domingo, 3 de agosto de 2025

CON CHARRY LARA EN BOGOTÁ: CENTENARIO


 Por Eduardo García Aguilar

Varias veces caminé con Fernando Charry Lara (1920-2004) por las calles céntricas de Bogotá, donde tenía su oficina de abogado en un viejo y enorme edificio de la carrera séptima con calle 18, cerca de las cafeterías y librerías que abundaban entonces en esa zona de la urbe que fue el centro de la actividad del país a lo largo del siglo XX. Por esas calles caminaron todas las glorias colombianas del siglo pasado cuando eran jóvenes, en busca de algun café como el Automático y otros similares, donde se reunían a tomar tinto, beber, arreglar el mundo y hablar de literatura.
 En la primera mitad del siglo la élite del país solía residir en esta zona donde se encontraban las sedes de los grandes diarios, además de los ministerios, en amplios apartamentos de estilo art-deco que ahora se han vuelto en algunos casos espléndidas librerías de ocasión como la llamada Merlín, situada en la carrera octava, no lejos de la Avenida Jiménez. Por esos rumbos podía el transeúnte toparse de repente con expresidentes, políticos famosos o leyendas literarias como los poetas Aurelio Arturo, Luis Vidales o León de Greiff.
 Conocí a Charry porque el poeta guatemalteco y mundial Luis Cardoza y Aragón, que había sido amigo y maestro suyo y de Alvaro Mutis cuando fue diplomático en Bogotá en los tiempos de asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, me encargó entregarle el libro André Breton atisbado en la silla parlante, que recién había publicado la Universidad Nacional Autónoma de México. Con semejante recomendación de quien a los 18 años había sido en París uno de los más jóvenes poetas dadaístas y el hecho de que Charry hubiese vivido de joven en México, donde yo residía entonces, hacía que tuviéramos mucho tema de conversación. 
 Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, vuelve la imagen de uno de los más exquisitos poetas colombianos del siglo XX, cuya obra concisa y profunda, llena de luz, cobra cada vez mayor fuerza porque bien sabemos con Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus poemas, como los de Aurelio Arturo, son ya obras clásicas de la poesía hispanoamericana y sus ensayos, de claridad y lucidez impecables, nos adentran en el ejercicio y los misterios de la poesía y en la obra de los grandes poetas españoles y latinoamericanos del siglo XX. 
 Este bogotano de carta cabal era de baja estatura, delgado, vestía de traje y corbata, lucía una gabardina para enfrentar los chaparrones capitalinos y con frecuencia llevaba una boina negra que lo hacía semejar a Fernando Pessoa cuando caminaba por las calles lisboetas. Charry era de una sencillez especial y un interlocutor amistoso con los poetas jóvenes, a quienes escribía cartas comentando sus primeros libros, que leía con atención y afecto.
 Varias veces recorrimos las librerías del centro, como la vieja Lerner o la Nacional, que en ese entonces estaba por esos rumbos, y caminando por esas calles y carreras capitalinas, la séptima, la décima, la trece, la Caracas, la Jiménez, solía contarme recuerdos de su infancia y juventud. Así supe de viva voz suya del sepelio de José Eustasio Rivera, al que asistió de niño llevado por su padre y al que dedicó un poema que es uno de los mejores de la poesía colombiana, o de una primera aventura amorosa que tuvo con una enfermera en alguna de aquellas esquinas por donde pasábamos.
 La última vez nos vimos en 2001 en el Segundo Congreso de poesía en lengua española desde la perspectiva del siglo XXI, organizado por el Instituto Caro y Cuervo en tiempos de su director Ignacio Chávez, al que asistieron el peruano Carlos Germán Belli, la uruguaya Ida Vitale, y los chilenos Pedro Lastra y Oscar Hahn, entre otros.  Charry falleció de manera sorpresiva tres años después en Washington, a donde había ido a visitar a su hija. El destino quiso que viera su última luz en Estados Unidos, no lejos de donde José Eustasio Rivera se apagó fulminado por las fiebres contraídas en las selvas que inspiraron La Vorágine. El rigor de su crítica literaria y la lucidez, erotismo y luminosidad de su poesía seguirán iluminando a los lectores afortunados.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de septiembre de 2020. 

sábado, 2 de agosto de 2025

LA MELENA ANTES DE PARTIR


Por Eduardo García Aguilar

Como era menor de edad, mi padre firmó la autorización oficial de mi viaje y me acompañó una tarde a cortarme el pelo, que lo tenía muy largo como era usual y se requería reducir un poco la melena para evitar problemas en los aeropuertos. Todos ya estábamos desde hacía tiempo bajo el impacto de los Rolling Stones y su éxito mundial Satisfaction. 

