lunes, 25 de junio de 2007

ALFONSO REYES: EL SERENO COMBATE DEL IDIOMA


Por Eduardo García Aguilar
 
El Instituto Cervantes inauguró en su sede de París una exposición itinerante dedicada al polígrafo mexicano Alfonso Reyes, uno de los más notables escritores y humanistas latinoamericanos (1889-1959), que dedicó su vida a crear puentes y vasos comunicantes permanentes entre las letras latinoamericanas y europeas al calor de la maravillosa lengua castellana, de la que fue un gran defensor y difusor. 
El autor de "Visión de Anáhuac", "Simpatías y diferencias", "El deslinde" e "Ifigenia cruel" fue un hombre dedicado al ejercicio de la literatura en todas sus facetas, como una forma de conjurar los fantasmas de su época, marcada por dictaduras y revoluciones sucesivas que vivió desde muy temprano, pues su padre, el general Bernardo Reyes, fue protagonista de esos acontecimientos y murió acribillado al intentar tomar el Palacio Nacional, en 1913, en medio de turbias intrigas políticas. 
Antes de la Revolución ya había conocido a ese otro gran humanista, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, junto al cual inició en el Ateneo de la Juventud intensas actividades académicas y creativas que se difundían en revistas de comienzos de siglo XX, como la recordada Savia Moderna. A raíz de la catástrofe política de su país y afectado por la muerte de su padre, Reyes fue enviado en un velado destierro a París, donde inició su larga carrera diplomática. Allí tomó contacto con las letras francesas en medio del auge artístico que ardía en ese entonces en barrios como Montparnasse, donde conoció a la legendaria Kiki de Montparnasse, quien le hizo una divertida caricatura que se muestra en el catálogo. Y desde entonces tejió lazos con los hispanistas franceses encabezados por Valéry Larbaud, el autor de Fermina Márquez.
Pero luego Reyes fue cesado junto a todo el cuerpo diplomático mexicano y por fortuna recaló en la Madrid de la época, ciudad que buscaba conquistar con el talento de su escritura. Allí traba relaciones múltiples con escritores como Enrique Díaz Canedo, Juan Ramón Jiménez, Amado Alonso, Jorge Guillén, Américo Castro y se dedica a publicar, traducir y escribir artículos para la prensa y las revistas literarias. A partir de 1920 reanuda su carrera y desde entonces, a lo largo de su vida, fue embajador de México en Francia, Brasil y Argentina, países donde se dedicó a difundir y hacer vibrar el español y a establecer puentes con todos los hombres de pensamiento de un lado y otro del mar. En Buenos Aires conoció a Victoria Ocampo, quien dijo que "algo muy especial en Alfonso Reyes era su sonrisa; sonrisa como de inteligencia. Alguna vez escribió que había sido coleccionista de sonrisas y que dejó de serlo porque un día se sorprendió dando un pésame con una sonrisa (...). Entonces empezó a desconfiar de la sonrisa y se hizo coleccionista de miradas".
En Brasil tuvo la difícil tarea de acercar en los años 30 a ese enorme país con la cultura latinoamericana hispanófona, ya que en ese entonces ambos mundos carecían de puentes sólidos y casi se daban la espalda, como lo indica Regina Crespo en un ensayo del catálogo sobre la vida diplomática del mexicano. Sin embargo, el novelista tropical Jorge Amado —como tantos otros autores del continente desde el uruguayo Jose Enrique Rodó hasta el cubano Alejo Carpentier— lo consideró un "gran escritor de América" en una dedicatoria. Un grande modesto y generoso que abogó por una escritura diáfana y transparente capaz de comunicar las ideas con serenidad y hondura.
Más que brillar deseaba comunicar y abrir puertas a libros ignorados o autores olvidados. Con Reyes el artículo, el ensayo, el fragmento, el poema, parecen flotar de tan livianos y esenciales, por lo que alguien dijo, sin ironía, que fue tan modesto y generoso en su ejercicio gozoso de escritor que no quiso escribir ninguna obra genial.
