un libro de Bertrand Russel que me había ganado en un
concurso escolar por otro de Louis Althusser.
Cada ciudad del
mundo ha tenido y tiene sus libreros de viejo, bautizados por Gabriel García Márquez como
librovejeros, cuando se refería al joven Alvaro Castillo Granada, que es uno de los últimos de esa estirpe
y regenta en Bogotá la librería San Librario, ya convertida poco a poco en mito como otras secretas de la
capital colombiana, entre ellas la gigantesca Merlín que ocupa una
vieja casona del centro.
En Madrid, Praga,
Moscú, Trieste, Roma, París, Múnich, El Cairo,
Buenos Aires, Nueva York o Londres, bibliófilos, bibliópatas, bibliófagos o bibliomaníacos lo primero que hacen al llegar es buscar uno de esos antros y penetrar
en ellos en busca del incunable o la sorpresa nunca soñada.
Pero aunque
naveguemos en inmensos lugares como las librerías de viejo de la calle Donceles en la capital mexicana,
siempre recordamos con emoción esa primera librería de ocasión que frecuentamos de adolescentes, cuando la literatura ya nos había enseñado a volar como en
las Mil y una noches o en El maestro y Margarita.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 24 de octubre de 2021.
* Excelente foto que nos descubre a Pablo Pachón en plena actividad en su feliz oficio.
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