Mi padre tenía 60 años y me imagino el dolor que significaba ver partir a su hijo tan joven hacia esa aventura de viajar al otro lado del planeta, aunque en el fondo la idea no le disgustaba. Para disimular silbaba alguna canción mientras veía en la peluquería como cortaban sin piedad mi cabellera setentera y las mechas caían al suelo. 

Los de su generación, que se abrieron al mundo durante la Republica liberal que llevó a la presidencia a Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y el joven Alberto Lleras Camargo, también se iban de casa muy jóvenes en la primera mitad del siglo XX, cuando el objetivo de los hijos era emprender y abrirse camino al andar.

Mientras pasaba el féretro del poderoso Eduardo Santos, dueño del mayor periódico nacional y ex presidente, y cuando en la Catedral se reunían para las honras fúnebres todos los hombres de su época, encorbatados, solemnes, pomposos, babeantes, flacos y obesos, jorobados y erguidos, de sacoleva y corbatín, a mi me cortaban la melena en un ritual de iniciación.

Antes de que me cortaran la cabellera como a Sansón había estado en varias fiestas y reuniones con amigos de mi generación, compañeros de Sociología de la Universidad Nacional y escritores en ciernes que nos reuníamos a veces con Oscar Collazos, cuando llegaba joven y consagrado de Europa, donde había vivido mayo del 68 y el esplendor del boom latinoamericano en Barcelona, no lejos de García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. En una de esas fiestas los amigos me mostraron en la noche estrellada al amanecer la Cruz del Sur para que me despidiera de ella.

Mientras pasaba el féretro de Santos y en un amanecer leía los periodicos enormes que seguían publicando ediciones especiales sobre la historia política del siglo XX, podía decir que pese a tener 20 años recién cumplidos ya habia mojado plana ahí en Lecturas Dominicales. El joven Enrique Santos Calderón, de barba rebelde y recién llegado de Europa, había publicado algunos artículos míos hasta en el espacio consagratorio debajo de la caricatura de Pepón y luego me pagaba por la colaboración firmando un bono para que pasara a la caja.

La esquina de El Tiempo era entonces el ombligo del país y al frente estaba el lugar donde habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Más arriba, por la Jiménez estaba la sede de El Espectador, regentado por los Cano y donde García Márquez cambió de destino como redactor y reportero de éxito con reportajes inolvidables como el del Relato de un náufrago.

Todo eso ocurría a unos días de que partiera al otro lado del océano en medio del aceleramiento de la historia  de Colombia, pues a inicios del mismo año los rumberos guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada de Bolívar de la Quinta Bolívar en medio de la algarabía nacional. Y hacía solo seis meses, los estudiantes de Sociología y otras carreras de la Universidad Nacional amanecimos en el Jardín de Freud escuchando por radio las noticias que venían de Chile sobre el golpe de Estado del 11 de septiembre, propiciado por Estados Unidos.

Después de bombardear el Palacio de la Moneda, el general Augusto Pinochet derrocó a Salvador Allende, que murió en esa jornada. Inocentes nosotros, esperábamos hasta el amanecer en jornadas febriles que se revirtiera la situación. Y para rematar, poco después, agobiado por la tristeza, moría el gran poeta Pablo Neruda en un hospital donde algunos aseguran que lo envenaron.

Pero como los pájaros que vuelan, en esos momentos estaba impulsado por la emoción de la partida hacia otro continente soñado desde los primeros años de la adolescencia. El futuro nos atropellaba de repente y ya no había forma de mirar hacia atrás.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de agosto de 2025. 
* Foto del Jardín de Freud. Universidad Nacional de Colombia. 


viernes, 1 de agosto de 2025

RÉRQUIEM CARNAVALESCO PARA JOE


La muerte de Joe Arroyo de repente nos lleva a reflexionar sobre la colombianitud o la colombianidad. Desde la lejanía de la diáspora en donde transcurrimos tal vez cinco o seis millones de colombianos, las reacciones fueron unánimes en Estados Unidos, Canadá, Francia, Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Estocolmo, Roma, México y Londres. En muchas casas de colombianos del extranjero, y con cualquier motivo, esta semana fue de encuentros celebratorios de su genio y su largo camino, que deja una impronta imborrable en la historia popular colombiana contemporánea.

Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero, realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos, la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos, sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción, algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador. Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui (1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico, castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño, payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato, reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos. García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos, vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para vivir y darnos vida nada más.


viernes, 25 de julio de 2025

VIDA E HISTORIA AL AMANECER

Por Eduardo García Aguilar

Amenecimos el jueves 27 de marzo de 1974 cerca de la sede central de El Tiempo, en un café de la Avenida Jiménez. Bogotá, la metrópoli, la urbe agitada, se despertaba ya desde antes aun en la oscuridad y los diarios empezaban a circular con el grito de los voceadores. 

Había muerto el ex presidente Eduardo Santos (1888-1974), dueño del periódico y una figura que marcó todo el siglo XX como uno de esos personajes de entonces que estuvieron desde el comienzo del siglo en las primeras páginas de la actualidad, los negocios y los periódicos, uno de los líderes de la élite inasible de los protagonistas, que vivió todas las venturas y desventuras del país y a la vez lo ayudó a cambiar durante los sucesivos gobiernos de la República liberal, vigentes hasta poco antes del inicio de la trágica Violencia y el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.

Esos días eran intensos porque el 5 de abril me preparaba a viajar a Europa a estudiar y dejar el país de mi infancia y adolescencia, lanzándome a una aventura escalofriante que entonces era poco probable y significaba casi como viajar a Marte, a otro planeta, o lanzarse sin alas hacia los abismos.

Hay momentos en que nos atropella la historia del país donde nacimos, al mismo tiempo que experimentamos cambios cruciales y definitivos en nuestras propias vidas, tal y como leíamos en las novelas clásicas. En ese instante en que yo vivía el júbilo de la próxima partida y saboreaba ya las aventuras futuras que se auguraban al otro lado del océano, no solo se iba uno de esos padres de la patria de entonces casi santificados, sino que el país se estremecía por el reciente robo de la espada de Bolívar.

Hacía poco los guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada del Libertador de la quinta del mismo nombre en las faldas de Monserrate y aun estaban presentes las imágenes de los avisos publicitarios que salieron en varios diarios anunciando la llegada de un misterioso producto con ese nombre, que parecía un lombricida y resultó ser el movimiento que a la larga, medio siglo después, llegaría al poder a través de uno de sus militantes.

En ese entonces casi todo sucedía en el centro de Bogotá. Por ahí estaban las sedes de los grandes diarios, las   universidades, los ministerios, las mejores librerías y cafeterías donde poetas, políticos y negociantes se reunían durante el día y la noche en una actividad incesante de un país que aunque pobre y caótico, ya se caracterizaba por esa energía inagotable y la algarabía devastadora de sus pasiones políticas, antes de que se abriera la "ventanilla siniestra" del narcotráfico generalizado.

Con el amigo que estaba celebrando mi partida habíamos estado en la noche en varias reuniones con jóvenes escritores y salimos en la madrugada de una fiesta para dirigirnos a esperar el bus que nos llevaría a nuestras casas respectivas, pero antes nos sentamos en ese café recién abierto a tomar una changua y hojear los diarios que traían ediciones especiales por la muerte de Eduardo Santos. 

En esos diarios ilustrados con la increíble trayectoria del humanista, diplomático, político y periodista, representante del liberalismo moderado y de centro, viajero y cosmopolita, habitante de Nueva York y París, donde estudió,  veíamos pasar la historia del siglo que empezaba a terminar para siempre, mientras agonizaba el Frente Nacional y se abrían nuevos acontecimientos sociales y políticos inimaginables aquella mañana histórica y muy personal.
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Publicado en La Patria, Manizales. Colombia, el domingo 27 de julio de 2025.  