Al regresar a su país en 1938 fue clave en la fundación de nuevas instituciones como el Colegio de México, fundado con la participación de importantes autores y pensadores del exilio español, y reinó luego desde la llamada "Capilla Alfonsina", su residencia situada en el barrio de la Condesa, enorme lugar casi sagrado donde tenía una biblioteca, cientos de objetos coleccionados en sus viajes, miles de cartas y donde escribió sin cesar y recibió a toda la intelectualidad de la época y a los jóvenes que lo admiraban mientras se iba extinguiendo o era asediado por los ataques cardíacos. 
Era un hombre redondo, bajito, de bigote, de buenas maneras, tolerante, nunca tentado por los excesos ni por los extremos, algo que hoy no es muy común entre sus congéneres latinoamericanos o españoles. Estaba atento a la creación de sus colegas, listo a traducir clásicos o autores contemporáneos, ejercía la poesía, el teatro y en múltiples textos abordó temas que iban hasta la culinaria. Fue, pues, un tejedor de palabras y su ejemplo puede ser útil ahora cuando la aceleración mercantilista y utilitaria de la literatura impide reflexionar a fondo o gozar de los fragmentos y los destellos de la lengua en movimiento. Porque no todo puede reducirse como hoy a escribir novelas amenas destinadas a la venta rápida, a la telenovela y al escándalo: es necesario volver a recuperar la palabra, pensar, criticar, codiciar los hallazgos del idioma o explorar sus caminos secretos y excéntricos a través del poema, la crónica, la prosa corta o el fragmento, como lo hizo Reyes. 
Toda esa vida, esa errancia intelectual por Europa y América, tal dedicación a la tolerancia y a la amistad, es mostrada en la biblioteca Octavio Paz del Instituto Cervantes parisino. Es una exposición de imágenes, documentos, cartas, libros y videos, extraídos de archivos minuciosamente conservados por los amigos mexicanos a lo largo de más de medio siglo. 
Con el entusiasmo que sólo tienen en nuestro continente los mexicanos para rescatar y dar relieve en permanencia a sus grandes autores, Héctor Perea Enríquez (1953), director del Centro de Estudios Literarios de la Universidad Nacional Autónoma de México y comisario de la muestra, ha dedicado años de su vida a rastrear la vasta obra de este hombre nacido en la ciudad de Monterrey, que escribió en casi todos los géneros (poesía, ensayo, crítica, crónica y todo tipo de fragmentos ) para dejar una obra monumental de varias decenas de volúmenes publicados por el Fondo de Cultura Económica.
Antes de la inauguración de la muestra el 14 de junio el ensayista y poeta contemporáneo Adolfo Castañón (1952), uno de los herederos de este humanista que cumple hoy con igual entusiasmo la tarea de crear puentes entre las letras de los diversos países de América Latina, España y Francia, ofreció una lúcida charla sobre la obra multifacética de Reyes. Y al escucharlo se sintió la alegría de saber que todavía, en medio de la comercialización y la trivialidad generalizadas del mundo editorial hispanoamericano, que premia y entroniza como genios a verdaderos asnos, hay autores contemporáneos que no ceden a la tentación y prefieren seguir el camino de la verdadera literatura.
La exposición recorrerá varias ciudades y países donde Reyes vivió y trabajó. Libros, cartas, fotografías y videos, que ya fueron expuestos en España, seguirán de París a Toulouse, Río de Janeiro, Sao Paulo, Brasilia, Chicago, Nueva York y Alburquerque, o sea por todos los lugares donde este amigo de Jorge Luis Borges caminó, leyó y dejó siempre una estela brillante de arte y amor por la lengua castellana.
 
