Por Eduardo García Aguilar
Es una fortuna tener a unas cuadras del trabajo al Museo del
Louvre y poder escaparse unas horas para visitar al azar
alguna de sus salas permanentes o las exposiciones del momento. Bajando
por la calle Vivienne, donde vivieron Simón Bolívar y el Conde de
Lautréamont, el autor de los Cantos de Maldoror, llego al parque del
Palacio Real, uno de los lugares más plácidos de la capital, que fue en
el siglo XVIII centro de encuentro de jóvenes, pensadores, libertinos y
militares ilustrados de la época en cafés y chocolaterías pobladas de
cortesanas. Era además el barrio de Flora Tristán, abuela de Paul
Gauguin y de una novia del Libertador que le escribía cartas encendidas
cuando ya él se había convertido en un héroe y en el Che Guevara de la
independencia decimonónica.
Es un jardín racional como casi todos los franceses, en cuyo
centro hay una fuente fresca en verano y solemne en invierno. Los
árboles cruzan el rectángulo de manera simétrica y al final, en los
patios del ministerio de Cultura y el consejo Constitucional se
encuentran las columnas de Van Buren y la hoy llamada plaza Colette,
sede de la ancestral Comedia francesa de Molière. Uno puede tomar un
chocolate caliente en época fría o una cerveza durante los calores en un
café empotrado en el viejo palacio y cuyas sillas están bajo las
antiguas columnatas. Donde antes fueron cafeterías, burdeles y oficinas
editoriales de la Ilustración, en tiempos de Voltaire, hay en la
actualidad tiendas variadas de moda, antigüedades, expendios de
medallas, arte, muñecas, y muchas cosas más de marcas exquisitas o
excéntricas.
Cruza uno la calle Saint Honoré y se encuentra de frente con una
de mis preferidas librerías de París, la Delamain, perteneciente a
Gallimard, una de aquellas ya escasas donde todavía hay con quien hablar
sobre libros nuevos y antiguos y se puede pasar una hora hojeando
libros de narrativa, historia, poesía, política, traducciones recientes,
temas extraños, libros de lujo y obras de editores pequeños que son
expuestas ahí con igual esmero que las de los grandes pulpos.
Al lado de la librería está el viejo café donde solía pasar las tardes
el poeta peruano César Vallejo, quien vivió a dos cuadras de allí y cuyo
espíritu parece presente en ese viejo ámbito cubierto de viejas
maderas centenarias donde el vino servido es abundante y exquisito.
Muchos dicen que Vallejo fue infeliz en París, pero basta pasar un rato
en ese café, llamado La Civette, para comprender que el poeta de los
Poemas Humanos y de Trilce no la pasó tan mal en esta ciudad a pesar de
los fríos y los aguaceros.
Unos metros más adelante uno esta ya frente a un costado lateral del
Museo, donde se ven los enormes anuncios de las exposiciones del
momento y puede ingresar entonces al gran vestíbulo de entrada, situado
bajo la pirámide invertida del gran arquitecto japonés Pei. A lo largo
de los años he corrido para llegar a tiempo a exposiciones inolvidables
que están a punto de acabar, como la de Alejandro Magno, basada en las
nuevas excavaciones realizadas en Macedonia, o aquella dedicada a los
tiempos de Fidias o Praxiteles, a quienes grandes mandatarios como
Pericles y otros les encargaban estatuas de Zeus o Afroditas.
Estremece poder ver cascos, escudos, platos, lámparas, recipientes de
perfume o vino, estructuras para camas, aretes, anillos, monedas,
mesas, instrumentos de cocina, fragmentos de frescos, mosaicos y tantas
otras cosas más extraídas de las tumbas y que nos acercan a la vida
cotidiana en tiempos de Alejandro Magno. Y en el caso de Praxiteles y
Fidias, seguir sus rastros, observar las copias, tratar de acercarse a
su tiempo y al genio de sus manos.
Estas dos últimas semanas he ido a ver dos exposiciones que estaban en
su último día, una monumental sobre el arte practicado en Marruecos en
los tiempos de las diferentes corrientes del islam en esa región, que
incluía entonces como un todo geopolítico el sur de España bajo el Al
Andalous y ciudades como Córdoba, Sevilla, Algesiras, Cartagena,
Almería, Cádiz, y otra muestra menos monumental sobre la isla de Rodas,
basada en colecciones de cerámica, joyas y monedas rescatadas por los
primeros arqueólogos franceses y alemanes, y pertenecientes a los siglos
VII y VI antes de nuestra era.
Pero fuera de esas exposiciones que concluyen y se van para siempre,
nada como pasearse de manera intermitente y a través de los años por las
salas permanentes: pasar horas y horas viendo la magnífica colección de
miles vasos, jarras y ánforas griegas de las épocas más antiguas, con
la imaginería increíble de sus dibujos e ilustraciones en cerámica,
algunas de precioso sentido erótico y pornográfico. O ver el
Hermafrodita dormido, o la Venus de Milo, o la Victoria de Samotracia o
los rostros originales en mármol de todas las figuras históricas griegas
clásicas, filósofos, reyes, magnates y otros muchos menos conocidos,
pero casi vivientes.
O pasearse por la gran sala Egipcia interminable con sus sarcófagos y
sus momias y su Escriba sentado, o por la de los persas y asirios,
etruscos o romanos, que siempre nos impresionan y nos muestran que
nosotros no somos los primeros ni los más avanzados en la historia de
este planeta tierra. Y eso sin hablar de las decenas de salas dedicadas a
la pintura, dotadas de la colección más impresionante de imágenes de
los más grandes artistas, frente a cuyas obras uno puede pasar horas y
estar conmovido, observando los detalles, la verdad de otros tiempos:
¿qué hacer frente a un Ver Meer o un Rembrand? ¿frente a un Greco o un
Goya? ¿Un Tintoretto o un Rafael?
El jueves, al salir de la muestra sobre Rodas, desemboqué por azar en
la sala dedicada al arte medieval francés y he quedado maravillado ante
la variedad de las magníficas obras, en su mayoría monumentos
funerarios y bustos. A través del mármol y por la mano de excepcionales
artistas, uno recorre esos siglos desde los primeros reyes medievales,
conmovido por monjes, militares, patriarcas, jerarcas eclesiásticos,
potentados, viajeros y los monarcas y sus esposas cubiertas de joyas,
algunas acompañadas en su morada final por el pequeño perro de raza,
esculpido a sus pies como un detalle de humor o coquetería o ternura.
Pero nada como esa terrible figura de la parca descarnada y
esquelética cubierta de jirones que se encontraba en el centro del
desparecido cementerio medieval de los Inocentes de París, donde con la
más tétrica realidad parecida a las imágenes en óleo de Grünewald,
comprendemos que ese tiempo estaba marcado por la muerte y su terror
omnipresente y la impronta de la religión católica y la monarquía de la
Flor de Lis y su inmenso poder sobre los hombres, en su mayoría siervos.
Una sala vista al azar una tarde de sol que nos conmueve y nos
reconcilia con el arte de todos los tiempos.
sábado, 7 de febrero de 2015
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1 comentario:
¡Cómo me has hecho extrañar el barrio y el museo! Excelente entrada, Eduardo.
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