   

 


sábado, 19 de julio de 2025

LOS SECRETOS DE POLICARPO VARÓN

Por Eduardo García Aguilar


Policarpo Varón (1941) siempre ha sido uno de los secretos mejor guardados de la narrativa y la literatura colombianas desde que publicó en 1973 su primer libro de cuentos El festín, en la editorial Oveja Negra. Desde entonces, el cuento que lleva ese título ha sido incluido en varias antologías del género en Colombia y América Latina y él continuó en la sombra ejerciendo la alegría de escribir cuentos y ser antes que todo un lector apasionado. Después publicó El falso sueño (1979), Jardín del intérprete (1977) y La mágica tragedia (1986).

En su cuarto libro, Equilibristas (2001), despliega su sentido del humor y la libertad y flexibilidad narrativas.ambientados en un pueblo tolimense afectado por la atroz violencia de aquel tiempo entre liberales y conservadores y en Buenos Aires, a donde el de la voz narrativa realiza varios viajes reales e imaginarios, anclados en el mundo literario de la capital argentina, cuando estaba en su esplendor la fama del gran mito ciego Jorge Luis Borges.

Buenos Aires es una obsesión para un lector como Policarpo Varón, pues a lo largo del siglo XX fue la Meca de las letras, el tango y el cine, un lugar crucial del mundo editorial e intelectual del continente latinoamericano, a donde todos querían llegar algún día, desde los tiempos de José María Vargas Vila, Bernardo Arias Trujillo, Witold Gombrowicz, Rabindranath Tagore y Victoria Ocampo. Buenos Aires era la Nueva York del sur.

Visitar Buenos Aires de la mano de Varón y adentrarse en su erudición literaria es un viaje inolvidable, como lo es también andar por los parajes de Tolima, caminando con el narrador y sus amigos, junto a ríos, veredas, casonas abandonadas, remansos, carreteras y montañas. En cada cuento suyo vivimos experiencias absurdas y nos enfrentamos al absurdo de la vida y el tiempo, a través de su lucidez implacable.                                .  

"He pensado que los pavorosos prejuicios religiosos, de bandera partidista y culturales vividos por Colombia durante mi infancia y mi adolescencia afectaron mi psiquismo y mis comportamientos hasta hoy", afirma Policarpo Varón en el epílogo de este libro, donde cuenta su vida y su pasión literarias.

"En mis cuentos privilegio el lenguaje y el argumento - no la trama ni el desenlace -", añade el autor, quien parte de "una anécdota, situación o imagen que reveo o recuerdo", lo que "constituye el estímulo inicial de mis cuentos" y de "ahí busco elaborar la ficción, la poesía activa, que logro estudiando y desdoblando la anécdota, la situación o la imagen que inicialmente me han conmovido, con la cándida esperanza de que el lector encuentre una parábola general de la vida o el hombre", concluye.

Varón pertenece a una vasta generación de escritores que empezaron a publicar muy jóvenes en la revista Eco y emprendieron el camino literario con vocación borgiana, tratando de conectarse con las nuevas corrientes y abrir caminos para la literatura colombiana, antes de que surgiera la deflagración comercial del boom latinoamericano y cayera el meteorito brutal de Cien años de Soledad.

Ese fenómeno comercial y de vanidades y ambiciones masculinas de machos alfa, hizo perder en cierta forma la inocencia a los escritores que hasta entonces hacían literatura como kamikazes, a sabiendas que ejercer ese oficio los llevaba a experimentar dificultades económicas sin nombre y un largo camino de soledad e incomprensión. Hasta entonces ser escritor en América Latina era emprender el camino de los malditos y siempre fueron vistos con desconfianza, como casos patológicos y marginales poco frecuentables.

Bastaba con observar la larga lista de los clásicos de la literatura universal o latinoamericana para descubrir destinos trágicos de todo tipo, encabezados por los emblemáticos suicidas, seguidos por los errantes que aunque gloriosos terminaban mal como José Asunción Silva, Ruben Darío y otros modernistas. Se emprendía la literatura como una opción autodestructiva y utópica, hasta que en los nuevos tiempos el ejercicio fue carcomido por el arribismo y la codicia.

