El Volcán Nevado del Ruiz, también llamado Cumanday, ha sido para los habitantes de Manizales y los alrededores una presencia permanente y esencial que marca la respiración y los latidos del corazón de quienes lo han visto desde su infancia en los amaneceres despejados o en días cuando aparece diáfano en lo alto del horizonte o rugiente con su cambiante fumarola cada vez más amenazadora.
Todos
los habitantes de altas cordilleras y cumbres nevadas en el mundo, ya
sea junto a las alturas del Himalaya, los Urales, los Alpes, los
Apeninos, el Kilimanjaro o los Pirineos, entre otras muchas
estribaciones, comparten entre ellos la sensación impresionante de
percibir algo que los supera y los conecta con la eternidad y la
fragilidad de la vida.
Suelen
ser esos lugares escarpados el fruto de la confluencia de poderosas
capas tectónicas que al chocar, rozarse y empujarse, han causado desde
antes de la existencia de la humanidad fuertes terremotos que arrasan
con todo a su paso. O sea que los habitantes de esas estribaciones no
solo saben que están amenazados como en su tiempo la gran Pompeya por
erupciones terribles que arrasan con lava, ceniza, lahares y
precipitaciones piroclásticas ciudades y pueblos, sino que además deben
lidiar con la incertidumbre permanente de los sismos recurrentes y
devastadores.
Con solo
ver aquellas superficies rugosas que alcanzan impresionantes alturas y
descienden creando abismos y precipicios insondables, los habitantes de
esas laderas tienen la certeza de que siempre viven amenazados por las
fuerzas telúricas de la naturaleza y a veces, sin saberlo, en lo más
profundo de la intuición inconsciente, perciben la insignificancia de
toda existencia vital o incluso pétrea, condenada a ser polvo y ceniza
eternos.
Cada quien
tiene una forma personal de relacionarse con esa impresionante cumbre,
pero muchos de los nativos de estas tierras cuando vemos despejado a lo
lejos al Volcán Nevado del Ruiz sentimos una mezcla de pavor con
fascinación estética ante una belleza fría, helada, silente, que nos
comunica la infinitud del cosmos, el arrollador paso del tiempo, la
ineluctabilidad del fin.
Cuando
al amanecer está despejado y lo vemos al frente desde algún sitio
privilegiado, entramos en comunión con él y establecemos un diálogo
secreto que se sitúa en los terrenos de la poesía o de los antiguos
libros sagrados a través de los cuales las civilizaciones anteriores
expresaron el asombro ante el cosmos, las galaxias, las estrellas, el
infinito.
Durante la
infancia caminaba de frente al Nevado por la avenida rumbo a la Escuela
Anexa a la Normal, al lado de la Universidad y el Estadio, donde estudié
la primaria, y por eso siempre fue una figura familiar, un compañero de
vida con quien dialogaba a solas, una presencia fortalecedora, mágica,
que añoraba.
Pronto, ya en
la adolescencia, a los 14 años, tuve una experiencia en la que casi
pierdo la vida, cuando con unos intrépidos amigos hicimos una
irresponsable excursión a pie hacia esas alturas y nos cogió la noche en
mitad del camino, quedando atrapados en un depósito de papa abandonado
donde casi morimos congelados de frío y de donde fuimos rescatados al
día siguiente por un milagroso jeep que ascendía hacia el refugio en una
jornada esplendorosa de sol.
El
jeep subió por la extenuante vía en zig zag entre la nieve, cuya
superficie entonces era más amplia, hasta dejarnos junto al viejo
refugio suizo al pie del nevado, donde renacimos y olvidamos de
inmediato la peligrosa aventura nocturna. Ya adentro, junto al calor de
la chimenea, reanimado con un trago de Ron Viejo de Caldas, sentí como
nunca lo que es la maravilla de existir, de estar vivo.
Un
sorpresivo bus con una excursión de muchachas de Cali llegó en ese
momento y fuimos nosotros ese día los acompañantes felices de esas
chicas que también descubrían el milagro de la cumbre nevada, tal vez la
primera experiencia especial de sus vidas. Todo el día pasé con una de
ellas pues nos flechó cupido y aun me acuerdo que se convirtió en la
novia efímera del volcán Cumanday. Caminamos hasta la imponente cráter
La Olleta, el más visible y emblemático cono del nevado y tratamos de
escalar por esas arenas hasta la cumbre. Desde la altura veíamos allá
lejos el refugio suizo.
Ahora
que de nuevo los sismos arrecian y se activan las alertas en la zona en
previsión de una probable erupción, vuelvo a viajar en el tiempo a esa
experiencia personal directa, inolvidable, de haber tocado con las manos
el sueño que hasta entonces veía desde lejos.
Y
no olvido a la muchacha caleña de la que me despedí cuando su grupo
escolar tuvo que regresar en la tarde al terminar su breve excursión.
Nosotros nos quedamos ahí aquella noche haciendo la fiesta y desde una
habitación del viejo refugio que arrasó la terrible erupción de 1985, a
través de la ventana, presencié aquella noche la primera tormenta de
nieve de mi vida.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 2 de abril lde 2023.
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