viernes, 16 de abril de 2021

NOTRE DAME EN LLAMAS

Por Eduardo García Aguilar

Notre Dame acogió por siglos 
misas, bautizos, confirmaciones,
bodas, entierros, coronaciones reales y plegarias
ante amenazas de invasiones exteriores
y su imagen dio estabilidad pétrea
a generaciones de habitantes
que se sucedían en una caravana de nacimientos,
enfermedades, accidentes, asesinatos y muertes.
 
El apretujamiento, el olor nauseabundo, la humedad,
el frío de los inviernos, la sangre de las guerras y las ejecuciones,
los carnavales y las fiestas, el paso de payasos y milagreros,
el griterío alrededor de los arrancamuelas,
la invasión de moscos, ratas e insectos en verano
se sucedían cada año imponiendo su ritual novelesco.
 
Años después de la publicación por Victor Hugo
de Nuestra Señora de París, historia de Esmeralda y Quasimodo,
las autoridades derrumbaron el barrio insalubre de siglos
para abrirle espacios al templo,
que desde entonces reina solitario y central
en la explanada frente a la broncínea estatua ecuestre de Carlomagno.
 
Viollet-le-Duc remozó la Catedral a su gusto y capricho,
le puso la aguja cargada de apóstoles y santos, renovó gárgolas,
y respetando la enorme estructura casi milenaria de madera,
también conocida como El Bosque,
la techó con hojalatas impermeables de plomo
que desde entonces vieron nuevas generaciones
de románticos, parnasianos, simbolistas
y surrealistas hasta nuestros días.
 
Visto por detrás, desde la vecina isla San Luis,
el techo que a veces cobraba un color verdoso de antigüedad metálica
generaba calma y placidez en fieles y turistas
que acudían a verla, como si fuera el símbolo de una eternidad inefable,
una enorme gata, una esfinge impasible
que coronaba y daba estabilidad a la estructura pétrea.
 
Construida a lo largo de un siglo por cofradías de artesanos medievales
que de ciudad en ciudad iban por Europa creando moles incomprensibles
cantadas por poetas, registradas por pintores, estremecidas por organistas
y bendecidas y admiradas por reyes, emperadores, papas, cardenales y obispos,
la catedral parecía eterna.
 
Al igual que cuando Gargantúa se subió como King Kong
a las torres de Notre Dame en la novela de Rabelais,
el rumor se apoderó de la ciudad ese 15 de abril en la tarde,
cuando los noticieros de televisión mostraron en vivo
la insólita e increíble imagen de una humareda
sobrevolando la ciudad y cuyo origen era la intocable,
la invulnerable basílica de todos los tiempos.
 
En la barra del bistrot las especulaciones
surgían esa tarde entre los trabajadores de todos los orígenes
que a esa hora, cansados, piden una copa para desestresarse
después de una larga jornada de trabajo:
albañiles, barrenderos, choferes o enfermeros.
 
¿Un atentado yihadista?
¿Un episodio más de la guerra larvada de civilizaciones?
¿Otro capítulo más de la larga lista de atentados
en la ciudad donde fueron acribillados cientos de habitantes?
¿El anuncio de una guerra inminente?
¿La resurrección de aquella pregunta hitleriana de 70 años atrás: Arde París?
 
Vi la inmensa humareda cargada de plomo
como si fuera el fruto de una pesadilla
y después las llamas rojas, tizones ardientes
devorando la aguja y el techo de Notre Dame.
Caminé por las callejuelas adoquinadas hasta las riberas del Sena,
ya había caído la noche
y la aguja agregada por Viollet-le-Duc en el siglo XIX
se derrumbaba y se hundía sobre la bóveda del templo
con todo su peso y sus apóstoles de yeso.
Solo quedaban cenizas alrededor.
 
El bosque de mil añejas vigas de roble instaladas hacía ocho siglos
había desaparecido en unas horas.
Pasé los retenes de policía, bajé las escalinatas
y me coloqué debajo del arco de un puente medieval
que cruza uno de los brazos del río que rodea la isla
y desde donde se veía el templo por detrás
en todo su esplendor de fuego.
Las imágenes irreales, expresionistas, futuristas,
parecían pintadas por Goya, Ensor o Edward Munch.
 
Había ocurrido lo impensable.
Ya era hora de pedir un vino en la barra de un café,
a donde llegaban agitados los habitantes de la ciudad
que en romería no querían perderse el espectáculo.
También se reposaban allí por un momento
fotógrafos, camarógrafos, enamorados, poetas o curiosos.
A esas horas de medianoche la ciudad parecía de día.
 
Éramos testigos de otro episodio histórico,
como las impresionantes crecidas del Sena
que en abril amenazan con desbordarse e inundar todo,
casas, museos, archivos, escuelas, gimnasios.
 
Todo es historia en este museo-ciudad.
El tiempo nos aplasta y se vuelve circular.
Los fantasmas del pasado flotan con el humo en el aire.
Y allí en la barra estaba el poeta peruano Alejandro Calderón
y entre amigos tomamos otra copa de vino y otra más
brindando por la pervivencia de esta catedral en llamas
donde ardía de repente un milenio.
 
Paris, abril 2018-febrero 2021
 
* Poema incluido en la última colección aun inédita. Segundo aniversario del incendio de Notre Dame de París. Foto encontrada en la red.  

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