Policarpo Varón siempre ha sido para mi un faro y un ejemplo desde su retiro entre libros. Cada encuentro con él en Bogotá ha sido una sorpresa y una alegría, y lo vivido con él puede ser un relato suyo, como cuando me llevó a conocer a su congénere Nicolás Suescún.  Varón inició su camino en el Tolima, luego trerminó el bachillerato en Medellín y después se estableció en Bogotá, donde vivió muchas décadas, siempre inmerso en el mundo de los libros y el estudio de las técnicas narrativas que aplica en sus historias.
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Publicado en la patria. Manizales. Colombia. Domingo  20 de julio de 2025.


jueves, 17 de julio de 2025

ACTUALIDAD DE BERNARDO ARIAS TRUJILLO

Por Eduardo García Aguilar

A ocho décadas de su muerte y 115 años de su nacimiento, Bernardo Arias Trujillo (1903-1938) sigue siendo actual porque hace parte de una generación moderna y malograda que irrigó la poderosa creación telúrica latinoamericana de su tiempo en todos los países, antes del estallido de la Segunda guerra mundial. No solo escribió en su corta vida de 35 años la novela cinematográfica Risaralda, sino que fue poeta, traductor, panfletario, publicista y ensayista de talento. 
Hace unos años, cuando visité una noche de neblina con Harold Alvarado, Álvaro García y Marcela Cerón la vieja casa donde él murió, desfigurada por la institución instalada ahí, cuando debería ser un museo dedicado a su vida y obra, recordé con alegría y agradecimiento el hecho de que mi padre tuviera varios de sus libros en su biblioteca y por eso me conecté muy temprano con su traducción de La balada de la cárcel del Reading de Óscar Wilde, así como Diccionario de emociones y En carne viva.  
El poema homosexual Roby Nelson era ampliamente conocido entre los jóvenes poetas y amantes de la cultura de la ciudad, que éramos muchos, pues había además de la gran agitación política reinante de la época post-68, muchos centros culturales y un culto a la literatura que ya se practicaba por tradición desde hacía décadas, no solo por el auge de los llamados greco-quimbayas, que eran políticos derechistas ilustrados, como Silvio Villegas, sino por la literatura popular y rebelde de Iván Cocherín y José Naranjo y la literatura maldita existencialista de José Vélez Sáenz. 
Conocí el poema a través de mi padre, un liberal que amaba la literatura y lo tenía en una antología de poesía colombiana al lado de los poemas de Julio Flórez, Guillermo Valencia, José Asunción Silva y Rafael Pombo. No asustaba para nada en Manizales ese canto a un efebo bonaerense de arrabal. Se le disfrutaba como un gran logro estético. Todos admirábamos a Rimbaud y Óscar Wilde.
En su biblioteca mi padre tenía toda su obra, salvo la que firmó con el seudónimo de Sir Edgar Dixon. Los escritores mayores, algunos de los cuales pudieron coincidir jóvenes con Arias Trujillo, conocían muy bien sus libros e incluso criticaban su exageración en el manejo de los adjetivos y el excesivo greco-quimbayismo de su prosa. 
Además de su famoso poema gay Roby Nelson, hay otro poema erótico de Arias Trujillo llamado Versos a una muchacha deportista, lo que nos indica que como Proust, tenía buen sentido de apreciación del cuerpo femenino, como lo demuestra en su descripción de las "belkis trigueñas" en su clásica novela.
Su leyenda ya estaba instalada poco después de su muerte. Manizales es una ciudad muy especial porque ya en los 30 existía allí una gran editorial privada, Arturo Zapata editores, que publicó a todos los clásicos del país en tiempos de entreguerras, como Fernando González, César Uribe Piedrahíta, León de Greiff y muchos otros. El director de esa editorial era un exquisito que dirigía además la revista literaria Cervantes.
Lo cuento más por curiosidad documental que otra cosa: acabo de desempolvar en unos papeles viejos que cargo en un maletín negro, el original de un ensayo que escribí sobre Arias Trujillo a los 17 años, y que ganó un premio de ensayo en LA PATRIA con el que me gané 5.000 pesos de ese entonces. "Bernardo Arias Trujillo: el artista y el mundo", por fortuna inédito, es un texto de 10 páginas con apartes que me sorprenden y otros que me sonrojan, donde paso revista de manera caótica a la vida y la obra del personaje con los elementos conocidos por un joven escritor adolescente manizaleño de la época, intoxicado de literatura y rebelión, lo que muestra con claridad documental que Arias Trujillo era un escritor asumido y oficial en Manizales.
Tratemos de situar a Arias Trujillo en el contexto histórico nacional. Es necesario acabar con las mitologías de opereta y de tango que la cultura colombiana oficial ha tejido en torno a los autores de la época de entreguerras, una de las más fascinantes del siglo XX, que está por cartografiar y estudiar ampliamente, como lo han hecho con ese lapso de la historia literaria de sus países argentinos, brasileños, peruanos y mexicanos. 
El país en esos años 20 y 30 era mucho más moderno de lo que creemos. Retornó el liberalismo al poder con Enrique Olaya Herrera, Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo. Se fundaron la Biblioteca Nacional y la Universidad Nacional de Colombia, se publicó la Biblioteca Samper Ortega y hubo un gran auge editorial y cultural. En esas dos décadas en Bogotá y en varias ciudades de provincia había revistas, editoriales y vida cultural. 
Manizales por esas fechas era una especie de Manaos cafetera de tierra fría con mucha presencia europea. Europeos y estadounidenses ya habían llegado antes en el siglo XIX a trabajar como ingenieros o capataces en las minas de la zona. O sea que no era un pueblo perdido o aislado en las montañas. Además la cultura era algo central y ya se había fundado el periódico LA PATRIA, donde escribían los autores del greco-quimbayismo, entre ellos Silvio Villegas, su director, Aquilino Villegas y otros. 
Había varias tendencias políticas en el país: el liberalismo, laico y abierto en materia cultural, el conservatismo, admirador de Mussolini, la derecha maurrasiana francesa, la falange española y las ideas eugenistas del protonazismo. Y también había un gran auge de las ideas socialistas y comunistas con personalidades como María Cano, Ignacio Torres Giraldo, Luis Vidales y una gran actividad sindical y de los movimientos sociales. En medio de toda esa efervescencia de escritores, caricaturistas, poetas, panfletarios, vivió el joven Arias Trujillo. 
Nació en Manzanares, vivió en Manizales, pero también estuvo a fondo en Bogotá, donde escribía folletines, y en Buenos Aires, donde fue diplomático con el "Leopardo" José Camacho Carreño. Era pues un joven cosmopolita de tendencia liberal, una versión liberal de los Leopardos.  En su libro En carne viva se muestra su furia frente a los que él llama los "lanudos" de Bogotá y la oligarquía colombiana. Era un rebelde e inclusive un derechista como Silvio Villegas, el autor de No hay enemigos a la derecha, publicada por Arturo Zapata en 1937, admiraba a este joven contemporáneo y dice que su rebeldía lo llevó al fracaso: "Altivo y desdeñoso, desafió con indomable carácter las oligarquías económicas y políticas, cerrándose los caminos del éxito". Ahí todo está dicho.

