domingo, 7 de agosto de 2016

LAS ANGUSTIAS DE BAUDELAIRE


 Por Eduardo García Aguilar
 Todos los escritores y filósofos del mundo, amantes de la cultura, la poesía, el arte y el pensamiento, las actividades menos rentables y más incomprendidas del planeta, deberían leer y releer con frecuencia las cartas de Charles Baudelaire (1821-1867) a su madre desde Bruselas, escritas de abril de 1864 a julio de 1866, cuando regresa a París para continuar su agonía en el sanatorio dirigido por el doctor Emile Duval, cerca del Arco del Triunfo.
     El genial autor de Las flores del mal había viajado a Bélgica para huir de los acreedores que lo perseguían en París, ciudad donde por esa razón residió en cuarenta direcciones diseminadas por todos los barrios, calles y avenidas. Pese a ser reconocido por los entendidos como gran autor, Baudelaire vivió toda su vida angustiado por las deudas y los problemas económicos, casi siempre a merced de la ayuda puntual de su querida madre, casada en segundas nupcias con un militar que no quería mucho a su hijastro, amante del vino, las mujeres, la escritura, las drogas y la vida nocturna.
      Cuando huyó a Bruselas ya había escrito Las flores del mal y preparaba nuevos libros como El Spleen de París, Los paraísos artificiales, un volumen sobre Bélgica y una colección de ensayos sobre arte, que pretendía vender en bloque a los editores por una suma importante que le generara alguna renta para vivir sus últimos años de manera modesta y sin angustias.
     A través de esas Cartas de Bélgica a su madre (Ramsay, París, 2011), que residía en Honfleur, somos testigos de la vida cotidiana del extraordinario autor en El Gran Hotel del Espejo, donde trata de evitar a la dueña que le cobra insistentemente a causa de los retardos, a medida que se extiende la estadía obligada en el vecino país.
     Baudelaire quería regresar a París cuando tuviera dinero suficiente para pagar las deudas y hubiera concretado la reedición de Las flores del mal y los otros cuatro volúmenes, o sea que deseaba regresar triunfante y no derrotado. Al principio se ilusiona con la posibilidad de ganar algunos francos dando conferencias y recitales en Bélgica, pero pronto se da cuenta de que los organizadores de esas veladas incumplen y al final le pagan mucho menos de lo esperado.
      Las personas que están encargadas de negociar los derechos de sus libros en París tardan en responderle y Baudelaire pierde todas las ilusiones, hasta creer que ninguna de sus obras será reeditada y que pese a todos sus esfuerzos terminará en el olvido y que “nunca jamás ninguno de mis libros se venderá”, como dice en misiva del 13 de noviembre de 1865.
      A medida que pasan los meses la situación se agrava pues las deudas aumentan. No solo tiene que pagar el hotel, sino las comidas diarias y los medicamentos para sus males, que detalla con exactitud. Aquejado por la sífilis y diversos males estomacales, reumatismos y neuralgias, el cuarentón suda la gota amarga y ve como van disminuyendo sus fuerzas para avanzar en la escritura y la corrección de sus libros.
      Además, descubre que detesta a los belgas por lo que él percibe como vulgaridad y estulticia y comprende que está solo, carece de interlocutores de su nivel, salvo su amigo Poulet-Malassis, y que sus días se agotan en la lucha por obtener préstamos y por la espera de los giros que le hace el apoderado de la familia, Narcisse Ancelle, o su pobre madre, la señora Aupick, que nunca lo abandonó y le hacía llegar sumas para que no se sumiera en la más absoluta miseria. Sus amigos Victor Hugo y Saint Beuve, que no son tampoco sus santos de devoción, lo estiman y tratan de recomendarlo a medida que conquistan todas glorias, medallas y los honores del momento.
      La correspondencia dirigida a su madre es pues el testimonio cotidiano del absoluto fracaso en vida de un gran poeta y escritor, de un esteta soñador, hombre de buen corazón, traductor de Edgar Allan Poe, conocedor de las artes plásticas y lector inagotable, amante de las buenas prendas y que a los 45 años ya se ve como un viejo que tiene nostalgia de los pasados años de efervescencia, vanidad y gloria, cuando era un dandy bien vestido que frecuentaba buenos restaurantes y bares y salones en una ciudad que vivía los mejores años de espelendor, a mediados del portentoso siglo XIX. De ese efímero bienestar quedan las fotografías que lo muestran bien ataviado, como la que le tomó Charles Neyt y, donde se le ve con el cigarro en la mano y la mirada penetrante y profunda.
       Al final logra un contrato para editar sus libros con la editorial Garnier, pero la suma solo servirá para cubrir parte de las deudas y pagar los gastos de viaje, hospitalización y agonía del poeta durante meses en un sanatorio hasta la cercana muerte, acaecida el último día de agosto de 1867. Baudelaire fue enterrado el 2 de septiembre en el cementerio de Montparnasse, después de una ceremonia religiosa en la iglesia Saint Honoré de Passy. Unas cien personas de la cultura, amigos, escritores y familiares estuvieron presentes cuando su ataúd fue introducido en el mausoleo donde ya se encontraba desde hacía diez años su padrastro y en el que reposa el poeta junto a sus familiares. Pronunciaron discursos sus amigos Asselineau y Banville. Su madre le sobrevivió hasta agosto de 1871. Sus Obras completas, cuidadas por Asselineau y con prólogo de Téophile Gautier aparecieron en 1868 y desde entonces sus libros han conocido un rotundo éxito editorial permanente. El pobre poeta no gozó en vida ni de la gloria ni el dinero que ha generado su obra hasta nuestros tiempos y que probablemente seguirá produciendo hasta el final de los siglos.
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* Publicado en la sección Expresiones de Excélsior. Ciudad de México. 7 de agosto de 2016.  
+ Foto de Baudelaire, de Charles Neyt.