----------------------------
Publicado en El Manifiesto. Madrid. España. 19 de junio de 2007. También fue reproducido en El castellano.org el 7 de julio de 2007.

miércoles, 20 de junio de 2007

viernes, 15 de junio de 2007

SAMUEL BECKETT: UN CHAPLIN LITERARIO CON SUERTE

Por Eduardo Garcia Aguilar
Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura 1969, se ha convertido poco a poco en una leyenda excéntrica de las letras del siglo XX y cada año que pasa su obra conquista más adeptos. Nada prefiguraba en él una futura gloria tan merecida, pues era un tímido casi autista con problemas mentales, pero los vasos comunicantes que tejió a lo largo del siglo entre poesía, novela, teatro, cine, circo y artes plásticas, prefiguraron el mundo mediático moderno pleno de intertextualidades y lo posicionaron como un renovador que desmontó los lugares comunes donde dormían los géneros.
Nació en 1906 en Foxrock, Irlanda, al sur de Dublín, en el seno de una familia protestante, y murió el 22 de diciembre de 1989. En su juventud descubrió la literatura francesa, a la que sería adicto hasta el punto de adoptarla: Molloy, Malone muere y El Innombrable fueron redactadas en la lengua de Proust. En los años 30 conoció a James Joyce en París y después de experimentar problemas de salud, vivir la guerra y acudir al psicoanálisis entre idas y venidas a su tierra nativa, decide quedarse a vivir definitivamente en la capital francesa. En 1953 escribe Esperando a Godot, obra que lo lanza a la fama mundial y desde entonces publicó sus libros en Editions de Minuit, editorial confidencial para públicos entendidos que sobrevivió contra viento y marea ante el auge arrasador de la literatura comercial.
Ahora el Centro Pompidou presenta una vasta exposición sobre ese recorrido excepcional que lo llevó al Nobel de Literatura. En un rectángulo dividido en siete espacios nos familiarizamos con la vida de este hombre silencioso y semiesquelético con aires de miope, que se encerraba solo en una casa de las afueras de la capital para concentrarse en la escritura de sus piezas teatrales y fraguar textos poéticos y libros de prosa que negaban las leyes fáciles del argumento y la amenidad. A la entrada nos topamos con la proyección de una boca enorme que pronuncia incesantemente, rindiendo así un homenaje a la voz y al placer de la lengua y la palabra que son degustadas con fruición. Porque más allá del argumento o la sucesión de historias triviales que vegetan en la novela convencional, se trata de dar protagonismo a la palabra, a sus sonidos y viscosidades, a la materia que emerge de ella en la oscuridad.
Más adelante hay un libro enorme cuyas letras han sido abiertas en una pared plástica gracias a la energía de un perfecto rayo láser y podemos ingresar a él y ser traspasados por los colores y las imágenes de la cámara oscura. Las palabras escritas en ese enorme libro adquieren otra dimensión: son materia, tienen vida propia, son arte por encima y más allá de lo que agencien o signifiquen. Las letras, palabras y oraciones que hay en las dos gigantescas páginas del libro se convierten en obras de arte, en elementos de un cuadro, residuos de una actividad literaria que se ha rebelado de su autor.
De la voz pasamos a la letra y de la letra seguimos al cuerpo que escribe con su propia materia sobre líquidos regados y que repta en silencio pronunciando sonidos guturales. Porque el cuerpo es la materia de sus novelas y piezas teatrales: una mujer enterrada que habla bajo la sombrilla, seres humanos que viven entre canecas de basura, hombres enfermos y paralíticos perdidos en el margen, sucios, grotescos, malolientes, corroidos en la basura de la existencia y de la historia. El catálogo nos dice que «los personajes son cuerpos burlescos poseídos por el frenesí de la palabra, cuerpos cómicos horadados por las reminiscencias del music-hall y del circo, arquetipos de una humanidad que corre implacablemente hacia su fracaso».
Todo ese mundo tan sugestivo de Beckett, que hizo explotar la literatura en los años 50 y 60 del siglo XX, encuentra cómplices en artistas como Pierre Alechinsky, Jaspers Johns, Robert Motherwell, Sean Scully, Bram van Velde, Richard Serra y Alberto Giacometti, entre otros, cuyas obras podemos ver entreveradas con grandes imágenes fotográficas del autor, retratos, cuadernos, manuscritos, documentos personales, fotografías de infancia y juventud, filmes sobre Dublín, Londres o París, ediciones originales, videos, filmes de Charles Chaplin, cartas y objetos personales.
Los curadores de la exposición han dado en el clavo: la literatura, la novela, el teatro se han escapado de su moldes y de la prisión donde la falta de crítica los encerraron. El argumento, la amenidad, la claridad, la utilidad, el éxito comercial, no tienen nada que ver con la verdadera exploración artística. Al recorrer esta muestra en torno a un autor revolucionario y excepcional, comprendemos que no todo está perdido. Mientras la trivialidad reina en la literatura comercial, el arte sigue su camino por otros subterráneos y laberintos. Allí encontramos la lúcida figura de Beckett acompañado por su admirado Charles Chaplin, otro artista del siglo XX cuyas pequeñas obras maestras y absurdas se proyectan en una pequeña pantalla, para mostrarnos que entre ambos hay más similitudes que diferencias. Así la voz y la palabra del texto literario se convierten en una fenomenal carcajada ante el mundo desquiciado.
* Expuesta hasta el 25 de junio en el Centro Pompidou