 

---- Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Septiembre 23 de 2018. 


EL PADRE DE ROBY NELSON

Por Eduardo García Aguilar

Después de 70 años de ostracismo, Bernardo Arias Trujillo (1903-1939), padre de Roby Nelson, el sulfúrico poema sobre un efebo bonaerense, se está poniendo de moda como ícono gay latinoamericano, gracias al interés de jóvenes bogotanos y la publicación de una semblanza en un libro colectivo sobre escritores malditos, publicado en Santiago de Chile y donde comparte estrellato con su compatriota Porfirio Barba Jacob.

Por su novela Risaralda, Bernardo Arias Trujillo era a nivel regional el escritor más importante y era estudiado y comentado por los profesores de literatura a nivel de bachillerato en los años 70. Pero además de Roby Nelson, acordémonos que hay otro poema erótico de Arias Trujillo llamado "Versos a una muchacha deportista", lo que nos indica que también tenía buen sentido de apreciación del cuerpo femenino, como lo demuestra en su descripción de las "belkis trigueñas" en su clásica novela.

Ambos poemas eran ampliamente conocidos en los medios literarios colombianos hacia los años 50, 60 y especialmente 70, cuando se celebraba en la ciudad donde murió el Festival Internacional de Teatro y muchos de los invitados eran llevados a conocer la casona familiar donde pasó sus últimas horas. Debido a que era un combativo liberal en tiempos de auge de los fascismos criollos, también se leía " Aclamación de Cristo", poema donde la figura es emparentada con la rebeldía y la lucha por la justicia. Su leyenda ya estaba pues instalada poco después de su muerte.