sábado, 6 de agosto de 2016

EL FENÓMENO EDGAR LEE MASTERS

Por Eduardo García Aguilar
El escritor estadounidense Edgar Lee Masters, nacido en Kansas en 1868, murió en un hospicio de Pensylvania un 5 de marzo de 1950 a los 81 años. Cuarenta y cinco años antes, en 1915, había publicado un libro de epitafios en forma de poema que no solo le daría fama inesperada, sino que se convertiría en su obra mayor, un libro excepcional que opacó a los otros y que a lo largo de su larga vida nunca volvió a repetirse, pese a haber publicado más de 50 volúmenes de poesía, ensayo, novela y biografía.
     Sin negar la influencia de la Antología Griega, su Spoon River Anthology es el fresco de una época, el lamento doloroso de un hombre que había logrado comprender muchos de los oscuros juegos de la vida, sus manías complejas, malas jugadas, risotadas, burlas macabras, sin perder la esperanza. Adentrándose en un cementerio humilde de un pequeño poblado, Lee Masters logra comunicarnos un mundo que trasciende los límites de lo banal, para resumir la tragedia humana. En el epitafio del inventor Robert Fulton Tanner dice que “un hombre no podrá jamás vengarse del ogro monstruoso de la vida”. Y agrega: “si solo un hombre pudiera morder la mano gigante que lo apresa y lo destruye, tal y como yo fui mordido por una rata al presentar mi trampa patentada”. 
     La vida para el genial Lee Masters vendría a ser una trampa a la que como ratas llegan los hombres engañados por las ilusiones y el deseo de cumplir un “destino”, sin saber que adentro, mientras saborea el pérfido queso, es solo objeto de las llameantes miradas de la vida, que al fatigarse de verlo correr dentro de la jaula, le lanza sus traicioneros zarpazos.
     Lee Masters visita y exige a cada uno de esos mínimos personajes decir la verdad y solo la verdad. Bajo la fría lápida del olvido ya no tiene nada que perder y solo aquella puede engrandecerlos, así como cada uno de esos personajes, jueces, banqueros, vigías, prostitutas, cantineros, poetas, violinistas o ingenuos, tal vez imaginarios, ficticios, acorralados, arrepentidos, envidiosos o justos, se vuelven gigantes en el polvo, colosos en el silencio. El mérito y la maravilla de cada uno de los epitafios es que logran comunicarnos en renglones simples y rápidos, la profunda verdad de una vida.
     Para la señora Ollie McGee, “ese hombre de mirada baja y cara huraña”, es el “marido, que por una ensañada crueldad, vergonzosa de decir, me robó la juventud y la belleza (...) Muerta, yo me vengo”. Pero para Fletcher, su esposo “ella tomó mi fuerza minuto a minuto, poseyó mi vida hora tras hora. Me agotó como una luna afiebrada toma la savia de la tierra que gira (...) Yo golpée las vidrieras, sacudí las herraduras, terminé por esconderme en un rincón. Después ella murió y me ha espantado hasta el fin como una quimera”.
     La ironía manejada por Masters es implacable y certera. Unos a otros se acusan, pero con una  tranquilidad que sube del fondo de sus huesos roídos por el tiempo, huesos que ya no pueden temer ni pretenden esconderse tras su lápida-máscara. El borracho del pueblo, a quien el cura le negó sepultura en tierra consagrada, es finalmente sepultado junto a dos eminentes protestantes, el banquero Nicholas y su querida esposa Priscilla Chase Henry y el borracho se ríe y dice: “Almas prudentes y piadosas, mirad como el juego del azar puede traer gloria y honra a muertos que, vivos, ¡solo conocieron la vergüenza!”. Benjamin Pantier, notario, que “conoció la ambición” y pretendió la gloria, es sepultado con su fiel compañero, el perro Nig, con quien vivió sus últimos días, encerrado en un siniestro cuarto: “Bajo mi mandíbula yace el osificado hocico de Nig. Nuestra historia se pierde en el silencio. ¡Pasa, mundo demente!”.
     Hay algunos felices como William y Emily que vivieron juntos hasta la muerte, para decir después que “hay algo en la muerte que se parece al amor”, o como el avieso Frank Drummer, a quien todos creían pobre de espíritu, pero dice que “a pesar de todo, al comienzo había en mi alma una clara visión, una vocación alta e irresistible que me condujo a querer aprender de memoria ¡La Enciclopedia Británica!”.
     Spoon River Antohology tuvo muchas ediciones y el éxito fue arrollador. Los estadounidenses se identificaron así con cada uno de esos personajes lanzados a la deriva, anónimos. Sandro Cohen, que tradujo y prologó una pequeña selección de los poemas de Lee Masters publicada en México, anota que este se “empeñó, más que nada, en descubrir todo elemento de hipocresía que pudiera encerrar la sociedad estadounidense. Es fácil imaginarse el escándalo que causó en 1915” (Edgar Lee Masters. Antología de la antología de Spoon River, Material de lectura, N° 79, UNAM).
     En 1924 el autor intentó sin éxito redoblar el éxito del primer Spoon River, con una obra llamada The New Spoon River, publicada por Boni and Liverigth Publishers, New York, en 1924, que no obtuvo el éxito esperado. En las librerías de viejo de Estados Unidos yacen por cantidades otras ediciones de libros de Lee Masters que no tuvieron la fortuna de ese volumen exitoso donde se nos muestra lo vano de patalear y protestar, cuando el gusano orondo espera.
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 * De la serie Textos nómadas.

sábado, 9 de julio de 2016

EL BELISARIO DE ROBERT GRAVES

Por Eduardo García Aguilar
Desde su refugio en Palma de Mallorca Robert Graves aceptó reconstruir viejos siglos a través de la novela para dedicarse a su verdadera pasión: la poesía. ¿Pero hasta dónde esa utilitaria empresa que producía grandes best-sellers como Yo, Claudio y Belisario no lo conducía también hacia emocionantes mundos por medio un túnel de tiempo caprichoso y juguetón?
     Imagina amplias praderas, ríos fogosos, bosques aun vírgenes y en ellos dibuja a su guisa hombres, guerreros, emociones, batallas, burdeles, gigantescas moradas de piedra, lujosos y ambiciosos sátrapas y crea al paso de su pluma el pasado, el mito, la leyenda que hoy nos llega brumosa y plena de inverosmilitudes.
     El poeta Robert Graves (1895-1985), como todo gran poeta, posee el don de la ubicuidad, el derecho a renunciar no solo a su patria, sino a su tiempo y reclama para sí el más apasionante deber de los sabios: el destierro. Como su Belisario, Graves viaja por otros campos de batalla y se detiene a contemplar un filme que lo ata a otro inmediato: el pasado. 
     Su libro Belisario (Count Belisarius), es un viaje al siglo V de nuestra era. Un eunuco que por su naturaleza está acodado al relato, observa y cuenta el ocaso de un imperio. Espejo pasivo que sobrevive a sus contemporáneos, inicia su historia en 571, después de que todos sus protagonistas han desaparecido. Vemos al niño Belisario (494-565) desgarrado por un primer destierro, el de la educación, jugando a las batallas con sus compañeros y diciendo ante la orgullosa mirada de su tío Modesto, que “ser romano no significa pertenecer a Roma sino al mundo entero”.
    Asistimos a su primera emoción amorosa, cuando prsencia los movimientos del contorneado y sensual cuerpo de la hetaira Antonina, su futura esposa y ama del eunuco relator. Luego pesenciamos las guerras de este general bizantino que realizó bajo Justiniano  reconquistas en África, Sicilia e Italia: con los hunos, los persas, la toma de Cartago, la derrota de los vándalos, sus ascenso a cónsul y su desgracia sellada en la ceguera. Puntos de una deliciosa majestuosidad se construyen, por ejemplo, en el encuentro de Antonia con Teodora, otra compañera de perdición, ahora esposa del emperador. La posterior entrevista de la primera con Belisario en campaña contra los persas y la aceptación de una larga unión amorosa.
     Monjes perdidos deambulan cargados con el secreto de la seda oriental, una pérfida ballena cruza los mares sembrano el terror, como la peste bubónica que azota y decima poblaciones enteras y al final muere encallada en un banco de arena, presagiando la muerte del imperio.
     Belisario cubre un siglo de nuestra era y nos enseña las características de civilizaciones o barbaries desaparecidas bajo el polvo. El imperio surge en su esplendor y decadencia desde los grises castillos de Britania cubiertos de líquen amarillo, hasta las riberas del Danubio asediadas de hunos balbuceantes e implacables y desde la gran Cartago, dominada por los vándalos, hasta las estrecheces del Bósforo.
    El Belisario de Graves carece tal vez de la trascendecia de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o del fulgor de la prosa de La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Es un puntilloso fárrago de cotidianidades deslucidas, empresa desganada de un eunuco nostálgico.
     El relator “suele envidiar al hombre que puede llevarse al lecho a una mujer para algo más que abrazarla y besar castamente sus ojos” y al deambular por el palacio como un opaco administrador solo alcanza a construir un catálogo de donde la emociones están desterradas.
    Dice Graves, estableciendo paralelo entre el relato romántico de las “hazañas” del rey Arturo, “insignificante reyezulo inglés, jefe de la caballería aliada, a quien los romanos abandonaron a su suerte cuando la infantería fue rechazada de las ciudades fuertes de Britania, a comienzos del siglo V”, que si “Procopio hubiera sido su cronista, ogros, barcos encantados y magos no hubieran figurado en el relato, a no ser solo como una episódica referencia a las leyendas británicas de la época”.
     El autor crea con total alevosía una voz insípida para abordar la grandeza y allí, como buen anglosajón, se deslinda de todos aquellos autores ---eslavos, franceses, esteuropeos o hispanoamericanos--- que acuden a lo pomposo o al empalagoso barroquismo para contar historias de héroes o de imperios caídos. Graves toma distancia a diferencia de esa miríada de autores engolados de la Europa latina o de hispanoamérica, herederos retrasados del modernismo, que relatan como barítonos atronadores y al gritar para hacerse notar en el escenario quiebran las vidrieras del tiempo y quitan oxígeno a la historia.   
    La voz opaca del eunuco coincide con un ambiente de ruinas. El fin de un imperio todopoderoso abría el paso a uno inexistente o a una larga zona de nostalgias fragmentadas y endogámicas. El repliegue de las majestuosidades exteriores y de las grandes empresas conquistadoras de los héroes clásicos, el fin de los grandes ideales belicosos, de las infalibilidades y las verdades establecidas, daban paso a las leyendas góticas.
     Estatuas, bustos de emperadores, colosos de Rodas y arcos triunfales caen hechos pedazos y se hunden en el barro; grandes estadios y monumentos son cubiertos por la vegetación y se vuelven montículos poblados por cabras y silenciosos pastores; las ciudades terminan cubiertas por ríos desborados o como Cartago o Alejandría son devoradas por el mar. Graves el poeta lo sabe y por eso escoge la voz del eunuco viejo para llevarnos de viaje hasta los confines iniciales de nuestra era.
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* De la serie Textos nómadas. 
   

