sábado, 1 de octubre de 2016

EL FIN DE LOS HÉROES

Por Eduardo García Aguilar
Todos esperamos que, como desea el papa Francisco desde el Vaticano, el acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC quede blindado este domingo y se pase ya directamente a implemetar la agenda para que el país inicie otra era histórica con nuevos protagonistas y discursos contemporáneos, flexibles y modernos, ágiles, inteligentes, recursivos, que dejen atrás las manías de los histéricos caudillos nuestros que, espero, yacerán ahora sí para siempre en el desván de los zapatos viejos.
Hay que estar muy loco para negar legitimidad a un acuerdo de paz avalado tras un largo proceso de negociación por el Vaticano, las Naciones Unidas, Estados Unidos, La Unión Europea, los países garantes, entre ellos la experimentada Noruega, a los que se agregan la comunidad internacional en pleno, las diversas instituciones internacionales de derechos humanos, la misma Corte Penal Internacional y los analistas y expertos de los principales medios internacionales, que como The Economist, The Guardian, Le Monde, The New York Times, la prensa alemana, italiana, española, asiática, africana y las demás, han dedicado sus primeros titulares al crucial acontecimiento. 
Tuve la fortuna de cubrir hace mucho tiempo las negociaciones de paz de El Salvador y Guatemala en México y celebrar cuando lo que parecía increíble se realizaba: se daban la mano militares y guerrilleros, se abrazaban líderes políticos de derecha e ideólogos marxistas-leninistas que dejaban para siempre las armas, las víctimas y los victimarios reconocían la necesidad de pasar al fin a otra cosa, avalados por Naciones Unidas y el mediador gobierno mexicano, que entonces tenía mayor influencia y protagonismo geopolítico que hoy. En los lobbys de los hoteles día a día presencié como se construía un acuerdo de paz.
Antes había cubierto como periodista parte de esa guerra y visto en el terreno el atroz Playón de la muerte cerca de San Salvador, donde centenares, tal vez miles de cadáveres putrefactos de guerrilleros y militares eran lanzados por volquetadas sobre los restos calcinados de la lava volcánica a la codicicia de gallinazos y perros hambrientos. Vomité en el Hotel Camino Real donde estaban los corresponsables extranjeros y durante varios días tuve náuseas luego de ver tan apocalíptica escena, en ese lugar a donde me mandó un sacerdote jesuita de la universidad local para que conociera de lo que se trataba esa guerra.
En Guatemala sentí la tensión y en Tegucigalpa y en la frontera con Honduras y Nicaragua capté los ecos de la guerra entre contras patrocinados por las fuerzas del imperio y los revolucionarios sandinistas. Y en esas largas jornadas locas, cuando los corresponsales corren peligro, ni siquiera pensé en la posibilidad de que algún día hubiera negociaciones exitosas de ese tipo en Colombia. Pero al fin lo imposible sucedió y estamos a punto de pasar a otra era, donde enfrentaremos sin duda otros conflictos, pero ya no serán los mismos ni con las mismas figuras.    
Las distintas ceremonias de perdón realizadas en las últimas semanas en lugares donde sucedieron hechos terribles cometidos por la guerrilla, los signos de la devolución de tierras y propiedades acumulados en la guerra en marcos legales y minitoreados por instancias responsables, los avances hacia el desminado y la concentración de guerrilleros y milicianos tal y como está planeado en el pacto, la próxima dejación de armas, son indicios de que lo que parecía imposible es realizable.
No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, dice un refrán milenario que, con la sabiduría que otorga la experiencia y el dolor, muestra que todos los conflictos de la historia terminaron algún día y fueron reemplazados después por lapsos de relativa estabilidad gozados por generaciones nuevas, antes de que ellas mismas se maleen o se degeneren. Todos los países y civilizaciones de la humanidad han vivido auges y caídas y desaparecido dejando sus huellas para el trabajo futuro de arqueólogos, antropólogos, historiadores y cronistas. 
La historia de la humanidad ha sido siempre una incesante y cruel guerra por obtener y dominar territorios y riquezas y los líderes o jefes de guerra de esas luchas se las arreglaron siempre para justificar las acciones bélicas con pretextos nacionalistas, ideológicos, políticos, religiosos o de cualquier otra índole. Alguna vez cayeron Nínive y Babilonia, se derrumbaron los persas, se extinguieron los faraones, terminaron los imperios de Darío, Alejandro Magno, Sulaimán y Hitler. Grandes dinastías asiáticas vivieron largos periodos de hegemonía y prosperidad antes de perderse en el polvo del tiempo. El terrible Atila alguna vez se extinguió entre la humareda de sus delirios.   
Como prueba de la locura humana por el poder recordemos los 8000 guerreros de terracota de Xian, en China, enterrados hace dos milenios por el emperador Qin Shi Huang, poderoso que quiso vencer a la muerte por medio de ese acto de megalomanía bélica. Igual hicieron los faraones con sus gigantescas pirámides y para no ir muy lejos, los grandes reyes de las civilizaciones prehispánicas mayas, olmecas, toltecas, aztecas, incas, quienes soñaron con desafiar la eternidad a través de hermosas prámides y templos sacrificiales como los de Teotihuacán, Montealbán, Palenque, Chichen Itzá y Machu Pichu.     
Los que hemos vivido este medio siglo tanto en Colombia como en el exterior escuchando las noticias incesantes del conflicto, habíamos perdido toda esperanza: a un lado gobiernos y gamonales sucesivos incapaces de avanzar hacia la negociación y al otro un grupo armado que hasta hace poco manejaba un discurso arcaico que correspondía a un pasado remoto de guerras frías y conflictos creados por el sueño romántico de imponer utopías por medio de las armas y la violencia.
Ya no morirán más guerrilleros ni soldados en la trifulca. La sangre por un momento dejará de manchar la tierra fértil. Pero tendremos que lidiar con los fanáticos caudillos de la Violencia que seguirán incansables en su monomanía abogando por la guerra y la muerte, pero que no mandarán jamás a sus hijos a hacerla. Esa será la lucha de quienes estamos del lado de la tolerancia: desarmar con argumentos el odio de quienes lloran inconsolables el fin de una guerra que iniciaron y alimentan. Y para argumentar es necesario mirar lo que ocurrió en Colombia con la perspectiva de lo vivido por la humanidad desde hace milenos. La óptica histórica es el oxígeno de la lucidez.