Foto Eugenia Varela |
Este
viernes por la tarde, caminando largas horas por las orillas del río
Sena en crecida impresionante de más de seis metros, casi a punto de
desbordarse e inundar parte de la ciudad, presencié una de las tardes
más originales y extrañas que haya vivido recorriendo sus meandros entre
la niebla, la humedad y la brisa fría de junio. A lo lejos, la Torre
Eiffel estaba cubierta de bruma y los haces de luz que despedía desde el
crepúsculo adquirían un tono de irrealidad, como si el monumento fuera
un truco de efectos especiales.
En la estación Austerlitz, donde
se miden los vaivenes del Sena desde hace siglos, comparándolos con su
más grande crecida de 1910, cuando ascendió en más de ocho metros e
inundó la capital, la visión era impresionante y respetable: un río
sereno que cruza con fuerza llevando troncos y zurcado por el vuelo
extrañado de gaviotas, garzas y patos, mientras los vecinos toman fotos
con sus celulares y las familias se acercan asombradas con sus menores a
observar un fenómeno que no ocurría desde hacía tres décadas.
En
tiempos normales la rutina hace que salvo los turistas, la gente de la
ciudad ignore al río cuando pasa por el metro elevado o en auto o camina
apresurada hacia distintos rumbos, pero en esta fecha excepcional los
transeúntes locales, residentes o nativos, salen de su letargo y
ensimismamiento, para proyectar algo de luz en su mirada de
introspección permanente. La magnitud de la crecida los incita a
desviarse y a acercarse a las orillas inundadas o a permanecer allí
impactados por el acontecimiento, viendo como las vías están sumergidas o
percibiendo solo el copo de los arboles del jardín Tino Rossi.
Al
lado de la Estación de Austerlitz está el centenario Jardín de Plantas,
uno de los más bellos remansos verdes de la ciudad, donde se encuentra
el más antiguo zoológico del país y el Museo de Historia Natural con sus
gigantescos esqueletos de dinosaurios y todo tipo de animales y
especies, así como los enormes invernaderos donde se reproducen selvas y
plantas exóticas. La cercanía y la inminencia de la inundación daba
este viernes al lugar una nueva vida, ya que el río cruza simpre hundido
y canalizado entre vías ferroviarias y automovilísticas o muros de
piedra y cemento y ahora se le veía rebelde, como si deseara meterse a
ese lugar que ha sido desde los tiempos de Bouffon y Lavoisier el centro
de la investigación y el amor por la naturaleza.
Al frente los
niños se acercan a un gimnasio sumergido totalmente, exploran las
orillas de los jardines y las escaleras cubiertas y observan los barcos
anclados que de repente han subido seis metros y se encuentran ahora
separados e incomunicados y a punto de que estallen sus amarras tensas y
decidan seguir el curso de las aguas como el Barco Ebrio de Arthur
Rimbaud. Los policías ordenan a los curiosos que se alejen de las
orillas y toman fotos de avisos y postes de luz hundidos entre el agua.
Al lado del Jardín de Plantas está el Instituto del Mundo Arabe
y más allá la Universidad de Jussieu, edificio enorme, pesado, horrendo
y sucio del siglo XX, construido en puro cemento, donde se han
impartido las disciplinas de la ciencia y se ha congregado la comunidad
científica del país, pero que es incongruente con la casi etérea belleza
arquitectónica de las orillas del río pobladas de edificios, casas y
mansiones de millonarios que sobrevivieron a los siglos. El restaurante
La tour d'Argent está iluminado y el obelisco del puente se ve
semisumergido como en una película apocalíptica.
El agua del
torrente pasa ahora con dificultad casi rozando los diversos puentes de
la zona, cuyos arcos ahora diminutos impresionan y dan perspectiva a la
excepcional crecida. Parejas de enamorados se detienen y se toman fotos
para el recuerdo, fotógrafos profesionales y periodistas de televisión
tratan de lograr el ángulo preciso y la muchedumbre crece cuando nos
acercamos a la Catedral de Notre Dame y cruzamos hacia las dos islas
centrales, la de San Luis y la de la Cité, donde los hombres han vivido
desde hace milenios, antes de que llegaran los romanos y que hoy son los
barrios más caros y secretos de la urbe.
En una de esas
mansiones palaciegas veo una placa donde dice que ahí vivió Charles
Baudelaire en 1841 y 1842, lo que prueba que el poeta tenía buen gusto y
adoraba residir en las orillas del Sena, porque otro de sus sitios de
residencia era frente al Louvre, en la misma ribera donde murió
Voltaire, el polémico autor de Cándido y otras mil obras. La Isla San
Luis se ve hoy mejor que nunca entre la bruma y de ser un lugar irreal y
glacial adquiere este viernes excepcional, con las luces de las
habitaciones prendidas y las ventanas abiertas de par en par por sus
residentes curiosos, un aire de humanidad de la que carece el resto del
año. Los patos extrañados han poblado ahora la calle de la ribera,
asombrados también por el fenómeno.
Los exclusivos y potentados
habitantes de la Isla San Luis no salen de su asombro al ver tanta gente
en las riberas deambulando y tomando fotos en uno de los ángulos
magníficos de postal y de repente somos testigos de una fiesta elegante
que se da en los salones de una residencia llena de cuadros antiguos y
lampadarios vieneses, desde cuyas salas se ve la parte posterior de la
Catedral Notre Dame, ahora magnificada por la creciente y que uno
imagina rodeada por aguas o canoas ante el sonido de las campanas
contadas por Victor Hugo en la novela donde los protagonistas son el
Jorobado de París y su amada Esmeralda.
Pero más adelante,
donde las dos islas se miran y se cruzan en un amplio espacio acuático
de corte veneciano, generando una de las visiones más hermosas y
socorridas por las postales turísticas, con las misteriosas torretas
agudas del Palacio de Justicia al fondo y otras cúpulas y torres
circundantes, y además la Torre Eiffel semicuibierta de neblina y
difundiendo sus haces de luz, la experiencia de la crecida llega a su
culmen estético, con esas aguas que parecen poseerlo todo y donde se
reflejan ya las luces amarillentas de los faroles antiguos.
Estas
aguas crecidas que he visto comenzarán a ceder el sábado poco a poco y
la ciudad volverá a su rutina infalible, pero quienes caminamos toda
esta tarde y esta noche de viernes fuimos partícipes de un momento
único, epifanía excepcional que no se repetirá en mucho tiempo y estamos
seguros de haber sido testigos de unas horas encantadas donde París
amenazada fue más París y más poética que nunca entre la llovizna y la
niebla. ---
* Publicado en Excélsior. Expresiones. México. 5 de junio de 2016.
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