lunes, 4 de julio de 2016

CERVANTES EN SEVILLA

Por Eduardo García Aguilar
Para muchos latinoamericanos caminar a orillas del Guadalquivir en Sevilla es retornar a los orígenes en una Andalucía multirracial donde siempre se cruzaron pueblos y vientos provenientes de todos los puntos cardinales, desde egipcios, fenicios, judíos, griegos y romanos hasta el dominio, auge, esplendor y caída del islam, cuyas huellas perviven en miles de palabras de nuestro idioma y en los nombres de las principales ciudades de aquí: Al Andalús, Córdoba, Benalmádena, Algeciras y muchísimas más. 
      Las aguas apacibles del río cruzan con naturalidad a Sevilla cubierta por el sol canicular y bajo los puentes se percibe una calma que nada tiene que ver con los ajetreos milenarios de este puerto fluvial sanguinolento que acogió todos los sueños y derrotas humanas, pero está lleno de ilusiones, pues la ilusión es esencia de sangre y danza, el simple hecho de ser feliz por estar en este mundo bajo el sol y junto al agua.
     Como no lejos de aquí estaban los puertos marítimos de Cádiz y Sanlúcar de Barrameda, de donde partían todas las naves hacia América o a darle la vuelta al mundo en siglos de exploración, aventura y descubrimientos, Sevilla era un poderoso centro administrativo donde reyes, magnates, viajeros, aventureros, asesinos, bandidos y  forasteros turbios se reunían a fraguar sus planes y a ejercer todo tipo de comercios y maldades sin fin.
      Prueba de ello es el Archivo General de Indias, cuya visita emociona siempre a quienes estudian sin cesar los misterios de España e hispanoamérica, pues en las estanterías, cajones y viejos baúles empolvados acumulados allí a través de los siglos se encuentran los folios salvados con la historia de millones de vidas y la contabilidad de los ires y venires de mercancias, libros, joyas, lingotes, prendas, telas, y todo tipo de objetos materiales, a los que se añaden cartas, testamentos, poderes y mensajes que vibran y chillan desde un pasado inagotable de sorpresas y misterios. Millones de vidas acumuladas en hojas de papel.
      Al lado del Archivo, la enorme Catedral de Sevilla nos recuerda a la similar de Ciudad de México, construida sobre Tenochtitlán a imagen y semejanza de esta por expatriados que deseaban reconstruir a España en territorios de ultramar. Un catedral que parece ciudad y dentro de la cual vibran hoy las notas de un órgano profundo que nos hace volar por tinieblas tenebrosas de siglos poblados de muerte, crueldad y eternidad apocalíptica.
      Allí se arrodillaban a orar aquellos conquistadores asesinos que, ya viejos y sobrevivientes, retornaban de las Indias con la pecaminosa carga de haber matado sin límites y humillado y diezmado a las poblaciones indígenas de América en uno de los más espantosos genocidios u holocaustos cometidos por la humanidad. Y junto a esos altares barrocos cubiertos de oro,  que brilla hasta enceguecer, bajo el treno del órgano, uno siente el peso de la historia y percibe el sudor de esos viajeros de cuando España era la gran potencia mundial y su reyes dominaban el mundo sin límites y enviaban sus enormes Naos por los mares del mundo.
      En el Archivo General de Indias, tras subir por escalinatas pulidas y caminar por salas de pasos perdidos junto a cuadros de virreyes y bustos de filólogos o historiadores decimonónicos, nos encontramos con una pequeña exposición dedicada a Miguel de Cervantes Saavedra, el autor del Quijote que soñó con ser nombrado funcionario en Cartagena de Indias y fue frustrado, por fortuna, en el intento. Y digo por fortuna, porque en el fascímil de la carta hallada en algún legajo de estos archivos, las autoridades lo disuaden de viajar a América  y lo invitan mejor a buscar empleo por estos lares andaluces.
      El autor del Quijote vivió entonces más de una década en Sevilla dedicado al modesto trabajo de recaudador de impuestos o de confiscador en los campos de productos alimentarios para dotar las naves de Su Majestad que viajaban a América. En esas tristes lides burocráticas terminó enredado en lóos judiciales que lo llevaron por fortuna a la carcel donde  inició la escritura de su obra maestra. Sin Andalucía y Sevilla el Qujote no hubiera existido y otra fuera la historia de la literatura castellana.
       Los investigadores encontraron este año nuevas cartas y datos del paso de Cervantes por Sevilla, expuestos en vitrinas al lado de documentos donde figura la lista minuciosa de las mercaderías que iban y venían de ultramar. Así sabemos que de las primeras ediciones de El Quijote se enviaron decenas de ejemplares a San Juan de Ulúa, en México, y a otros puertos de América como Cartagena de Indias.
       La modesta exposición con motivo de un nuevo centenario de Cervantes nos familiariza con su firma y nos muestra las huellas de pobre vida en pensiones y las angustias de uno de los más notables fracasados en vida de la historia literaria: la del simple empleadillo escritor de El Quijote de la Mancha. Y para tocar la realidad con las manos, de los sótanos de los Archivos subieron un enorme baúl cajafuerte de hierro fabricado en Nuremberg, con un sistema complicadísimo de llaves y claves que lo hacían inexpugnable con sus riquezas y secretos adentro.
      Afuera en Sevilla sigue la vida bajo la canícula. En el Alcázar la banda municipal toca pasodobles y en los tablaos auténticos del barrio de las Juderías cantan sin cesar los andaluces aquellas saetas y canciones que los han hecho famosos.
     En la Plaza de toros suenan los oles y en los barrios adictos al extraño animismo mariano siguen las multitudinarias procesiones de las vírgenes de los Dolores o la Soledad, cubiertas ellas de coronas áureas y mantos brillantes iluminados con un festín de cirios y veladoras encendidas, que llevan en andas desde hace siglos al son de los compases de alguna orquesta sacada de Tirano Banderas de Valle Inclán. Esa es la Sevilla de Cervantes, Bécquer, Lorca y Machado y Paco de Lucía sin la cual el mundo fuera mucho más aburrido.

    