martes, 12 de junio de 2007

DIALOGUE WITH VULTURES

S H O R T S T O R Y

E d u a r d o G a r c í a A g u i l a r

~ P a r i s, Fr a n c e

Published in MARGIN (www.angelfire.com/wa2/margin/Aguilar.html)

A FEW vultures fly over the river of black lava that flows down the mountain like demonic vomit. They slowly descend and come to rest upon lunar rocks and with their inquisitorial beaks cautiously observe my movements. Shortly after getting out of the taxi I understand these strange animals to be the most advantaged, the most gainful in this mournful and allegorical epoch. Old vehicles pass on the highway raising a punctual, poisonous dust that settles over the human remains, recently devoured by black birds. The man leads me over the rocks toward the hollows most populated by the skulls and rib cages of civilians and soldiers.
Above us I see the long black river of volcanic lava, and a Luciferian feeling stirs me to poke beneath the brambles and thickets and prod even further among rusty belt buckles and pelvic bones covered by cobwebs. The photographer kicks a skull with the point of his shoe and places it among the others to get a good picture, while I stop to observe the bones of so many men. Among the remains are bones of dogs and skeletons of children. The smell of death floats in the wind. Ten meters away men with lost, ghost-like gazes unload refuse from a truck and observe us with curiosity, as if we were another, even more rapacious kind of vulture.
The afternoon lingers in a leaden stupor and a silvery air spreads over the sterile landscape of the Killing Fields. Leaping over the stones spewed many decades ago by a nearby volcano, I destroy the extensive cobwebs and continue watching the spectacle. At times I'm struck by the temptation to clutch one of the skulls and ask the photographer to take a portrait of me with this terrible black profundity in my hand, but then I think how obscene that would be. I establish a dialogue with the furtive gazes of the vultures, while the Basque photographer continues arranging the skeletons and the taxi driver talks to me about death. He lives a few kilometers away and makes his living taking Western scavengers to see and enjoy the Killing Fields.
At times I feel like many eyes are watching me, and I discern their brilliance coming from beneath the rocks and in the air, for they fly languidly, expectantly. A thousand eyes in the skies looking at me without hate, without smiles, only looking. I feel like I've been placed in a black hollow, in one of those centers where the mass, the volume of truth is even more present than in the streets. I, too, am a piece of death. I've come here to provoke death. So it will speak to me. So it will quit me of my fear. A plane flies through the cloudless blue sky and several vehicles, full of living men who seem as if they were already dead, pass down the highway. The taxi driver speeds up and talks to me about the town and markets we pass through.
I feel like I'm inside an illuminated steel tube and I hear explosions in the air, invisible blasts of wind, the violent sucking of a gigantic and lascivious mouth. As we approach the City of Death that concussion of wind sways us even more, crowding out the silence. We reach the hotel on the Boulevard of Heroes and the taxi finds a place in front of the door. I walk across the carpet, ask for my key and then head to the restaurant. An American journalist, skinny, spare, dressed casually, crosses the room with a bottle of whiskey in his hand, lips dried and chapped. Another reporter struts about in his clogs, jeans, t-shirt and bullet-proof vest. Off to the side an obsessed and obese newsman wears a shirt an American is selling that says, "Don't shoot. I'm a journalist."
