Por Eduardo García Aguilar
Una tarde, caminando por el centro de Bogotá donde
él tenía su oficina, cubierto por su infaltable gabardina, Fernando
Charry Lara me contó su experiencia de haber asistido al velorio de José
Eustasio Rivera (1888-1928), cuyo cadáver vino desde Nueva York a
Bogotá para recibir un apoteósico sepelio como solía ocurrir con los
grandes poetas y escritores de la generación modernista a la que
pertenecieron entre otros Amado Nervo, Rubén Darío, Vargas Vila y José
Marti, entre otros que eran seguidos atentamente por los lectores de ese
tiempo a través de la prensa, los libros importados de España o Francia
y los actos públicos en teatros, cuando un poeta podía mover
multitudes.
Su padre lo había llevado a ver el ataúd y el cuerpo
del joven narrador autor de La Vorágine (1924) y el gran poeta de
Tierra de promisión (1921), dos libros esenciales en las literaturas
colombiana y latinoamericana, para muchos las dos obras más notables
escritas en el país en el siglo XX. El niño no sabía que mucho tiempo
después escribiría un poema sobre ese momento especial vivido en la
infancia, ya convertido en uno de los grandes poetas colombianos, autor
de una obra ceñida, corta, pero sorprendente en cada una de sus páginas,
tanto que su poema Llanura de Tuluá se considera el emblemático de la
violencia colombiana.
Por las jugarretas del destino, Charry
Lara (1920-2004) moriría en Washington y su cuerpo a su vez regresaría a
Bogotá para recibir los últimos honores, aunque no tan multitudinatrios
como los ofrecidos al abogado huilense que "jugó su corazón al azar y
se lo ganó la violencia" con esa novela trepidante y selvática que es La
Vorágine y que cada vez leemos con una emoción intacta pues sacude la
esencia total del cuerpo y nos comunica con la vida y la muerte, la
selva, el deseo, la aventura y el viaje.
Los ríos caudalosos, las pirañas, el amor desbocado y
el despecho, la codicia, la canícula, la lluvia, los celos, la traición
y el odio comparten protagonismo con el sonido escalofriante de las
hormigas tambochas que devoran el follaje a su paso. De la calma se pasa
a la violencia y a la huída por selvas donde los humanos se pierden a
veces para siempre sin encontar ninguna ruta, desvalidos ante la
inmensidad del territorio. En un barco, rumbo a Manaos, coinciden
figuras del comercio, mujeres poderosas como esa erótica medioriental
enamorada del protagonista, hembra que domina territorios y comanda con
mano de hierro hombres de todo tipo y calaña. En La Vorágine vibran la
vida, el destino, el deseo y la muerte.
Rivera escribió una obra maestra y telúrica donde
cuenta el viaje de Arturo Cova en pos de su amada Alicia y cuando se
trasladó a Estados Unidos para buscar la traducción de su novela y
emprender otra sobre el petróleo, bajo el título de La mancha negra,
según cuentan sus biógrafos, fue dominado por las fiebres y las
enfermedades que atrapó en las selvas cuando sus labores de abogado lo
llevaron a trabajar en la delimitación de fronteras con Venezuela. Murió
a los 39 años de edad, o sea al final de esa edad vigorosa entre los 30
y 40, en la que casi todos los narradores y poetas redactan sus obras
mayores.
Cuenta la leyenda que el cadáver regresó en barco y
recibió homenajes en los puertos y localidades a donde llegaba, como fue
el destino también del cadáver del famosos mexicano Amado Nervo,
periodista, diplomático y poeta autor de la Amada inmóvil y quien
después de un largo periplo de homenajes reposó en una pomposa tumba de
estilo Art Nouveau en la Rotonda de los hombres ilustres en la capital
mexicana.
A Rubén Darío (1867-1916) lo trajo casi agonizante
de teatro en teatro un empresario sin alma, hasta que las fiebres lo
vencieron en su tierra natal Nicaragua después de un periplo mundial
lleno de glorias, banquetes, sinsabores y felicidades etílicas. Y algo
parecido le ocurrió a Carlos Gardel, quien después de morir en un
accidente de avión en Medellín trajinó por pueblos y veredas hasta el
puerto de Buenaventura, desde donde partiría de regreso a Buenos Aires,
según cuenta Fernnando Cuz Kronfly en su novela La caravana de Gardel.
Suelo viajar siempre a donde vaya con un ejemplar de
La Vorágine y una edición de Tierra de promisión, libros que lo
acompañan a uno en la soledad de los hoteles o los aeropuertos. Hay en
ellos una fuerza devastadora de colombianidad, como si ese joven abogado
viajero y soñador, pero también terrestre y pragmático, hubiese captado
lo esencial de nuestra nacionalidad hace cien años apenas.
Leyéndolo uno se da cuenta lo poco que ha cambiado
la vida en aquellas selvas y fronteras con Venezuela, Brasil, Ecuador y
Perú cruzadas por el Orinoco y el Amazonas. Las huellas de José Eustasio
Rivera están ahora más nítidas que nunca, cuando nos acercamos raudos
al centenario de la publicación de la gran novela de la selva y la vida.
Vivimos en el mismo país que él trasegó y que sigue siendo bastante parecido para bien o para mal.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 27 de noviembre de 2022.