lunes, 27 de junio de 2016

TEQUILA COXIS, DE EDUARDO GARCÍA AGUILAR: UN VIAJE A LA RAÍZ

 Por Jorge Nájar* 
 En su vena más honda, Tequila coxis(1) es un viaje a la raíz. No a la raíz étnica, cultural o política; un viaje a la raíz antropológica, tejida por toda una red sanguínea que la nutre. Este viaje empieza en una vieja y destartalada mansión de Ciudad de México; una casa de las antiguas familias patricias convertida en ruinas. La voz, los ojos, los sentimientos de Néstor Aldaz nos permiten visitar esas ruinas tanto humanas como arquitectónicas e incluso sociales. Así descubrimos el estado de decadencia en el que vive Porfirio Antúnez, representante de una antigua aristocracia venida a menos. Así nos compenetramos con el estado de caos social. Escombros de una lucha identitaria extraviada en la búsqueda de fantasmas de la historia. Denuncia y fascinación de una situación frecuente en la ficción y en la realidad latinoamericana.
El que llega a dicho espacio es un periodista que hurga en el pasado de ese ser decrépito. Hurga en pos de la verdad sobre la muerte de una actriz. Y como consecuencia de su inmersión, emerge la voz que rige la acción en Tequila coxis. Esa voz da cuenta de los movimientos y manifestaciones de esos personajes, para terminar cuajando en una novela poliédrica cuyo eje central, la búsqueda de los orígenes, vertebra todas sus facetas.
En uno de sus aspectos más visibles, con la apariencia de un canto a la ciudad multifacética, a la vez engendradora y devoradora de mitos y leyendas, de pasiones extremas y de personajes extraños, la voz nos conduce hacia la intrahistoria del cine mexicano en su época dorada. En paralelo, imbricado con ese canto, asistimos a la debacle de uno de los sobrevivientes de ese período de gloria reciclado por los azares de la vida en el líder máximo de un movimiento de “renacimiento” de los valores más singulares de la civilización mexicana pre-hispánica, en lucha a muerte con la cultura cataclismática y moderna del México contemporáneo. Sexo, droga y alcohol. Pero ya dije, en el fondo, el personaje central, se mueve a la búsqueda de saber quién es, quienes fueron los suyos, por qué ahí y en ese contexto, él que no es precisamente mexicano.
El descubrimiento de la verdad resulta un verdadero asombro para él y, singularmente, para el lector. Tequila Coxis resulta así un canto de amor y odio a la Ciudad de México, a la vida, a los azares de la existencia. En sus diferentes escenarios los personajes se cruzan, se tocan, se desean, se separan, se encuentran en habitaciones de paso a donde acuden los amantes, las esposas aburridas, los maridos hastiados, todos devorados por un deseo incontrolado.
Desde el dintel de la novela, después de haber visto el estado imperante en esa antigua mansión colonial el lector asiste al encuentro con otra de las constantes: el elemento a la vez cómico y misterioso de la Coatlicue. “En el otro extremo de la sala, en la pared, estaba el enorme cuadro de la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, la deidad que pretendía (Porfirio Antúnez) convertir desde hace años en centro de culto entre la gente de las barriadas... En medio de la decrepitud y cercano ya al fin, Porfirio Antúnez tenía aún aliento para canalizar sus odios a través de la diosa pétrea de espectral rostro ofídico, cubierta de mutilaciones y calaveras, y proyectar su ciega venganza contra Hernán Cortés, el conquistador que cambió el rumbo de estas tierras para siempre.” (pp: 15-16) Desde ese paradójico punto de partida, poco a poco iremos descubriendo el período de gloria de ese extraño personaje durante los años del esplendor del cine mexicano, autoconvertido en su decrepitud en el animador del movimiento aztequista-zapatista-anticortesinano. “-…¡Vamos a vengarnos de los españoles!- exclamó mientras engullía el último resto de la suculenta papa.” Marcada por una voluntad de análisis del extremismo identitario, Tequila Coxis no por eso cae en el tono de la denuncia; por el contrario, el flujo narrativo acarrea, por momentos, un fino sentido del humor y, en otros, un intenso dramatismo. Así logra poner al desnudo una pasión capaz de llegar al asesinato por amor.
Tequila coxis es, asimismo, una incursión en el mundo de las exageraciones libertinas y la usura de los cuerpos, con un entramado de novela negra en lo que ello conlleva penetrar en los lados más oscuros de una sociedad para indagar el pasado de una generación que se extravió en el mundillo del cine, la droga y el alcohol. El hijo de la frustrada estrella del cine, indaga por las circunstancias de la muerte de su madre y en su averiguación va descubriendo la ciudad y vive él mismo la pasión y se enreda en la trama del deseo con una serie de “libertarias”, cuyos comportamientos las convierte en seres caricaturescos.
Así, Ciudad de México en Tequila coxis es presentada como una fiera dispuesta siempre a dar el gran zarpazo, como una urbe llena de lugares asombrosos o siniestros. No por nada la presencia de roedores nocturnos y de mamíferos voladores entre los techos de la ciudad es una de las imágenes recurrentes a lo largo de la historia de la ciudad y de los personajes.
Las incursiones de Néstor Aldaz en pos de recrear el pasado de su madre le lleva a comprender que ninguna ciudad puede palpitar ni entenderse sin su historia negra, sin sus tragedias cotidianas y pasiones turbulentas. La historia de la delincuencia y de sus movimientos de “resistencia autoctonista” es también una historia de la ciudad y sus habitantes.
En muchas ocasiones, esta historia tiene más lustre que la oficial, la de los próceres y las gestas heroicas. Recordemos que las ciudades legendarias de la modernidad están marcadas por sus hechos delictivos y sus personajes criminales: Chicago, Los Ángeles, Nueva York, París, Londres. Tal también es el caso de Ciudad de México en la versión de Tequila coxis cuya mirada socarrona se burla de muchos militantes folklóricos de la identidad nacional e individual.
En medio de eso submundo Néstor Aldaz llega a descubrimiento de su verdadera identidad. “Y entonces supe, con horror, que era hijo del asesino de mi madre, una historia digna del griego Sófocles, y como un sueño, supe también que mi verdadero nombre no era Néstor Aldaz, sino Néstor Antúnez. Yo era pues la rencarnación del monstruoso y repudiable Porfirio Antúnez.” (p. 203)
Un abismal y fascinante relato en pos de la “identidad”.



(1) Tequila coxis, Eduardo García Aguilar. Editorial Colibrí S.A. México. Distrito Federal, 2003.

* Jorge Nájar. Poeta, ensayista y narrador peruano residente en Francia. (Pucallpa-Perú, 1946). Estudió en Lima Educación y Ciencias Humanas en la Universidad Nacional «Federico Villarreal». Trabajó de profesor en su ciudad natal. Ejerció en Lima el periodismo hasta 1976, cuando viajó a Francia donde prosiguió sus estudios de antropología en el Institut de Hautes Etudes de l’Amerique Latine, París III. En 1972 publicó su primer poemario Malas maneras. Obtuvo el Primer premio de la Bienal del Poesía del Perú (1984), Premio Copé de Oro; y el Premio Juan Rulfo de Poesía (Radio France Internationale, 2001). En 2002, la Editorial de la Unesco publicó su antología Poesía contemporánea de expresión francesa y, en 2003, la U. Católica de Lima lo reeditó. Toda su obra poética ha sido reunida en Formas del delirio (Ediciones San Marcos, Lima, 1999). Gran parte de su obra narrativa y poética ha sido traducida al francés: Le dire du malappris (Correcaminos, 1988); Pérou, contes populaires (Syros-Alternatives, 1989); Le diables rient (Syros-Alternatives, 1990); Toile Écrite (La Différence, 1992); Gravures sur maté (Folle Avoine, 1999); Figure de proue (Folle Avoine, 2006). Vive en París desde 1977 donde enseña y traduce poesía.