I feel like puking on the lecherous platter they serve me and the white wine tastes like a lichen extract. The sepulchral music echoing around a few businessmen stuns me. Gigantic gringo marines approach the bar and outside a man butts his head against the wall. He looks like the soldier with a scar along one side of his face who gave me my safe conduct pass so I could freely move throughout this city of fateful ambushes. With that piece of paper I've gone through markets and alleys of lost neighborhoods and seen the faces of women crying before the tomb of an assassinated archbishop. I've seen the fear in the gaze of those who leave letters at the post office or the fear of people on the street when huge trucks filled with soldiers rumble by, their smiles menacing anyone who dares look them in the eyes.
As the days pass I begin to feel a tickling in my armpits and return to the bottle like a shipwreck survivor does to a lifejacket. The fear of dying struck by a stray bullet or in the middle of a skirmish provoked by the army on a street corner while I drink a cup of coffee or buy a newspaper keeps me from sleeping, disturbs my mind at the moment I begin to write the articles I must send by cables and mysterious airwaves to the other side of the world, to the City of Peace. As soon as I write a few lines a bitter taste lodges in my throat that prevents me from goin on. From the other side of the telex a desperate voice asks me for macabre, bloody news. But I only manage to see the scarred face of the major with a revolver in his hand holding out to me the long safe conduct pass, some lost hippies, a few hostages, the highway and a certain nostalgia for an innocent world. I enter the bar with the Basque photographer and get drunk while rock music plays, forgetting that I am an abundantly wise vulture. As the liquor induces its effects, the light becomes more tenuous and only a red haze is cast over the walls. A dance of devils surges from the depths of the stage. The waiters smile and excuse themselves, coming and going amidst the clamor. In a flash the red light changes to neon and at the tables I see only vultures, buzzards who drink from the cups of the clients. On stage, instead of a band playing pop music there are birds as big as human beings, with large beaks and dark eyes who brilliance reflects off the bottles. Their grotesque dance leaves behind a wake of feathers.
I flee toward the carpeted vestibules of the luxurious hotel and I see only uniformed vultures helping put baggage in the elevators and enormous vultures tipping a few female birds that cackle in the lobby, singing along to the solemn nocturnal melodies. I ask for the key to my room and I go up agitated, trying to fend off the images assaulting me.
A slight earthquake shakes the corridors of the sixth floor. Several shots come from outside, far away, and murmurs from a room fly through the clean passages where a few plastic plants wither as I walk by. I search for the keys to my room and try to open it after a long interval that clumsy shaking hands make more difficult. At last I manage to open the door and enter. I take a breath and as I head with closed eyes toward the comfortable recess I need not open them to understand someone is watching me. Opening my eyelids I see an enormous nest with three chicks being fed by a vulture just my size. I raise my hands and scream and fall silent to discover my wings of black plumage flapping, casting new shadows upon the walls, my screams coming not from my mouth but from a rapacious, malodorous beak. In silence I fling myself down in the nest and there I sleep with no other hope but death.

