Por Eduardo García Aguilar
Desde
su
refugio en Palma de Mallorca Robert Graves aceptó reconstruir viejos
siglos a través de la novela para dedicarse a su verdadera pasión: la
poesía. ¿Pero
hasta dónde esa utilitaria empresa que producía grandes best-sellers
como Yo, Claudio y Belisario no lo conducía también hacia emocionantes
mundos por medio un túnel de
tiempo caprichoso y juguetón?
Imagina amplias praderas, ríos fogosos,
bosques aun vírgenes y en ellos dibuja a su guisa hombres, guerreros,
emociones, batallas, burdeles, gigantescas moradas de piedra, lujosos y
ambiciosos sátrapas y crea al paso de su pluma el pasado, el mito, la leyenda
que hoy nos llega brumosa y plena de inverosmilitudes.
El poeta Robert Graves (1895-1985), como todo gran
poeta, posee el don de la ubicuidad, el derecho a renunciar no solo a su patria,
sino a su tiempo y reclama para sí el más apasionante deber de los sabios: el
destierro. Como su Belisario, Graves viaja por otros campos de batalla y se
detiene a contemplar un filme que lo ata a otro inmediato: el pasado.
Su libro Belisario
(Count Belisarius), es un viaje al siglo V de nuestra
era. Un eunuco que por su naturaleza está acodado
al relato, observa y cuenta el ocaso de un imperio. Espejo pasivo que sobrevive
a sus contemporáneos, inicia su historia en 571, después de que todos sus
protagonistas han desaparecido. Vemos al niño Belisario (494-565) desgarrado
por un primer destierro, el de la educación, jugando a las batallas con sus
compañeros y diciendo ante la orgullosa mirada de su tío Modesto, que “ser
romano no significa pertenecer a Roma sino al mundo entero”.
Asistimos a su primera emoción amorosa,
cuando prsencia los movimientos del contorneado y sensual cuerpo de la hetaira
Antonina, su futura esposa y ama del eunuco relator. Luego pesenciamos las
guerras de este general bizantino que realizó bajo Justiniano reconquistas en África, Sicilia e Italia: con
los hunos, los persas, la toma de Cartago, la derrota de los vándalos, sus
ascenso a cónsul y su desgracia sellada en la ceguera. Puntos de una deliciosa majestuosidad se
construyen, por ejemplo, en el encuentro de Antonia con Teodora, otra compañera
de perdición, ahora esposa del emperador. La posterior entrevista de la primera
con Belisario en campaña contra los persas y la aceptación de una larga unión
amorosa.
Monjes perdidos deambulan cargados con el
secreto de la seda oriental, una pérfida ballena cruza los mares sembrano el
terror, como la peste bubónica que azota y decima poblaciones enteras y al
final muere encallada en un banco de arena, presagiando la muerte del imperio.
Belisario cubre un siglo de nuestra era y nos
enseña las características de civilizaciones o barbaries desaparecidas bajo el
polvo. El imperio surge en su esplendor y decadencia desde los grises castillos
de Britania cubiertos de líquen amarillo, hasta las riberas del Danubio asediadas
de hunos balbuceantes e implacables y desde la gran Cartago, dominada por los
vándalos, hasta las estrecheces del Bósforo.
El Belisario de Graves carece tal vez de la
trascendecia de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o del fulgor de
la prosa de La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Es un puntilloso fárrago de
cotidianidades deslucidas, empresa desganada de un eunuco nostálgico.
El relator “suele envidiar al hombre que
puede llevarse al lecho a una mujer para algo más que abrazarla y besar
castamente sus ojos” y al deambular por el palacio como un opaco administrador solo
alcanza a construir un catálogo de donde la emociones están desterradas.
Dice Graves, estableciendo paralelo entre el
relato romántico de las “hazañas” del rey Arturo, “insignificante reyezulo
inglés, jefe de la caballería aliada, a quien los romanos abandonaron a su
suerte cuando la infantería fue rechazada de las ciudades fuertes de Britania,
a comienzos del siglo V”, que si “Procopio hubiera sido su cronista, ogros, barcos
encantados y magos no hubieran figurado en el relato, a no ser solo como una
episódica referencia a las leyendas británicas de la época”.
El autor crea con total alevosía una voz
insípida para abordar la grandeza y allí, como buen anglosajón, se deslinda de todos
aquellos autores ---eslavos, franceses, esteuropeos o hispanoamericanos---
que acuden a lo pomposo o al empalagoso barroquismo para contar historias de héroes
o de imperios caídos. Graves toma distancia a diferencia de esa miríada de autores
engolados de la Europa latina o de hispanoamérica, herederos retrasados del
modernismo, que relatan como barítonos atronadores y al gritar para hacerse
notar en el escenario quiebran las vidrieras del tiempo y quitan oxígeno a la
historia.
La voz opaca del eunuco coincide con un
ambiente de ruinas. El fin de un imperio todopoderoso abría el paso a uno inexistente
o a una larga zona de nostalgias fragmentadas y endogámicas. El repliegue de las
majestuosidades exteriores y de las grandes empresas conquistadoras de los héroes
clásicos, el fin de los grandes ideales belicosos, de las infalibilidades y las
verdades establecidas, daban paso a las leyendas góticas.
Estatuas, bustos de emperadores, colosos
de Rodas y arcos triunfales caen hechos pedazos y se hunden en el barro; grandes
estadios y monumentos son cubiertos por la vegetación y se vuelven montículos
poblados por cabras y silenciosos pastores; las ciudades terminan cubiertas por
ríos desborados o como Cartago o Alejandría son devoradas por el mar. Graves el poeta lo sabe y por eso escoge
la voz del eunuco viejo para llevarnos de viaje hasta los confines iniciales de
nuestra era.
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* De la serie Textos nómadas.
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