sábado, 25 de junio de 2016

AMADÍS Y CÁNDIDO: LEER LA GUERRA

Por Eduardo García Aguilar
La lectura del Amadís de Gaula, obra de un anónimo ibérico, y de Cándido,  farsa del filósofo socarrón francés Voltaire, nos conduce a diferentes épocas de la humanidad, cuyo hábito sostenido es y ha sido la guerra permanente.
    La primera obra es una novela de caballerías, escrita al parecer durante el siglo XIII. Esta obra es la inauguración del género de las novelas de caballerías que concluye magistralmente con las historias del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Preciosa, cautivadora, la novela no merece un simple análisis literario, pues nos lleva de acción en acción a los conflictos que se dan entre príncipes y caballeros, por peñascos, islas, valles poblados por preciosas doncellas.
     Los dos personajes centrales son Amadís de Gaula y Galaor, hermanos y brillantes caballeros andantes, desfacedores de entuertos, enamorados, coquetos, idealistas y tan vigorosos en la guerra como en el amor. El mundo mítico, lleno de castillos y florestas, amaneceres turbios, firmamentos salpicados de estrellas, prados, valles y alcázares es un orbe de muerte descrito con tal candor, que las cortadas de cabeza, despellejamientos, decapitaciones y atravesamientos de abdomen con adarga, hacen parte de un paisaje normal y corriente poblado de villanos y buenos.
     Me sorprendí riendo al leer esas descripciones de batallas. Dice por ejemplo que Galaor se enfrentó a fulano de tal caballero cortándole su cabeza; a otro, la adarga le atraviesa los huesos de las costillas dejando ver las tripas rojas regadas sobre el suelo; a otro lado le descalabra; a aquél le corta la mano derecha y se ve al caballero derrotado que con los muñones rojos aun de la sangre vertida se arrodilla y le pide perdón al triunfante por el entuerto hecho.
     Cándido es también una historia divertida de muerte, escrita con tal ironía que nos hace reir de nuestra propia imbecilidad. Es un hombre bueno este Cándido, que sin quererlo termina asesinando, matando y guerreando con una inocencia inusitada. Es cándido, porque la muerte que él encuentra en el camino y a la que se ve abocado, le parece algo normal y moral. Paradójicamente sus primeros encuentros ocurren en tierras de la pampa argentina y luego se extienden por nuestro atribulado continente, tan ducho en guerras y conflictos de toda índole. Cuando Cándido quiere la paz, de nuevo hay sucederes ineluctables que acrecientan su ingenua lista de muertos y agresiones.
     Cándido y el Amadís de Gaula se reúnen hoy aquí por el capricho de la pluma, ya que la comparación podría hacerse con casi todas las obras de la literatura universal o de la historia. Pocas son las obras, por muy míticas o románticas que sean, que no traten de la guerra, ese juego divertido e infantil de los hombres de todos los tiempos. El mérito de los textos citados es precisamente que ahora, bombardeados por las noticias de tantas guerras contemporáneas, tenemos la tendencia a olvidarnos de esa carnicería incomprensible y por ende, de la muerte certera que la anima.
     Para no llenarnos de horror y ponerle un poco de picante a la historia, que es sangrienta, más vale leer a Voltaire y a ese anónimo, que sentarnos frente a la televisión: leamos la guerra, pero a través de la ficción y los libros, esa sería la nueva consigna.
     La lectura de estas obras es ejemplar pues olvidamos a veces que el “progreso” del que tanto hablaban liberales y revolucionarios del siglo XVIII,  esperanzados en que nuevos mayores niveles de técnica y productividad traerían consigo mejores niveles de vida de la humanidad y paz creciente, se tradujo por el contrario en un avance de las codicias y el incremento y perfeccionamiento de las armas, que de adargas y espadas pasaron a ametralladoras, tanques, misiles, gases, bombarderos, portaviones, submarinos y bombas atómicas convirtiendo al mundo en un polvorín infinito.
    Si los trogloditas se peleaban con piedras y lanzas, los medievales lo hacían con ballestas multicolores, adargas y arcabuces, desuetos ya para tristeza de los hombres. Las nuevas armas conllevan la muerte mucho más rápido que antes, pero sigue siendo muerte al fin al cabo, muerte feliz que lleva a la ceniza enamorada de los cuerpos calcinados.
     No olvidemos que la soberbia del hombre contemporáneo, antropólatra, es tan vana como su propia inocencia. Nosotros los pacifistas de hoy podemos cantar victoria por ver alejado uno de tantos episodios humanos en los campos de batalla, pero la humanidad no se curará de la enfermedad y otros conflictos surgirán en otros lugares de manera ineluctable.
     Más vale pues leer el Amadís y el Cándido para comprender la fragilidad de toda paz y saber que en cualquier momento, por decisión absurda de gobernantes, políticos, gamonales, magnates, bandidos y poderosos guerreros de todo cuño, pueden volver a sonar los clarines de la batalla.
     Antes de que la ignominiosa guerra regrese leámosla a través de los libros o el arte en general. La bibliografía sobre la guerra en la ficción es inagotable y estas dos obras sugeridas hoy son apenas un abrebocas insignificante para atestiguar las tareas de la parca.
     Y más allá de los libros, podemos también reconocer la guerra  en las obras de grandes artistas de todos los tiempos y seguirla en las imágenes de los templos milenarios, asiáticos, europeos, africanos, americanos, mediorientales. Allí, a lo largo de los milenios, los artesanos chinos, japoneses, camboyanos, egipcios, persas, griegos, romanos, judíos, cristianos, islamistas, han recreado siempre en frescos y bajorrelieves millones de batallas con una minuciosidad que nos asombra, nos ilustra y por supuesto, nos aterra.  
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 * De la serie Textos nómadas.
       

lunes, 13 de junio de 2016

ETERNIDAD VIRTUAL DE BORGES

Eduardo García Aguilar
Nacido el 23 de agosto de 1899 y muerto hace 20 años* en Ginebra el 14 de junio de 1986, Jorge Luis Borges vive en la más inquietante nube de su gloria, con la obra acogida en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade y cientos de miles de entradas en la red Internet, que potencian el sueño del Aleph. Se necesitarían muchos años para poder visitar cada uno de esos sitios llenos de sopresas, laberintos, datos, juegos, enigmas y delirios de sus admiradores de todo el planeta y para viajar por los enlaces borgianos de la telaraña mundial, que nos llevan al nuevo efecto multiplicador de su palabra. 
Por donde pasaba, Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad literaria. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, unos años antes de su muerte, varios jóvenes se lanzaron una noche al suelo y empezaron a seguirlo arrodillados al grito de "¡gloria eterna para usted maestro!" y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración. Era exagerada esa histeria, pero lo mismo ocurría en Quito, Bogotá, Medellín, Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokyo, y París, ciudad donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como leyenda viviente. Se le veía junto a un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las avenidas de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final devorándose el mundo junto a su lúcida y leal guía María Kodama.
Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el hotel de la rue des Beaux Arts, donde murió Oscar Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois, Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire, gesto clave para desencadenar su fama global. En 1964 la revista L’Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hizo protagonista de su obra mayor Las palabras y las cosas y la Pléiade editó en 1999 sus obras en dos tomos revisados y escogidos por él hasta el último suspiro y presentadas y anotadas por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de sus últimos confidentes.
Para Borges la gloria era la mayor incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros. Pero a diferencia de otros pavosrreales, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista. Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. Su patria verdadera la literatura. 
De él dijo Cioran que "la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible y tan impopular como el matiz". El hispanista Gérard de Cortanze, afirma que trata siempre de "volver de nuevo a esta obra vasta y enigmática" y a un Borges "humanizado y más caluroso", lejos de la leyenda aceptada de "un intelectual abstracto y gélido". El último exégeta Bernès lo define como "el viejo anarquista tranquilo", según la propia y final autodefinición del poeta. Bernès cuenta los últimos días previos a su deceso y dice que tiene "la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron" y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que "yo no se en que lengua voy a morir". Héctor Banciotti, que estuvo cerca a esa hora postrera, dice que murió dormido. O sea que se fue en uno de sus sueños.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus poemas, ficciones, enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna y pasaba de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría del sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido. 
El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud latinoamericana entusiasta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literaria sino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida, la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
No era nacionalista sino abierto a todos los mundos y a todos los tiempos y su patria era en definitiva la literatura. Vivía en el espacio de la poesía. A los que llegaban a ella, les abría un reino de ficción e inteligencia. Toda esa generación debe percibir ahora con susto cómo el mundo literario mundial gira hacia la dictadura de los editores y escritores analfabetas sacralizados por la lista de ventas, el tintineo de las máquinas registradoras y el paso por las emisiones de televisión.
En tiempos de Borges el antiguo, la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era amable, generosa, llena de afecto y alegría, de fiesta; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados. Silvia Barón Supervielle escribió que para Borges "la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito" y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura. Aunque por fortuna en la bienvenida red virtual su palabra se rebela y se reproduce, se esconde y fluye ante la mirada interior de ese viejo irónico convertido en algo más que una figura legendaria: en escudo y espada de las letras inútiles.
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* De la serie Textos nómadas. París, agosto 29 de 2006.