Translated by Jay Miskowiec

domingo, 10 de junio de 2007

El LIBRO DE LAS CELEBRACIONES COLOMBIANAS

Por Eduardo Garcia Aguilar
Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca, que siempre están listos con generosidad a emprender los proyectos más utópicos a favor del arte y la poesía, lograron hacer realidad el libro más bello y necesario. Se trata de El libro de las Celebraciones, editado por la Fundación Domingo Atrasado, donde los tres curadores del proyecto convocan a más de cincuenta autores colombianos a escribir un homenaje personal a su figura querida del arte, las letras o el pensamiento de Colombia en el siglo XX.
En un país tan terrible como el nuestro, donde la ley es el olvido y el ostracismo para la gente que dedica su vida a ejercer el arte, a enseñar, a amar, a cantar, a cuidar la naturaleza y donde por el contrario se encumbra y se premia a los pillos y a los asesinos, rescatar a esos hombres y mujeres buenos en el buen sentido de la palabra bueno era necesario para que desde el más allá o el más acá nos den energía renovadora para vivir en estos tiempos difíciles.
Muchos de ellos iluminaron y brillaron al mismo tiempo que llevaban una vida modesta como maestros u oficinistas, sorteando los dramas del exilio, la pobreza, la enfermedad, el olvido o la incomprensión. Algunos publicaron sus obras en ediciones modestas, emprendieron proyectos de revistas efímeras que hacían con las uñas, dieron clase con pasión a alumnos que los recuerdan o lucharon contra la injusticia del país como se lucha contra un monstruo invencible de mil cabezas. Sus voces se escuchan todavía en cafés como el Pasaje, el Saint Moritz o El Colonial, de Bogotá. Esos viejos nuestros caminan aún fantasmales por la séptima del brazo de sus amigos o sacudiéndose de la lluvia del siglo XX --todavía por armar-- con paraguas y sombrero Stetson.
Cuando por fin me llegó a París el libro, me senté a devorarlo en el café Sarah Bernhardt, en la Plaza de Chatelet, junto al río Sena y con los torreones puntiagudos del Palacio de Justicia al frente, mientras ardía el sol de junio. Desde lejos y en ese lugar privilegiado las palabras de la tierra me llegaban mucho más dulces o más amargas y brotaban de las páginas con peligrosa efectividad, como puñetazos de boxeador o revelaciones angustiosas de ese inmenso rompecabezas cultural que es el siglo XX en Colombia.
Pasar revista a esas figuras entrañables y verlas salir desde la humareda del desastre, renueva hasta el más escéptico. Ahí están los retratos de quienes nos dejaron hace tiempo como Ciro Mendía, Fernando González, Leon de Greiff, Luis Vidales, Aurelio Arturo, Jorge Zalamea, Leo Matiz, Alejandro Obregón, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Jorge Gaitán Durán, Héctor Rojas Herazo, Pedro Gómez Valderrama, Enrique Buenaventura, Hernando Valencia Goelkel, René Rebetez, Feliza Bursztyn, Estanislao Zuleta, Ignacio Chávez, R. H. Moreno Durán, Miguel de Francisco, Jorge García Usta, César Pérez y Andrés Caicedo, para mencionar sólo a algunos.
Cada retrato es un mundo: ahí está el viejo loco Fernando González fotografiado y contado por Guillermo Angulo, muy real, lejos del mito y la leyenda. Volvemos a ver a ese personaje lleno de luz que era Leo Matiz, convertido ahora en celebridad mundial del arte fotográfico, y además el hombre mas modesto y sencillo. Jaime Echeverri nos cuenta un instante en la vida de un ofinista discreto que tomaba tinto en El Pasaje y se llamaba Aurelio Arturo. Juan Manuel Roca nos habla de Alejandro Obregón, ese otro generoso a flor de piel y amigo que iluminaba todo a su alrededor con afecto y whizky.