En Manizales ya en los años 30 existía una editorial privada, Arturo Zapata editores, que publicó a todos los clásicos del país en tiempos de entreguerras, como Fernando González, César Uribe Piedrahíta, León de Greiff y otros muchos. El director de esa editorial era un exquisito que dirigía además la revista literaria Cervantes.

Después de 1968, el poema Roby Nelson era ampliamente conocido entre los jóvenes poetas y amantes de la cultura de la ciudad, donde se daba un culto a la literatura que ya se practicaba desde hacia décadas, no solo por el auge de los llamados greco-quimbayas, como Silvio Villegas, sino por la literatura popular y rebelde que se practicaba en todo el departamento de Caldas, con autores como Iván Cocherín y José Naranjo o por la literatura maldita existencialista de José Vélez Sáenz.

Los intelectuales mayores, los poetas y los lectores de la ciudad sabían de memoria Roby Nelson, al lado de los poemas de Julio Flórez, Guillermo Valencia, José Asunción Silva y Rafael Pombo. De hecho yo todavía sé de memoria apartes del poema sobre Los lánguidos camellos de Valencia y por supuesto de Roby Nelson de Arias Trujillo, que aprendí entonces.

No asustaba para nada en Manizales ese canto a un muchacho bonaerense de arrabal. Se le disfrutaba como un gran logro estético. Todos admirábamos a Rimbaud y Óscar Wilde. Los intelectuales de las generaciones anteriores tenían un gran culto por la poesía y solían aprender de memoria los poemas clásicos colombianos y del modernismo latinoamericano, y referirse a su libro diatriba "En carne viva" contra la clase política colombiana, o a su hedonista "Diccionario de emociones".

En el diario local LA PATRIA se hablaba con frecuencia sobre Arias Trujillo, o sea que siempre fue un clásico entre los columnistas cultos del periódico, que eran mayoría en ese entonces, en especial José Vélez Sáenz, Jorge Santander Arias, Danilo Cruz Vélez, Edgardo Salazar Santacoloma, Ebel Botero, algunos de los cuales pudieron coincidir jóvenes con Arias Trujillo.

Incluso se criticaba su exageración en el manejo de los adjetivos, el excesivo greco-quimbayismo de su prosa. Y francamente nadie se asustaba por el asunto de la homosexualidad del poema pues Óscar Wilde, modelo de Arias Trujillo, era un autor muy apreciado. Todos los adolescentes leíamos El retrato de Dorian Grey, El ruiseñor y la rosa y la Balada de la cárcel del Reading en la traduccion de Arias Trujillo y sabíamos de su pelea con Guillermo Valencia.

Manizales vivió a comienzos de siglo un espectacular auge económico por la exportación mundial del café y por su situación geográfica y después de los incendios en 1925 y 1926 por los dineros de las pólizas de seguros con los que se reconstruyó la ciudad con edificios republicanos art-déco y republicanos, construidos por arquitectos de renombre internacional. Aunque era predominantemente conservadora, el homosexualismo wildeano era ya muy común en esos tiempos y muchos poetas, intelectuales y artistas eran reconocidos homosexuales, que vivían su condición discretamente, pero no estaban solos.

Había intelectuales que hablaban claramente del asunto como Ebel Botero y Javier Arias Ramírez, entre otros. En mi adolescencia sabíamos todos que era una ciudad donde había homosexualidad y que había amplios círculos homosexuales. Había intelectuales mucho mayores que reivindicaban abiertamente su homosexualidad como Ebel Botero.

Y es normal, dada la gran presencia del catolicismo y la impronta de la Iglesia, cuyo mayor símbolo era la enorme catedral Catedral Primada. A lo que se agregan las taras patriarcales de la cultura antioqueña. El novelista manizaleño José Vélez Sáenz, otro escritor maldito, autor de Las llaves falsas y otros libros malditos de corte existencialista, abordó muy bien el tema de la droga y ese mundo infernal de la ciudad, que ha sido el tema de su narradores.

