Por Eduardo García Aguilar
El nuevo estrechón de manos de Barack Obama y Raúl Castro en Panamá
antes del inicio de la Cumbre de las Américas el viernes 10 de abril es
un ejemplo para quienes se empecinan en uno y otro bando de la
izquierda y la derecha mundiales en el fanatismo y llevan a los pueblos a
la guerra y la violencia sin fin, donde quienes sufren son y serán
siempre los pobres y los débiles. En toda la historia de la humanidad
han surgido y caído imperios por centenares, poderes que siempre soñaron
con ser eternos, y las guerras más atroces han terminado algún día para
ceder paso a décadas de paz y estabilidad, que por desgracia, pasadas
las generaciones, vuelven a ensombrecerse por las nuevas veleidades
bélicas de los descendientes lejanos de los guerreros de antaño.
Obama y Castro y sus asesores ya saben con toda lucidez que es
inútil y ridículo después de medio siglo seguir sin hablarse ni mirarse a
los ojos en una guerra fría que no lleva a ninguna parte, porque las
viejas ideologías que representaron sus antecesores en el poder ya
pasaron a la historia y el mundo se enfrenta hoy a otros retos terribles
que ya no solo son políticos, religiosos e ideológicos, como los nuevos
califatos medievales en auge, sino que ponen en peligro a la propia
tierra, devastada por el llamado Antropoceno, era geológica que ya
comienza a dejar en la corteza de la tierra huellas irreparables.
Tanto el imperio norteamericano, como el finado imperio soviético de
Stalin y su colega chino desde Mao hasta hoy, coincidían y coinciden en
creer en la industrialización y el crecimiento como los únicos objetivos
ontológicos de la humanidad y en el trabajo y la esclavitud de
campesinos, empleados y obreros como el único destino posible para el
terrícola. Unos y otros creían y creen en la fuerza y tratan de imponer
al mundo sus respectivos sistemas económicos e ideologías de la misma
forma que el Führer Hitler y Mussolini quisieron imponerse con los suyos
hace más de 80 años. Hoy todavía persisten en el error los discípulos
lejanos de Stalin, Mussolini, Franco y Hitler. Y nosotros los pacifistas
seguimos propugnando por el ocio y la paz y "el derecho a la pereza"
reivindicado por Paul Lafargue.
Todos los sistemas contemporáneos han pretendido y pretenden imponer
sus designios por medio del terror y por eso la tierra está llena de
espadas, machetes, cuchillos, minas, bombas atómicas, submarinos,
tanques, misiles, fusiles, revólveres, kalashníkovs y bombas molotov.
Con esas armas los poderosos de uno y otro bando logran que la gran
mayoría de los habitantes de esta tierra, que somos pacifistas de facto,
vivamos amedrentados. Ellos viven de vender y comprar armas y con ellas
participan en el juego geopolítico de perder a veces y adueñarse otras
de las riquezas del subsuelo, los paraísos hídricos, marítimos y
agrícolas del planeta.
Nosotros los pacifistas somos probablemente mayoría en el mundo,
personas incapaces de matar a una mosca y sufrimos por el dolor de todos
los seres que nos rodean, humanos, animales, árboles y paisajes.
Pertenecemos por fortuna a ese lado de la humanidad que se niega a creer
que con la violencia, la vociferación o el grito de terror se pueden
solucionar los problemas, a ese segmento humano que se niega a ejercer
el poder o a creerse superior a los otros por clase, ideología,
religión, talento o color. Si fuera por nosotros los pacifistas, el
mundo sería un oasis de relativa concordia, pero por desgracia otra gran
parte de la humanidad no piensa lo mismo y nos amenazan con sus dientes
de hienas sedientas y palabras envenenadas.
En todo el mundo a nosotros los pacifistas nos odian los poderosos
de izquierda y derecha porque somos una amenaza para sus intereses y por
eso sorprende la virulencia con que los violentos, sus líderes y
portavoces nos atacan como si fuésemos las peores alimañas del planeta.
No ahorran insultos, diatribas, denuestos, para atacarnos sin tregua y
en momentos coyunturales de "efervescencia y calor" sacan las armas para
matarnos como han hecho en Colombia y en muchos países del mundo contra
ese tipo de personas que luchan por la tolerancia. Hay que descargar
las palabras del veneno del odio, porque también pueden convertirse en
armas letales.
Los poderosos de la tierra, que vociferan aquí y en cafarnaún
sembrando odio, detestan a poetas, pensadores, artistas, músicos,
soñadores, saltimbanquis, humoristas, intérpretes de flauta y laúd,
científicos, ecologistas, biólogos, o sea a la gente de paz, y quisieran
exterminarlos porque así sus siervos jamás se dispersarán en sueños,
placeres y deseos inútiles y no rentables. Nada peor que el odio de
clase y de raza de esos bárbaros potentados, hacendados, empresarios,
delincuentes de cuello blanco y la inquina de sus delfines, capataces,
secuaces y sicarios.
Ellos mataron a Mahatma Gandhi y a Martin Luther King y han
exterminado a miles, tal vez millones de personas de bien que dicen en
voz alta que los fantismos no llevan a ninguna parte y que es posible un
mundo donde se pueda discutir y disentir sin ser exterminado. Sus
pistolas y fusiles y sus palabras de odio suenan siempre contra
periodistas, escritores, maestros, religiosos humanitarios y todo aquel
que no quiere creer que la única vía es la codicia y la avidez
plutocrática y ecocida que defienden.
Por fortuna las generaciones pasan y poco a poco frente a ese arcaico
productivismo a ultranza de la plutocracia, basado en las cifras y las
armas, surgen movimientos pacifistas y ecologistas que pertenecen a la
pulsión utópica de la humanidad que siempre ha existido desde la
Antigüedad en todas las partes del planeta, desde Diógenes y Sócrates.
Los acérrimos enemigos Estados Unidos y Cuba se han dado la mano un
viernes de abril, se han mirado a los ojos, han sonreído. Es poco, es un
simple gesto, pero es un símbolo que debería servir en el continente
americano para que los enemigos se hablen y se miren y ojalá se tocaran e
hicieran el amor. No hay nada como la paz y una vida de placer y saber,
sin insultos y anatemas. Esos periodos de relativa paz duran poco,
pero mientras duren, ya son una ganancia para todos y la tierra donde
vivimos.
sábado, 11 de abril de 2015
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