La muerte de Mario Vargas Llosa el pasado domingo de Ramos en Lima,
significa el fin no solo del boom latinoamericano sino de toda una era
de la literatura postcolonial inscrita en la era humanista iniciada con
la aparición de la imprenta de Gutenberg y el pensamiento de Erasmo y la
existencia de grandes escritores patriarcales, casi padres de la
patria, como Victor Hugo, Goethe y Tolstói, que representaban la lengua y
el país, continente o región donde se habla y ejerce.
Para
los escritores de mi generación, que éramos adolescentes y soñábamos ya
con escribir cuando circularon sus primeras novelas La ciudad y los
perros y Conversación en la Catedral, entre otras, su presencia ha sido
desde entonces y a lo largo de las décadas incesante y casi diaria
debido a la fuerza proteica de su prosa y energía literaria. A los 35
años, el apuesto y brillante joven ya era una estrella mundial de la
literatura, traducido a muchas lenguas y siempre estuvo en la primera
plana de los diarios y las revistas donde se publicaban sus artículos,
entrevistas, reportajes y ensayos, convirtiéndose en una figura
familiar.
Los
aprendices de escritores adolescentes devorábamos los libros de los autores patriarcales en boga en esos momentos, como Vargas LLosa y
García Márquez, Cortázar, Arreola, Cabrera Infante, Borges, Asturias,
Carpentier, Fuentes y tratábamos de imitarlos y emularlos en nuestros
primeros escritos enviados a los concursos literarios colegiales.
A
mi me gustaba más el mundo de Julio Cortázar después de leer Rayuela o
sus cuentos, y escribí varios textos cortazarianos que no estaban tan
mal. Y también me fascinó Cabrera Infante por su maravillosa y juguetona
novela Tres Tristes tigres, la modernidad de su estilo, distante del
naturalismo peruano de Vargas Llosa.
Guardo aún una veinte páginas que
son un pastiche de la narrativa del peruano que leo asombrado, pues es
prueba de que los muchachos de entonces fuimos impactados de frente por
las estrellas del boom, quienes en cierta forma se convirtieron en
pesadas losas en el camino de la escritura, como lo fue el terrible
macondismo garciamarquiano, que tantos estragos hizo y hace.
Vargas
Llosa brilló en el ejercicio de la novela como un instrumento realista y
a veces naturalista apto para revisar la compleja historia de Perú, que
aborda desde todos los ángulos hasta su última obra publicada Le dedico
mi silencio (2023), ambientada en los años 50 y 60 en el medio musical
de los valses criollos limeños. También abordó temas históricos de
otros países del continente y el mundo.
El
peruano trabajó desde muy joven en redacciones de diarios y fue
periodista al llegar a París del servicio español de la
Agencia France Presse (AFP) y de Radio France Internacional (RFI).
Ejerció toda la vida la profesión detacándose como gran reportero y
articulista de opinión. Muchas de sus novelas utilizan a fondo las
técnicas periodísticas de reportería e investigación, como en las que
aborda la dictadura dominicana, el Brasil de la guerra de Canudos o los
abusos en el Congo Belga y en el Perú en tiempos del caucho y del
protagonista, el inglés Roger Casement.
A
través de personajes reales volvía a revisar episodios de la historia
latinoamericana como dictaduras, conflictos raciales, luchas sociales,
generando un gran fresco parecido a los murales mexicanos de Rivera,
Orozco o Siqueiros. Sus técnicas narrativas, adictivas, amenas, atraen
al lector fascinado por la agilidad de los diálogos y la descripción
minuciosa de lugares, paisajes, personalidades, prendas, sentimientos y
comidas.
Sin
duda aprendió bastante de los grandes novelistas realistas y
naturalistas franceses del siglo XIX, a los que admiraba, como Victor
Hugo, Balzac, Dumas, Flaubert, Zola y otros que leyó al llegar a París
con su esposa la tía Julia, huyendo de un Perú donde se asfixiaba. Pero
volvió al final de sus días, antes de morir, para recorrer los
escenarios limeños narrados en sus primeros libros, allí donde comenzó
su increíble destino.
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La Patria. Manizales. Colombia. 20 de abril de 2025.
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