Por Eduardo García Aguilar
Casi todas las obras de ficción han sido eróticas y bien puede decirse que hablar de literatura y erotismo es lo mismo, pues ambos parten de similares principios y pulsiones. Las grandes guerras u odiseas griegas o latinas estaban motivadas por el deseo, la búsqueda incansable de la mujer fugada, robada o secuestrada o la espera del amado, como Penélope, tejiendo sin medir el tiempo, o incinerándose en la playa como Dido ante la partida de Eneas.
Edipo Rey, la Ilíada, la Eneida, la poesía de Safo o de Propercio, Las mil y una noches, Orlando furioso, las vastas literaturas india, china, japonesa, árabe, las sagas nórdicas o anglosajonas estuvieron animadas por la pulsión devastadora del deseo. Así también la novela de caballerías, pues el héroe andante iba a la guerra animado por el amor cortés y sus batallas debían excitar desde lejos a la amada, convirtiéndose en leyendas e historias que seducían a los lectores.
Amadís sueña con Oriana, Alonso Quijano con Dulcinea y de igual manera es erótica La Celestina, o entre las historias amorosas europeas Romeo y Julieta, Manon Lescaut, Pablo y Virginia y Atala y René, o las latinoamericanas María de Jorge Isaacs y Clemencia del mexicano Ignacio Manuel Altamirano, sin dejar de lado a Rojo y Negro de Stendhal, Madame Bovary de Flaubert, Las ilusiones perdidas de Balzac, el Fausto de Goethe, El conde de Montecristo de Dumas y mil obras más.
Todas esas obras están movidas por el amor, el deseo, la carne, el aroma de amadas y amados, la soledad del abandonado, la inquietud del traicionado u olvidado, la ilusión quimérica del enamorado. En todas las páginas de obras memorables suceden auges y caídas de personajes por culpa de esta pulsión intermitente y calcinante, como ocurre en la Carmen de Merimée o en todas las historias donde aparece los arquetipos de Don Juan o la adúltera Bovary.
En las literaturas decadentes de fines del siglo XIX, en la era parnasiana o simbolista, el asunto del deseo exploró las perversiones y la patología psiquiátrica con obras tan notables como Brujas la muerta de Georges Rodembach o Las diabólicas de Barbey d'Aurevilly, entre otras, y en el campo latinoamericano con las neurasténicas novelas de Vargas Vila, que excitaron con sus flores de fango a varias generaciones de lectores, aunque fueran misóginas y relamidas y estuvieran cargadas de adjetivos.
Ya hacia el siglo XX hay un viraje que llega a su clímax con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Obra titánica de un asmático elaborada en tres lustros de infatigable trabajo, la de Proust es un estudio profundo de las variantes del deseo y los celos y un fresco magistral de la sociedad de su tiempo, cuando se extinguían las aristocracias y emergía la poderosa burguesía ilustrada.
De su tiempo son también las obras de André Gide y François Mauriac, que exploran el tormento erótico, la prohibición, la culpa, el pecado, en tiempos ya marcados por los estudios del Sigmund Freud y la pléyade de discípulos psicoanalistas que marcaron el siglo XX e influyeron a casi toda la novelística centroeuropea y europea, como lo muestra La montaña mágica, otra de las obras cumbres de la primera mitad del siglo XX.
La lectura completa de En busca del tiempo perdido desanima a cualquier aspirante serio a novelista, pues el nivel de esa obra es tan alto que hace inútil y desechable cualquier obra posterior. Se puede aspirar a escribir novelas más o menos logradas en su modestia, pero es imposible para un ser humano elaborar una obra tan polifónica y compleja, tan disfrutable desde el punto de vista del lenguaje, pues es un palimpsesto sin fondo de miles de capas sucesivas capaces de explorar el deseo y la miseria humana, una tela de araña elaborada por quien ambicionaba a escribir lo imposible y luego morir.
Pero pese a la inutilidad y la imposibilidad manifiesta frente a la grandeza de Proust, los novelistas de todos los continentes siguen y seguirán produciendo obras en las que trabajan años aunque saben que serán olvidadas en las estanterías empolvadas del tiempo. Cuando desde temprano un joven se ve infectado por la literatura, es porque la pulsión ya lo desborda y la única forma de liberar esas energías es expresando con palabras lo que aun no logra con gestos o miradas. Muchos, los más, fracasan en el intento, otros culminan obras dejando el pellejo en ellas y algunos que aplazaron el intento con frustración e impotencia, logran en el crepúsculo de sus vidas a veces parir un libro que los salva.
En la soledad de los años iniciales que aun no saben del destino ni del futuro, el futuro novelista es movido por unas fuerzas telúricas que lo sobrepasan, y como Sísifo intentará a lo largo de su vida subir la roca hasta la cima a sabiendas de que ya allí, la piedra se devolverá por el despeñadero y tendrá que reanudar el intento. En Un amor de Swann, Proust estudia la personalidad de un artista fracasado que se dejó llevar por el deseo y los celos al enamorarse de Odette, una mujer "que no era su tipo" y por cuya pasión mancilló su rango aristocrático y nunca logró llegar a ser el artista que soñaba aunque tenía todo el talento para ello.
Cuando inició su obra maestra en 1908, Marcel Proust era un pobre fracasado, un enclenque y rico burgués inteligente, exquisito, elegante y lúcido que acudía a los salones parisinos y hacía crónicas de esas mundanidades para el diario Le Figaro. Había traducido a Ruskin, era lector y conversador apasionado y había intentado sin gran éxito escribir varias obras que estaban engavetadas. Pero desde las ruinas de su fracaso se alzó para conjurar la derrota y con todo lo visto y escrito en su paseo por salones, oficinas, hoteles, restaurantes, calles y burdeles de su tiempo logró escribir una obra que le dio una gloria que pocos contemporáneos le auguraban, entre ellos André Gide, quien rechazó su primer volumen, obligándolo a publicarlo por su cuenta.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 16 de septiembre de 2018.