Nicolás Suescún nos presenta a Hernando Valencia Goelkel, figura rigurosa y ponderada que dijo lo que tenía que decir y es ejemplo de rigor y ética intelectuales. Lisandro Duque nos cuenta con la maestría narrativa y la vena humorística que lo caracteriza la vida de su amigo el cineasta español José María Arzuaga, quien vino a Colombia por loco y se quedo, malogrando tal vez una gran carrera cinematográfica. Y volvemos a ver a Ignacio Chávez, el hombre abierto y tolerante que recibió la estocada del infame régimen actual como pago a una vida de entrega a la palabra y a la amistad.
Entre los vivos Gustavo Alvarez Gardeazabal nos presenta a Otto Morales Benitez, una fuerza proteica aue debio ser presidente. Joe Broderick nos trae al sorprendente Fernando Oramas, Ignacio Ramirez a Antonio Samudio, y hay semblanzas de Germán Espinosa, Teresita Gomez, Andrea Echeverry y Efrain Medina, dos necesarios niños terribles de la cultura colombiana en movimiento.
Pero el texto que más me conmovió, por su belleza romántica, gótica y erótica, y sin duda uno de los más logrados del libro, es el de Patricia Restrepo, que nos entrega en carne viva las últimas horas y los días de Andrés Caicedo, ese ídolo de leyenda que conquistó la eternidad por su gesto de rebelión total, al suicidarse el mismo día que salió su primera novela, Que viva la musica, clásico de la literatura colombiana.
Minuto a minuto vemos a esos dos muchachos enamorados, íconos de una generación desbocada, cuyo fulgor en los años 70 está por revisar, contar y reactivar. Los tenis rojos de Patricia en el sepelio son el símbolo de la más absoluta soledad de la generación de los nacidos en los años cincuenta que se quedaron para sobrevivir, encanecer, envejecer, engordar, cuando habían soñado con hacer explotar al mundo con arte, cine, poesía, rumba, sexo y ron.
Los jeans que Patricia se quita en el estoico nido de amor, sus cuerpos desbocados en un lecho de piedra, la forma peculiar y excéntrica de bailar la salsa, las cartas de amor, las pataletas de los enamorados salen de esas pocas páginas como la revelación que nos quita la respiración y nos revela el desastre generacional de sobrevivir y envejecer en el caos de la super boba patria.
En fin, en este primer volumen de las Celebraciones aparecen más de cincuenta personajes que debemos explorar y abrir para entender un poco el hecho de ser los colombianos y no morir en el intento. Es un libro necesario para tratar de entender la cultura colombiana del siglo XX, con sus aristas, sombras, destellos y desfallecimientos.
Ese siglo que en su crepúsculo nos dio la sorpresiva voz mítica de Andrea Echeverri, leyenda viva cuyo retrato, escrito por su homónima Andrea Echeverri Jaramillo, abre puentes entre dos generaciones desbocadas y rebeldes. Este penútimo texto nos hace visitar la creativa Colombia underground donde vibra la fuerza artistica que pasa de generación en generación y se trasmuta en el inmenso dragón sediento de futuro.
En las nuevas entregas del Libro de las Celebraciones aparecerán sin duda muchos más personajes que están por contar como Danilo Cruz Velez, Darío Mesa, Maruja Vieira, Meira del Mar, Jaime García Maffla, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Denis y Ramón Illán Bacca, entre muchos otros que nos acompañan y eso sin contar decenas y decenas de los que se fueron y aún no nos han revelado todos sus secretos.
Colombia arde en estas primeras 278 páginas de sorpresas inolvidables, mostrándonos que el dragón de la cultura colombiana está vivo: León de Greiff, Fdeernando Charry Lara, Andrés Caicedo, Alejandro Obregón y Enrique Buenaventura desde el firmamento nos incitan a seguir su camino para conjurar la mansedumbre de estos tiempos dominados por los peores asesinos y bandidos disfrazados de padres de la patria.
--------
El libro de las celebraciones. Fundacion Domingo atrasado. Curadores y editores: Jineth Ardila, Santiago Mutis Duran y Juan Manuel Roca. Bogota. Abril 2007. 278 paginas.