domingo, 12 de junio de 2016

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS


Por Eduardo García Aguilar
El corazón de las tinieblas es el título de una de las importantes novelas del polaco-inglés Joseph Conrad y base argumental de la película Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola. Más allá de sus certeras cualidades narrativas y la tensión incsante que alimenta sus páginas, este pequeño texto es una parábola significativa del mundo moderno, de las consecuencias a donde nos lleva la locura y la soledad.
     Kurtz, el personaje que figura como sombra oculta desde el comienzo de la novela y que todos mencionan con temor y lástima, es un brillante hombre administrativo, encargado por una empresa mercantil de recolectar la mayor cantidad de marfil, pero que en su desenfrenada carrera de codicia en las espesuras de la jungla, pierde la razón y decide aprovecharse de la visión mítica que de él tienen los salvajes nativos de la selva africana, para alimentar sus delirios.
     Obcecado por el poder, por la fuerza incontenible y desmesurada que le otorgan los ignaros selváticos, Kurtz se envuelve en la violencia y en la sangre con saña mística, como si el poder fuera un fin en si, cuya moral acepta y destruye la vida humana, sin medida ni límite. La descripción de la odisea es relatada por un viejo marinero que recuerda su misión. El relato se pierde en descripciones preciosas y profundas de la lucha de la embarcación con los torrentes violentos del río, se interna en la personalidad de tantos personajes disímiles ahogados por la ambición y por el celo mutuo, contoneándose por sinuosos presagios de muerte y misterio.
     Parábola de la vida y la muerte, El corazón de las tinieblas es sin duda algo más que un río sinuosos y las flechas que los salvajes lanzan desde la ribera. Es en cierta forma la descripción del transcurso de la humanidad hacia la locura de la sangre, encarnada en ese hombre de calvicie pronunciada que es Kurtz y quien ya al borde de la muerte, carcomido por la enfermedad, se afirma en el rito sagrado de la sangre, con apoyo de la bestia calibanesca de la plebe. “Vivimos solos, como soñamos”, dice uno de sus personajes. Solos, en el transcurso, como las rutas del sueño, como las rutas del delirio.
     Es también El corazón de las tinieblas la magistal descripción del colonialismo decimonónico en las junglas de África, el cuadro pincelado con detalles miniaturizados de ese conflicto entre dos razas, una de las cuales apenas merece el título de seres vivientes. El negro del Africa, torturado hasta la saciedad, el negro que muere dejando una triste mirada vidriosa mientras se aferra a la flecha larga que le atraviesa el tronco y sale de él como el tallo fogoso de una planta joven.
     Ford Coppola intentó adaptar la historia a un tema que marcó a su generación, la guerra de Vietnam, uno de los grandes horrores de la segunda mitad del siglo XX. El Kurtz de la película sería uno de los militares estadounidenses que seducidos por el horror terminan saliéndose del redil e instalan en medio de la selva su propio reino de las tinieblas, implacable, solitario, animado por una moral propia, suya, negra, oscura como su vocación y las huellas malditas de su propia estirpe originaria.
     El corazón de las tinieblas está aquí presente a nuestro lado y transcurre repitiéndose como el común denominador del succeder humano. Inatajable, prolífico, rojo, negro, blanco, toma los carices camaleónicos del tiempo moderno y se viste de presidentes, secretarios de estado, magantes, bandidos de jungla o asaltantes de caminos. Conrad, que vivió durante años inmerso en la soledad que lleva el marinero a cuestas, comprendió muy bien al género humano como para poder describirlo con el óleo de su pluma magistal.
    Conrad tuvo tiempo para meditar en medio de la inmensidad salitrosa del mar, en el camarote, en la soledad del mando, en la lucha contra tifones y huracanes sobre todos los motivos del lobo humano, como diría Rubén Darío en su poema Los motivos del lobo. Esa sabiduría colocada por encima de los intereses banales de una política efímera e ilusoria, podía vestirse de conservadurismo, pero atinaba a develar sombras y pulsiones íntimas de la humanidad.
    La lectura renovada de este pequeño libro, obra maestra de la novelística mundial, nos sirve para tomar distancia de los aconteceres contemporáneos y entender que la repetición de la tragedia es continua, siempre sedienta de triturar y devorar vidas en un vacío de sombras.
     Allí donde reina la muerte, reina el sopor de los tifones, la soledad  de los silencios del bosque, el misterioso ajetreo de las fuerzas naturales. El mundo es y será el corazón de una extraña tiniebla y es necesario por lo tanto aprender a distinguir las formas de su transcurso entre la tenebrosa oscuridad de la historia.
     Conrad escribió muchas obras maestras y su vida de viaje le sirvió para recolectar todo tipo de caracteres humanos, personajes, paisajes, tramas, situaciones, dramas, desenlaces, que plasmó como si fuera el aeda ciego de las batallas homéricas.
     Su prosa impecable, seca, desprovista de inútiles adornos, va directo al grano, al corazón, a la pulpa de la existencia y de la humanidad. Con su obra rompió fronteras y nos demostró que el horror causado por el hombre es el mismo en todos los confines donde atracaron sus barcos. El escritor dio muchas veces la vuelta al globo por el mar y de sus vivencias de marinero y capitán extrajo el más fascinante retrato del hombre y sus tragedias. Conrad debe ser nuestro autor de cabecera y su lectura permanente nos despierta siempre de la enajenación a la que conduce la antropolatría, la fe ciega en la superiedad del homo sapiens sapiens, que de sapiens tiene poco y mucho más de hiena.
       
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 * De la serie Textos nómadas.


domingo, 5 de junio de 2016

LA CRECIDA DEL SENA

Foto Eugenia Varela
Por Eduardo García Aguilar
Este viernes por la tarde, caminando largas horas por las orillas del río Sena en crecida impresionante de más de seis metros, casi a punto de desbordarse e inundar parte de la ciudad, presencié una de las tardes más originales y extrañas que haya vivido recorriendo sus meandros entre la niebla, la humedad y la brisa fría de junio. A lo lejos, la Torre Eiffel estaba cubierta de bruma y los haces de luz que despedía desde el crepúsculo adquirían un tono de irrealidad, como si el monumento fuera un truco de efectos especiales.
En la estación Austerlitz, donde se miden los vaivenes del Sena desde hace siglos, comparándolos con su más grande crecida de 1910, cuando ascendió en más de ocho metros e inundó la capital, la visión era impresionante y respetable: un río sereno que cruza con fuerza llevando troncos y zurcado por el vuelo extrañado de gaviotas, garzas y patos, mientras los vecinos toman fotos con sus celulares y las familias se acercan asombradas con sus menores a observar un fenómeno que no ocurría desde hacía tres décadas.
En tiempos normales la rutina hace que salvo los turistas, la gente de la ciudad ignore al río cuando pasa por el metro elevado o en auto o camina apresurada hacia distintos rumbos, pero en esta fecha excepcional los transeúntes locales, residentes o nativos, salen de su letargo y ensimismamiento, para proyectar algo de luz en su mirada de introspección permanente. La magnitud de la crecida los incita a desviarse y a acercarse a las orillas inundadas o a permanecer allí impactados por el acontecimiento, viendo como las vías están sumergidas o percibiendo solo el copo de los arboles del jardín Tino Rossi.
Al lado de la Estación de Austerlitz está el centenario Jardín de Plantas, uno de los más bellos remansos verdes de la ciudad, donde se encuentra el más antiguo zoológico del país y el Museo de Historia Natural con sus gigantescos esqueletos de dinosaurios y todo tipo de animales y especies, así  como los enormes invernaderos donde se reproducen selvas y plantas exóticas. La cercanía y la inminencia de la inundación daba este viernes al lugar una nueva vida, ya que el río cruza simpre hundido y canalizado entre vías ferroviarias y automovilísticas o muros de piedra y cemento y ahora se le veía rebelde, como si deseara meterse a ese lugar que ha sido desde los tiempos de Bouffon y Lavoisier el centro de la investigación y el amor por la naturaleza.
Al frente los niños se acercan a un gimnasio sumergido totalmente, exploran las orillas de los jardines y las escaleras cubiertas y observan los barcos anclados que de repente han subido seis metros y se encuentran ahora separados e incomunicados y a punto de que estallen sus amarras tensas y decidan seguir el curso de las aguas como el Barco Ebrio de Arthur Rimbaud. Los policías ordenan a los curiosos que se alejen de las orillas y toman fotos de avisos y postes de luz hundidos entre el agua.  
Al lado del Jardín de Plantas está el Instituto del Mundo Arabe y más allá la Universidad de Jussieu, edificio enorme, pesado, horrendo y sucio del siglo XX, construido en puro cemento, donde se han impartido las disciplinas de la ciencia y se ha congregado la comunidad científica del país, pero que es incongruente con la casi etérea belleza arquitectónica de las orillas del río pobladas de edificios, casas y mansiones de millonarios que sobrevivieron a los siglos. El restaurante La tour d'Argent está iluminado y el obelisco del puente se ve semisumergido como en una película apocalíptica.
El agua del torrente pasa ahora con dificultad casi rozando los diversos puentes de la zona, cuyos arcos ahora diminutos impresionan y dan perspectiva a la excepcional crecida. Parejas de enamorados se detienen y se toman fotos para el recuerdo, fotógrafos profesionales y periodistas de televisión tratan de lograr el ángulo preciso y la muchedumbre crece cuando nos acercamos a la Catedral de Notre Dame y cruzamos hacia las dos islas centrales, la de San Luis y la de la Cité, donde los hombres han vivido desde hace milenios, antes de que llegaran los romanos y que hoy son los barrios más caros y secretos de la urbe.  
En una de esas mansiones palaciegas veo una placa donde dice que ahí vivió Charles Baudelaire en 1841 y 1842, lo que prueba que el poeta tenía buen gusto y adoraba residir en las orillas del Sena, porque otro de sus sitios de residencia era frente al Louvre, en la misma ribera donde murió Voltaire, el polémico autor de Cándido y otras mil obras. La Isla San Luis se ve hoy mejor que nunca entre la bruma y de ser un lugar irreal y glacial adquiere este viernes excepcional, con las luces de las habitaciones prendidas y las ventanas abiertas de par en par por sus residentes curiosos, un aire de humanidad de la que carece el resto del año. Los patos extrañados han poblado ahora la calle de la ribera, asombrados también por el fenómeno.
Los exclusivos y potentados habitantes de la Isla San Luis no salen de su asombro al ver tanta gente en las riberas deambulando y tomando fotos en uno de los ángulos magníficos de postal y de repente somos testigos de una fiesta elegante que se da en los salones de una residencia llena de cuadros antiguos y lampadarios vieneses, desde cuyas salas se ve la parte posterior de la Catedral Notre Dame, ahora magnificada por la creciente y que uno imagina rodeada por aguas o canoas ante el sonido de las campanas contadas por Victor Hugo en la novela donde los protagonistas son el Jorobado de París y su amada Esmeralda.  
Pero más adelante, donde las dos islas se miran y se cruzan en un amplio espacio acuático de corte veneciano, generando una de las visiones más hermosas y socorridas por las postales turísticas, con las misteriosas torretas agudas del Palacio de Justicia al fondo y otras cúpulas y torres circundantes, y además la Torre Eiffel semicuibierta de neblina y difundiendo sus haces de luz, la experiencia de la crecida llega a su culmen estético, con esas aguas que parecen poseerlo todo y donde se reflejan ya las luces amarillentas de los faroles antiguos.   
Estas aguas crecidas que he visto comenzarán a ceder el sábado poco a poco y la ciudad volverá a su rutina infalible, pero quienes caminamos toda esta tarde y esta noche de viernes fuimos partícipes de un momento único, epifanía excepcional que no se repetirá en mucho tiempo y estamos seguros de haber sido testigos de unas horas encantadas donde París amenazada fue más París y más poética que nunca entre la llovizna y la niebla. 
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* Publicado en Excélsior. Expresiones. México. 5 de junio de 2016.



