Tienen toda la razón José Emilio Pacheco y Juan Villoro, entre otros muchos notables escritores mexicanos de todos los sectores, desde las revistas Nexos y Letras Libres hasta la academia y la calle, en lamentar el triste episodio del último premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2012, que, dotado en parte con dineros del contribuyente, fue entregado en la clandestinidad a Alfredo Bryce Echenique como un homenaje desvergonzado a los listos y a los vivos que plagian.
De repente, en un torbellino infernal, se reunieron todas las taras odiosas que caracterizan el panorama intelectual hispanoamericano desde hace unas décadas, cuando los diques de la vergüenza, la indignidad y la falta de ética se desbordaron en total impunidad de la letrina literaria, ante la inercia mansa del foro ciudadano.
Cuando confluyen la Universidad, el Estado y el gremio editorial, donde se supone debe reinar el sagrado derecho de autor como contraparte letrada de los derechos humanos y al mismo tiempo se usan dineros públicos provenientes del contribuyente, deben aplicarse la ética, la honradez crítica, el rigor académico, el estudio vasto de las letras estén donde estén, pobres o ricas, capitalinas o provincianas, y desterrarse el contubernio permanente e impune de los listos de la farándula.
Se suponía que la corrupción era coto vedado de las castas políticas y financieras, ante las cuales los ciudadanos perdemos todas las batallas, cuando no la vida, pero ahora terminó por corroer los ámbitos literarios y las ferias del libro, donde editores, escritores y críticos avivatos negocian intercambios de favores y crean clubes endógenos de premiadores profesionales que van de feria en feria haciendo la fiesta como reyes Midas con dineros ajenos. Por supuesto que términos como ética, honradez, transparencia, derechos humanos y de autor, parecen pasados de moda y asuntos para ingenuos e incautos pobretones que no están en el ajo o no tienen la impudicia de venderse siempre al mejor postor como Fouchés intercambiables de las letras y la cultura.
Primero, la Universidad debería ser garantía irrestricta de ética, porque se supone que en los llamados templos del saber el derecho de autor es rey y el plagio la vergüenza y el escarnio absolutos. Cuando algo así se descubre, como ocurrió en Alemania hace poco al ministro de Finanzas, el funcionario, por más talentoso que fuere o por más poder político que tuviere, debe renunciar de inmediato. Lo mismo ocurrió en México hace unos meses, cuando un poderoso editor de Alfaguara a lo largo de décadas y alto dignatario de la Universidad Nacional Autónoma de México tuvo que renunciar al premio Villaurrutia y a su cargo al reconocer con humildad su labor de plagiario, en medio de las críticas de los escritores mexicanos que ya no tragan entero.
En ambos casos la universidad alemana y la mexicana no podían dejar pasar el asunto, porque la impunidad sería la entronización definitiva del plagio como una de las bellas artes y el triunfo de los vivos y los listos sobre los humildes que se devanan los sesos lejos de los cenáculos de poder en largas noches de lectura y trabajo.
El mundo editorial en general y las grandes ferias del libro en particular, como las de París, Frankfurt, Bogotá, Madrid, Buenos Aires, Nueva York o Londres, herederas de Gutenberg o Casiodoro de Reina, son pasadizos donde debería rendirse homenaje no a los avivatos y a los avorazados o a los best-sellers mediáticos, reyes del escándalo y la clownería, sino a escritores en éxodo o en exilio interior, que claman en el desierto o en la oscuridad lejos del poder político y la plutocracia y muestran el camino a los nuevos en sus búsquedas, angustias o ilusiones.
Los grandes consorcios editoriales recientes han desvirtuado por desgracia el derecho de autor. Sabemos muy bien que utilizan los nombres de los escritores como marcas en su insaciable búsqueda de ganancias y que cuando éstos ya no tienen tiempo o talento les fabrican sus libros. Para ese efecto recurren a pobres ghost writers que usan los depósitos de manuscritos olvidados y luego lanzan tales obras como geniales producciones de las vedettes del momento, como ocurrió en los recientes casos de dos Premios Nobel, Camilo José Cela y José Saramago, y de un gran best seller y académico español, Arturo Pérez Reverte.
Todos sabemos que los millonarios premios de las editoriales Planeta y Alfaguara son arreglados de antemano para autores de su catálogo y que son ilusos los cientos de autores que envían manuscritos a esas justas que ya traen los dados y las cartas marcadas. Pero, bueno, en este caso, se podría decir que se hace trampa con dinero privado y no público.
Otra cosa es cuando gobiernos pobres o en crisis destinan ingentes sumas para premios como el FIL, de 150.000 dólares, que se entregó en secreto en Lima a quien por desgracia, sean cuales fueren sus razones, y tal vez muy dolorosas, entró en la deriva generalizada de plagiar como un niño malo surgido de su propia novela Un mundo para Julius y engañar a los autores y a las publicaciones que confiaban en su nombre y que, como Nexos y otras, le pagaban por ello.
De este "desdichado" episodio, como dijo José Emilio Pacheco, sale algo positivo: los escritores, académicos e intelectuales mexicanos y latinoamericanos ya no tragan entero y están dispuestos a desenmascarar las imposturas y a luchar contra los vivos que se arrogan el derecho de nombrar a dedo a todos los premiados hispanoamericanos del momento en un jueguito donde la consigna es: yo te premio y tú me premiarás.
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