Y había además amplias zonas de tolerancia que reinaron durante décadas, destacando el carácter bipolar de una ciudad religiosa de día y pervertida de noche. Desde los años 30 las zonas de tolerancia se ampliaron al calor del tango y otras músicas populares. Por eso no es extraña la aparición en ese contexto de Arias Trujillo y mucho menos que hoy se ponga de moda en un mundo donde esos temas ya no son tabú para nadie.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Julio 15 de 2012.




jueves, 10 de julio de 2025

EDUARDO GÓMEZ ENTRE BERLÍN Y BOGOTÁ

Por Eduardo García Aguilar


Eduardo Gómez (1932-2022) fue uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX, autor de una vasta obra poética, narrativa y ensayística y pilar de la cultura de entonces como profesor en la Universidad de los Andes y colaborador de instituciones editoriales o culturales colombianas, donde se desempeñó después de una larga estadía de estudios en Alemania.

Tuve la oportunidad de conocerlo cuando llegué a Bogota desde Manizales a iniciar mis estudios en la facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. Visitaba con frecuencia al gran ensayista Jaime Mejía Duque, paisano caldense que se desempeñaba como abogado en el ministerio de Trabajo y muchas veces coincidí ahí con su amigo Eduardo Gómez y luego salía con ellos a caminar por la séptima y a tomar café en alguno de esos sitios memorables de la capital, donde se reunían poetas, abogados y políticos.

Ambos eran abogados y escritores germanistas muy elegantes y refinados por sus larga estadía en Europa. Mejía Duque siempre estaba impecable de traje y corbata y sabía muy bien ocultar el brazo que le faltaba debido a un trágico accidente de infancia, orgulloso tal vez de hacer parte de la estirpe de los mancos literarios, al lado de Miguel de Cervantes Saavedra y Ramón del Valle Inclán.
    
Jaime Mejía Duque también había realizado estudios en Alemania y de allí la amistad que los unía a ambos, personas de izquierda  pertenecientes a la misma generación y que estaban en pleno apogeo de sus facultades, alrededor de su cuarentena. Fue una fortuna para mi, que tenía 18 años, poder compartir con ellos, leer sus libros y gozar de su amistad y generosidad. Con ambos tuve a lo largo de sus vidas una relación amistosa y cada vez que venía a Bogotá los visitaba y sosteníamos correspondencia en aquellos viejos tiempos de antes de internet, ordenadores y redes sociales.

Eduardo Gómez era más dandy. Lucía siempre un largo gabán negro alemán y a diferencia de Mejía Duque no solía llevar paraguas.  Había nacido en Miraflores, Boyacá, en el seno de una vieja familia de origen español y era alto de estatura, blanco, erguido, y a lo largo de las décadas seguía siendo el mismo personaje sin arrugas, que casi nonagenario era el mismo de siempre, por lo que yo bromeba diciéndole que había hecho un pacto como en el Fausto de Goethe, poblado por las astucias de Mefistófeles, para lograr la vida eterna.

De eso hablamos la última vez que lo vi cuando me invitó a almorzar en 2017 a su casa cerca de Teusaquillo, al lado del novelista Magil. Después seguimos con el mismo tema de Fausto cuando abordamos unn taxi para ir al centro y allí nos despedimos para siempre, aunque la verdad que no, pues sigo leyédolo con el mismo entusiasmo y sigo celebrando su gran talento, rigor e inteligencia.

Su primer libro de poesía, Restauraciópn de la palabra, fue publicado en 1969 y para mi fue una lectura importante que aun me nutre. Poemas excelentes, ágiles, modernos, sobre la vida en la urbe en una Colombia que entonces no se había hundido aun en otros abismos, pero que ya los había experimentado. Son poemas expresionistas, muy a tono con aquel mundo alemán de la posguerra que vivió y palpitó cuando hacía teatro con el Berliner Ensemble, recién apagadas las cenizas de la conflagración. Su poesía era implacable y sin miedos.

A ese libro siguieron El continente de los muertos (1975), Movimientos sinfónicos (1980), El viajero innumerable (1985), Historia baladesca de un poeta (1989) y Las claves secretas (1998), varios de ensayo  y una gran novela, La búsqueda insaciable (2013) , de la estirpe de las grandes que se escribían en Europa central en tiempos de Joseph Roth, Franz Kafka y Robert Musil. Eduardo Gómez es uno de los secretos mejor guardados de la literatura colombiana y latinoamericana y por eso hoy lo celebro.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de julio de 2025.