domingo, 29 de mayo de 2016

DIEZ AÑOS SIN MIGUEL DE FRANCISCO

Por Eduardo García Aguilar
Hace ya diez años falleció un día de febrero en París el escritor colombiano Miguel de Francisco (1949-2006), aquejado por el cáncer fulminante de pulmón que le provocó su consumo exagerado de tabaco, que se agravó cuando comenzaba una nueva etapa creativa de su vida en un apartamento desde donde podía ver extendida la  ciudad a sus pies.
De Francisco fue un escritor raro, excéntrico, esteta que dedicó su vida a la literatura como si esta fuera una religión, alejándolo muchas veces de las obligaciones reales a las que están obligados todos los comunes mortales en este planeta, lo que le causó no muchas dificultades económicas y vitales en su larga errancia por varios países europeos como España, Francia y Austria entre otros.
Quienes lo conocimos sabemos que el sentido de su vida fue la lectura, la pasión por autores raros de todos los tiempos y la afición por otras ramas del arte como la plástica y la música, a las que dedicó crónicas y no pocos trabajos periodísticos dispersos en revistas y suplementos literarios.
Antes de irse para siempre de Colombia, trabajó como profesor de literatura en el Colegio Juan Ramón Jiménez en Bogotá y dio clases sobre escritura y lectura en varias universidades, donde comunicó a sus alumnos la pasión por autores de todos los tiempos y las técnicas literarias diversas que él exploraba en todos los sentidos.
En Barcelona, donde vivio muchos años, realizó trabajos para editoriales como traductor y corrector y después tuvo empleos en Viena y París, ciudad esta última donde trabajó en el Centro de Arte contemporáneo Pompidou y en oficinas de difusión del ministerio de Cultura.
Errante esencial, vivió en muchos sitios, poblando hoteles, buhardillas, casas y apartamentos de amigos o amadas y lugares donde solía pasar poco tiempo. En un momento obtuvo la beca para escritores de Saint Nazaire, donde residió en un apartamento situado en un piso alto frente a los astilleros de esa fría ciudad frente al Atlántico. En todos esos lugares escribió miles de cartas a los amigos cuando aun se solía ejercer la correspondencia escrita y redactó algunos de sus principales libros como Arcana, Armario de Solterones o El Enano y el Trébol, entre otros.
Su prosa era barroca, a veces difícil de seguir por lo culterana y cargada de múltiples sentidos, inspirado por la obra de José Lezama Lima y otros barrocos latinoamericanos como Severo Sarduy. También fue un gran lector de los modernistas y de los decadentes franceses y europeos de fines del siglo XIX y exploró autores raros de todos los tiempos, grandes novelistas experimentales como Lawrence Sterne o James Joyce, o místicos cristianos o judíos.
Poseo unas 30 cartas inéditas de Miguel de Francisco escritas desde Barcelona y París donde en largas páginas cuenta su cotidianidad y la vida literaria de las ciudades, así como sus lecturas insomnes, proyectos e ilusiones, y en todas ellas anima al corresponsal a descubrir nuevos autores y a luchar contra viento y marea para vencer los fantasmas de página en blanco.
En Armario de solterones cuenta la vida de las pensiones e inquilinatos donde estuvo temporadas en Bogotá con su anciana madre divorciada y se acerca en esas páginas al destino de solitarios y fracasados en esa fría capital de los años 50 y 60 donde transcurre su infancia y parte de la adolescencia.
También con su madre, que fue enterrada en el cementerio de Montjuich en Barcelona,  Miguel de Francisco Forero viajó por varias ciudades europeas de niño y adolescente residiendo en hoteles y pensiones hasta que la poca fortuna familiar se fue extinguiendo y dejó a esa improbale pareja de madre e hijo casi en la miseria novelesca. Miguel siempre esperó durante su vida una herencia, y quiso el destino que cuando ya se resolvieron los pleitos judiciales de décadas, el asunto se aclaró poco después de su muerte y el legado al parecer fue devuelto al Estado pues él murió intestado, sin hijos y sin viuda, como en las novelas.  
De las miserias y pobrezas cíclicas siempre se levantaba el escritor, quien gustaba de trajes finos y chaquetas de cuero, gasnés, camisas exquisitas, mancuernas, corbatas y corbatines de seda, sombreros y otros admínuculos de la elegancia propugnada por Brummel, y de esta forma, aunque andara a veces sin un peso en el bolsillo, deambulaba como un verdadero dandy por las calles de Madrid, Barcelona, Viena o París.
Algunos de sus libros fueron traducidos al francés por autores conocidos como Laure Bataillon o Michel Falempin, quienes lo apreciaban y admiraban, y editados en bellas ediciones, pero como casi siempre ocurre en Colombia con los errantes y viajeros, poco se le publicó allí, salvo en la colección de la diáspora de Colcultura, dirigida hace cinco lustros por Oscar Collazos y Guido Tamayo, que escribió una noveleta, El inquilino, inspirada en la vida de este esteta colombiano olvidado.
El sol caía en París, nítido, enorme, a la izquierda del paisaje de tarjeta postal vista desde los dos ventanales del último apartamento de Miguel de Francisco. Ahí lo sorprendió la muerte entre desesperados ataques de tos, la madrugada de un sábado o un domingo o un lunes de fines de febrero de 2006, con los pulmones cristalizados por cuatro décadas de humo.
Quedó ahí tirado con un plato destrozado, los pies hacia el baño, a donde tal vez fue a conectarse al aparato de oxígeno, y su rostro sereno hacia el pequeño corredor que da a la cocina y a la habitación.  Vivía allí desde hacía un año, en el piso 17, apartamento K, del número 46 de la rue Bargue, al sur de la ciudad, no lejos de la rue de Vaugirard y del metro Volontaires, con la inmensa Torre Eiffel al frente, y a la derecha la cúpula dorada de Invalides, donde reposa Napoleón. Era un sitio espléndido para un literario total, indecente y marginal como él --« muy antiguo y muy moderno », como diría su adorado poeta nicaragüense Rubén Darío.
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 * Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 29 de mayo de 2016.


