Por Eduardo García Aguilar
Hace ya diez años falleció un día
de febrero en París el escritor colombiano Miguel de Francisco (1949-2006),
aquejado por el cáncer fulminante de pulmón que le provocó su consumo exagerado
de tabaco, que se agravó cuando comenzaba una nueva etapa creativa de su vida
en un apartamento desde donde podía ver extendida la ciudad a sus pies.
De Francisco fue un escritor
raro, excéntrico, esteta que dedicó su vida a la literatura como si esta
fuera una religión, alejándolo muchas veces de las obligaciones reales a las
que están obligados todos los comunes mortales en este planeta, lo que le causó
no muchas dificultades económicas y vitales en su larga errancia por varios
países europeos como España, Francia y Austria entre otros.
Quienes lo conocimos sabemos que
el sentido de su vida fue la lectura, la pasión por autores raros de todos los
tiempos y la afición por otras ramas del arte como la plástica y la música, a
las que dedicó crónicas y no pocos trabajos periodísticos dispersos en revistas
y suplementos literarios.
Antes de irse para siempre de
Colombia, trabajó como profesor de literatura en el Colegio Juan Ramón Jiménez en
Bogotá y dio clases sobre escritura y lectura en varias universidades, donde
comunicó a sus alumnos la pasión por autores de todos los tiempos y las
técnicas literarias diversas que él exploraba en todos los sentidos.
En
Barcelona, donde vivio muchos
años, realizó trabajos para editoriales como traductor y corrector y
después tuvo empleos en Viena y París, ciudad esta última donde trabajó
en el Centro
de Arte contemporáneo Pompidou y en oficinas de difusión del ministerio
de
Cultura.
Errante esencial, vivió en muchos
sitios, poblando hoteles, buhardillas, casas y apartamentos de amigos o amadas
y lugares donde solía pasar poco tiempo. En un momento obtuvo la beca para
escritores de Saint Nazaire, donde residió en un apartamento situado en un piso
alto frente a los astilleros de esa fría ciudad frente al Atlántico. En todos
esos lugares escribió miles de cartas a los amigos cuando aun se solía ejercer
la correspondencia escrita y redactó algunos de sus principales libros como
Arcana, Armario de Solterones o El Enano y el Trébol, entre otros.
Su prosa era barroca, a veces
difícil de seguir por lo culterana y cargada de múltiples sentidos, inspirado
por la obra de José Lezama Lima y otros barrocos latinoamericanos como Severo
Sarduy. También fue un gran lector de los modernistas y de los decadentes
franceses y europeos de fines del siglo XIX y exploró autores raros de todos
los tiempos, grandes novelistas experimentales como Lawrence Sterne o James
Joyce, o místicos cristianos o judíos.
Poseo unas 30 cartas inéditas de
Miguel de Francisco escritas desde Barcelona y París donde en largas páginas
cuenta su cotidianidad y la vida literaria de las ciudades, así como sus
lecturas insomnes, proyectos e ilusiones, y en todas ellas anima al corresponsal
a descubrir nuevos autores y a luchar contra viento y marea para vencer los
fantasmas de página en blanco.
En Armario de solterones cuenta
la vida de las pensiones e inquilinatos donde estuvo temporadas en Bogotá con su
anciana madre divorciada y se
acerca en esas páginas al destino de solitarios y fracasados en esa
fría capital de los años 50 y 60 donde transcurre su infancia y parte de la
adolescencia.
También con su madre, que fue
enterrada en el cementerio de Montjuich en Barcelona, Miguel de
Francisco Forero viajó por varias ciudades europeas de niño y adolescente residiendo
en hoteles y pensiones hasta que la poca fortuna familiar se fue extinguiendo
y dejó a esa improbale pareja de madre e hijo casi en la miseria
novelesca. Miguel siempre esperó durante su vida una herencia, y quiso el
destino que cuando ya se resolvieron los pleitos judiciales de décadas, el
asunto se aclaró poco después de su muerte y el legado al parecer fue devuelto al Estado pues él murió
intestado, sin hijos y sin viuda, como en las novelas.
De las miserias y pobrezas
cíclicas siempre se levantaba el escritor, quien gustaba de trajes finos y
chaquetas de cuero, gasnés, camisas exquisitas, mancuernas, corbatas y
corbatines de seda, sombreros y otros admínuculos de la elegancia propugnada
por Brummel, y de esta forma, aunque andara a veces sin un peso en el bolsillo,
deambulaba como un verdadero dandy por las calles de Madrid, Barcelona,
Viena o París.
Algunos de sus libros fueron
traducidos al francés por autores conocidos como Laure Bataillon o Michel
Falempin, quienes lo apreciaban y admiraban, y editados en bellas ediciones, pero
como casi siempre ocurre en Colombia con los errantes y viajeros, poco se le
publicó allí, salvo en la colección de la diáspora de Colcultura, dirigida hace
cinco lustros por Oscar Collazos y Guido Tamayo, que escribió una noveleta, El
inquilino, inspirada en la vida de este esteta colombiano olvidado.
El sol caía en París, nítido,
enorme, a la izquierda del paisaje de tarjeta postal vista desde los dos ventanales
del último apartamento de Miguel de Francisco. Ahí lo sorprendió la muerte
entre desesperados ataques de tos, la madrugada de un sábado o un domingo o un
lunes de fines de febrero de 2006, con los pulmones cristalizados por cuatro
décadas de humo.
Quedó ahí tirado con un plato
destrozado, los pies hacia el baño, a donde tal vez fue a conectarse al aparato
de oxígeno, y su rostro sereno hacia el pequeño corredor que da a la cocina y a
la habitación. Vivía allí desde hacía un
año, en el piso 17, apartamento K, del número 46 de la rue Bargue, al sur de la
ciudad, no lejos de la rue de Vaugirard y del metro Volontaires, con la inmensa
Torre Eiffel al frente, y a la derecha la cúpula dorada de Invalides, donde
reposa Napoleón. Era un sitio espléndido para un literario total, indecente y
marginal como él --« muy antiguo y muy moderno », como diría su
adorado poeta nicaragüense Rubén Darío.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 29 de mayo de 2016.
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