sábado, 2 de junio de 2007

VIAJE CINEMATOGRAFICO A LOS TIEMPOS LIBERTINOS

POR EDUARDO GARCIA AGUILAR

Se cree con frecuencia que la segunda mitad del siglo XX fue una de las épocas más libres de la historia de la pasión sexual, en especial luego de la revolución de las costumbres provocada por mayo del 68.


La directora Catherine Breillat, una de las más sulfurosas y polémicas realizadoras francesas feministas, famosa por dirigir varias películas sexuales escandalosas como «Romance», donde actuó el actor pornográfico Rocco Sifredi, ha vuelto a golpear con una reconstrucción minuciosa de los tiempos libertinos del siglo XIX.
Basada en el relato «Una vieja amante» del escritor decadente Barbey d’Aurevilly, autor del libro de relatos «Las Diabólicas», la película, que acaba de presentarse en la selección oficial del Festival de Cannes, busca la intemporalidad al rastrear las emociones a través de la expresión facial de los actores, en una especie de «tectónica de los rostros», como dice un crítico. No es sólo una película de época donde se despliegan rutinariamente vestidos, muebles y escenarios, sino una exploración de aquel tiempo romántico donde el deseo, la sangre, y amor y el pecado vuelan de lecho en lecho, de castillo en castillo y de callejuela en callejuela, bajo la mirada escrutadora del chismorreo y la condena.
Se cree con frecuencia que la segunda mitad del siglo XX fue una de las épocas más libres de la historia de la pasión sexual, en especial luego de la revolución de las costumbres provocada por mayo del 68, el auge del rock, el surgimiento del feminismo, el movimiento gay y la desacralización de la familia. Quienes vivimos en estos tiempos consideramos a veces con orgullo que hemos sido los seres más liberados de la humanidad en esa materia. Pero basta mirar los frescos romanos de Pompeya, revisar el erotismo griego, ver los milenarios templos pornográficos de Kajuraho en la India o estudiar el sensualismo corporal japonés o los priapismos escultóricos africano y prehispánico para darnos cuenta de que tal vez sólo somos unas mansas palomas agobiadas por los aceleres de la modernidad y la búsqueda de la supervivencia o el lucro.
«Se cree que soy una sulfurosa, pero soy también romántica», dice Breillat a la prensa al tratar de explicar que en sus películas escandalosas busca algo más que mostrar cuerpos en el éxtasis de la cópula o personas corroídas por el amor, los celos, el deseo, la codicia y el dolor. Por eso escogió la historia de un autor de fin de siglo XIX, cuando el simbolismo era más importante que la realidad escueta y empezaba a superarse el vulgar costumbrismo reinante a lo largo del siglo. «Busco una intemporalidad propia a la tragedia griega o a la pintura. Sólo busco mostrar los sentimientos y la violencia de los sentimientos en los que la gente se identifica».
Y Breillat lo logra en esta cinta donde actúa la joven y no menos sulfurosa italiana Asia Argento en el papel de una amante adúltera de origen español que vive una larga relación con un hombre que se casará finalmente con cierta juvenil y dulce aristócrata. Asistimos a un despliegue de duelos, heridas en carne viva, escenas donde se quiebran vasos, cuchicheos, cuerpos en la tensión muscular de la desnudez lúbrica, viejos lamentables comiendo e intrigando, arrugas, canas, gordura, joyas, prendas, candelabros, muebles, todo eso visto bajo la bruma de invierno o en interiores dominados por el ocre de los cortinajes o el fuego de las chimeneas, como en los cuadros de Cranach. Además Breillat desarrolla un plástica desbordada de cuerpos cubiertos por tejidos de época o hundidos en sábanas que resaltan la verdad del erotismo sin límites, lleno de angustias, lágrimas, gemidos y heridas.
La vieja amante está convencida de que él siempre volverá de otras aventuras y no se inquieta cuando se entera por chismes de que su amante se casará con la bella inocente. La abuela de ésta, surgida del libertino siglo XVIII -interpetrada por la anciana Claude Sarraute, hija de la novelista Nathalie Sarraute y esposa del fallecido filósofo y politólogo Jean François Revel-, lo interroga y al calor de los Oportos escucha sin inmutarse el increíble relato de esa pasión diabólica. Tras escuchar su historia, la anciana cómplice acepta que se case con su nieta pase lo que pase y sucede la boda entre cánticos y escenografías de una lograda efectividad estética. Después vendrá la vida del castillo, el embarazo y la reaparición de la diabólica amante en ambientes marinos de crepúsculo.
Con esta película Breillat nos vuelve a reconociliar con el séptimo arte y logra un nuevo maridaje entre literatura y cine al rescatar a un clásico del simbolismo finisecular del siglo XIX. Si en «Romance» nos relacionaba con las desviaciones sadomasoquistas y pornográficas de fines del siglo XX, en «Una vieja amante» explora el pasado y saca de él esa eterna delicia libertina de otros tiempos en que se languidecía de tormento y amor junto a chimeneas crepitantes donde siempre acechaba un cómico Satán de opereta.
***********************