domingo, 22 de mayo de 2016

JOTAMARIO EN PARÍS

Por Eduardo García Aguilar
Pasó como un rayo por París el poeta nadaísta Jotamario Arbeláez, quien a sus 75 años de edad es un verdadero fenómeno y sigue pareciendo tres décadas más joven por la infatigable energía que derrocha, la apertura, simpatía, coquetería e irreverencia que lo ha caracterizado como líder sobreviviente y activista máximo del más fenomenal movimiento literario poético surgido en Colombia en el último medio siglo y que, cosa curiosa, a medida que avanza el siglo XXI y el país parece arcaizarse y retroceder con frecuencia a los tiempos de la Colonia y de los gamonales asesinos y esclavistas más godos, sigue siendo cada vez más moderno y necesario y una voz de libertad en medio de la radicalización ambiente.
Ya lo he dicho en varios escritos y en especial en la Diatriba contra la poesía colombiana sentada en sus laureles, que los poetas de la generación nadaísta merecen todos estatuas en plazas de ciudades, pueblos y veredas colombianos, bustos en colegios, academias, universidades e instituciones como la Academia Colombiana de la Lengua y el Instituto Caro y Cuervo, a lo que alguna vez el benjamín del movimiento, Eduardo Escobar, replicó que mejor les dieran ahora cuando vivos la plata contante y sonante del costo de tales efigies. 
Hay grandes poetas contemporáneos de la generación nadaísta que admiro y leo con frecuencia como Jaime García Maffla y Giovanni Quessep, y otros de la llamada Generación Sin Nombre o Desencantada, como Juan Gustavo Cobo Borda, Harold Alvarado Tenorio y Juan Manuel Roca, entre otros, pero el nadaísmo como tal es un fenómeno notable en Colombia y es difícil ahora imaginar lo que significó en este país cainita y atrasado la emergencia de estos jóvenes rebeldes, que inspirados en la generación de los beatniks estadounidenses y las ideas existencialistas en boga en los años 50 en Francia, decidieron renovar el ambiente cultural del país, sacudirlo, inyectarle humor y alejarlo de la pomposidad y la retórica clerical que dominaba casi todos los géneros literarios del país, donde se ha aspirado siempre a escribir muy bonito y a alzar la voz engolada en las tertulias literarias olorosas a naftalina y aguardiente.
Fenómeno a la vez publicitario y de sociedad, el nadaísmo surge en los tiempos del Frente Nacional, cuando se da una pequeña tregua en la guerra y se oyen ya los pasos lentos para iniciar las nuevas guerras cíclicas que han asolado el país desde entonces, dejando centenares de miles de muertos y millones de desplazados al interior y hacia el exterior del país. Nadie imaginaba entonces la terrible era del delirio guerrillero ni la hegemonía aún más delirante de los capos del narcotráfico encabezados por Pablo Escobar ni la tenebrosa era del narcoparamilitarismo de motosierra, que llegó inclusive a poner en la llamada "Casa de Nari" a un presidente durante ocho años.
Jotamario y Gonzalo Arango 
El profeta Gonzalo Arango, ungido por Fernando González, el sabio de Otraparte, inició un movimiento que practicó en permanencia el performance para sacudir las conciencias y al mismo tiempo que el padre Camilo Torres conseguía adeptos en sus correrías cristianas al mando del Frente Unido o que los marxistas conquistaban fieles para su catecismo, él lograba la adhesión de jóvenes apóstoles, entre ellos el precoz Jotamario Arbeláez, hijo de un sastre de Rionegro que le confeccionaba en Cali trajes y vestimentas al mejor estilo de Los Beatles británicos y a su vez compartía con esos locos la aventura de la poesía. No es extraño que ese movimiento surja de la católica y endogámica Antioquia, región que ha dado al país y dará aun los mayores iconoclastas desde Cosiaca a Fernando Vallejo, pasando por Fernando González y Montecristo.
Jotamario (1940) y otros apóstoles difundieron la palabra nadaísta en las ciudades de provincia y lograron así conformar un movimiento donde se destacaron mujeres notables como la precoz narradora Fanny Buitrago, con quien está en deuda el país, y la dramaturga Patricia Ariza, entre otras, así como otras figuras masculinas vivas o muertas que se han convertido en leyenda. Unos se quedaron en Colombia y otros se fueron al extranjero para siempre, pero su voz sigue siendo necesaria porque rompe con los esquemas de la solemnidad de la literatura colombiana. Y entre ellos es de destacar al gran poeta Jaime Jaramillo Escobar, X-504, el autor de Sombrero de ahogado y otros libros extraordinarios que lo izan al mando literario del movimiento y lo hacen merecedor de todos los galardones posibles. Rebelde y retraído, X-504 está por fortuna entre nosotros y es un grande que todos debemos leer y releer.
Jotamario iba rumbo a un recital de poesía en China, pero paró unos días en la capital francesa para realizar su peregrinación emocionada, iniciada en 1982. Ya en su famoso libro de memorias Nada es para siempre, Jotamario Arbeláez relató con emoción su primera visita a París a los 42 años, una edad que él consideró tardía para conocer a la ciudad luz. Aquella vez vivió hasta el delirio la alegría de llegar a la capital donde reinaron muchos de sus poetas preferidos, entre ellos Baudelaire y Verlaine, y la recorrió agitado, infatigable, se untó de las aguas del Sena, vio las luces ocres del crepúsculo caer sobre la mítica Notre Dame, deseó con la mirada a las bellezas de la calle y trató en vano de hospedarse en el Hotel de Flandre, donde vivió García Márquez pobre e indocumentado.
En estos días rápidos de su visita relámpago Jotamario recorrió la ciudad y leyó a un grupo de amigos al calor del vino fragmentos de textos donde mencionó la inolvidable In a gadda da vida, himno rockero para muchos de nosotros, por lo que no dudé en ofrecerle como regalo un performance de danza de aquella interminable melodía, volando casi sobre el piso y simulando las gitarras en compañía un gran amigo músico y dramaturgo que canta cumbias en Pigalle y me hizo el favor de hacerme el bajo. Alegría de aquella noche inolvidable en Ivry, en casa de Efer, en compañía de Liliana, Luisa y Carolina, y otros amigos poetas, que no olvidaremos nunca.
Después de su corto paso por China, Jotamario regresó a París y de nuevo mostró su infatigable energía. En la Asociación France Amérique Latine presentó una publicación donde varios nadaístas adhieren a las negociaciones de paz de La Habana ante un público de colombianos y franceses y después de libar vino y hablar de poesía concedió una entrevista a la periodista Angélica Pérez de Radio France Internacional, antes de volar de regreso a Colombia como si el periplo de diez días hasta el Extremo Oriente no le hubiera hecho mella alguna. 
Fernando Vallejo, que hace poco lo acusó de ser un "hippie viejo" en un sermón pronunciado en la última Feria del Libro de Bogotá, envidiaría esa fuerza vital, y la capacidad de bailar e intentar seducir a sus admiradoras de todas las edades y reivindicar sin tapujos de ninguna índole el uso del viagra a los 75 años. Ya es hora de que Jotamario y Fernando Vallejo hagan la paz, porque en fin de cuentas el novelista antioqueño es otro de los últimos nadaístas, aunque él no quiera reconocerlo. A ellos debería unirse el notable poeta y ensayista Harold Alvarado Tenorio. Si ese encuentro se diera algún día, el nadaísmo habría logrado por fin la paz más difícil de lograr: la paz entre poetas y escritores que se odian.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de mayo de 2016.