sábado, 30 de septiembre de 2023

APROXIMACIÓN A RODRIGO ACEVEDO GONZÁLEZ

Por Eduardo García Aguilar


En estos días digitalizaba un libro de poemas de mi amigo Rodrigo Acevedo González (1955-1996), a quien conocí cuando éramos adolescentes y ya estábamos inmersos a fondo en las lides de la poesía y la literatura. Al repasar su obra no hay duda de que es un autor de primer nivel que debería aparecer en las antologías de poesía colombiana y latinoamericana.

Su precocidad lo puso en contacto muy temprano con la literatura universal y la curiosidad intelectual lo llevó a leer libros de crítica, ensayo, filosofía y otras disciplinas que le dieron un amplio espectro a su pensamiento y una visión muy clara de su situación como escritor y poeta en el mundo que le tocó vivir en la segunda mitad del siglo XX.

Sus poemas son modernos, urbanos, abordan las diversas grietas del mal con gran lucidez y se comunican con la vida cotidiana de un hijo de su siglo en el mundo, que no teme revelar las cicatrices, las heridas, la podredumbre de la sociedad donde deambula a veces como un iluminado solitario por las calles de la ciudad donde nació y vivió siempre, una urbe mediana de los Andes, Manizales, que también tenía una agitada vida cultural y a donde llegaban todas las tendencias de la cultura y los libros circulaban a toda velocidad provenientes de los centros del mundo hispanoamericano.

En su obra está presente el cine de los años 60 y 70 con las extraordinarias películas que en su momento agenciaba Hollywood, antes de que se convirtiera en solo un espacio productor de blockbusters y superproducciones carentes de cualquier profundidad que no sea la velocidad, la violencia y el escándalo. El poeta deambula solitario por la ciudad, a veces con su perro, pero se interna en los abundantes cinemas donde se proyectan grandes películas del cine italiano, alemán, sueco, francés, inglés, latinoamericano, asiático y estadounidense de aquellas décadas excepcionales.

La visión cinematografica está presente en su evocación de los ámbitos citadinos que recorre en las noches, como esos antros donde suena la música en las rockolas con las canciones populares provenientes de México, el Caribe o Argentina, tangos, milongas, rancheras mexicanas, o los éxitos de Sandro de América que se escuchan en los bares. Su poesía se conecta con grandes poetas europeos modernos como el griego Constantin Cavafis y los italianos Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti o Pier Paolo Pasolini. 

Acevedo González, autor de Poemas del tiempo recobrado y El territorio y la máscara,  entre otros, era un vitalista desenfrenado y vivió la vida a fondo con sus amores, el deseo, la libación y el silencio. Su mirada capta los cuerpos, la belleza de la juventud y la decrepitud de la vejez, así como la violencia latente en cada cuadra o barrio de la ciudad, o la desesperanza y el escepticismo de quien en el fondo es un romántico esencial que choca contra el descreimiento y la mezquindad reinantes.

Pero toda su obra está marcada por la conciencia y la lucidez escalofriante de no pertenecer a ese mundo, de estar al margen de esa sociedad de máscaras y apariencias que describe con elocuencia y acierto en cada uno de sus textos y en los escasos libros que alcanzó a publicar en vida. Pero su marginalidad es la del príncipe de las letras que flota tocando y revelando las llagas y la podedumbre de su entorno.

Su obra, como la del caleno Andrés Caicedo y otros autores mayores de esa amplia generación que sobrevivieron y envejecieron como Oscar Collazos y Umberto Valverde y el loco Raúl Gomez Jattin o la suicida Maria Mercedes Carranza entre los poetas, es un fruto emblemático de esos desbocados años 60 y 70 del siglo pasado irrepetibles, marcados por la irrupción del rock y la liberación de los cuerpos y de las conciencias después de las revoluciones juveniles que sepultaron para siempre el siglo XIX y clausuraron el siglo XX antes de tiempo.

Conservo unas 30 cartas que me escribió Rodrigo Acevedo González antes de cumplir 19 años desde Manizales a Bogotá, cuando yo había ingresado a estudiar en la Universidad Nacional y el seguía su actividad desbordada en la ciudad con sus amigos y hermanos de generación. En esa cartas están presentes su angustias y temores, el miedo al futuro, sus terrores, sus deseos, sus ansias de vivir, pero también el testimonio de su impresionante precocidad literaria.

Cuando él iba a Bogotá compartíamos libros y visitabamos las librerías de viejo y bibliotecas universitarias y nada le era ajeno de las tendencias literarias del mundo de entonces, como la nueva novela francesa o la obra de Michel Buttor, ideólogo de ese movimiento al lado de Alain Robbe-Grillet. En largas veladas entre amigos conversábamos de todas esas cosas con la pasión de quienes deseaban devorarse la literatura del mundo.

Por eso su obra es excepcional, moderna, original y sería bueno que algun día se editara completa para disfrutar la voz de un poeta nuestro que se anticipaba y había roto cualquier atadura con las retóricas anteriores. Asi como ocurrió con los precoces poetas Rimbaud y Lautréamont, su obra es la voz de un joven eterno que atisba con precisión los horrores y oscuridades de su tiempo, pero también la vida desbordada del deseo y la pasión que salvan en medio del desastre en los antros nocturnos donde los solitarios escuchan hasta el amanecer las músicas de su tiempo y ven el transcurrir desbocado de los noctámbulos. Su voz es la del joven insomne que no concilia el sueño y espera el amanecer silencioso ante las ventanas del mundo, viendo pasar los pájaros errantes.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 1 de octubre de 2023.

lunes, 25 de septiembre de 2023

ENCUENTRO EN MÉXICO CON EDGAR NEGRET


Por Eduardo García Aguilar

Cuando lo vi por primera y última vez en México, Edgar Negret tenía cerca de 72 años, pero parecía mucho más joven. Delgado, piel morena, tal vez reminiscencia genealógica de su origen incaico y movimientos ágiles, Negret (1920-2012) fue fiel a la tradición de los artistas plásticos que desafían el tiempo con una escalofriante juventud eterna: Picasso, Miró, Rufino Tamayo, Monet, Chagall, para solo mencionar a unos cuantos.
"Necesitaría cien años para hacer todo lo que veo", me dijo en 1993 el creador de los aparatos mágicos y coloridas piezas metálicas influidas por su reencuentro con los incas, Quipus, eclipses, homenajes a Machu Pichu, el sol y a Huayna Capac, que exponía entonces en el Museo Tamayo de México, situado en el bosque de Chapultepec.
Vestía con un saco color verde y por el resfrío se cubría con suéter y bufanda color tierra. Como desde hacía décadas, su cabeza rapada y bronceada lo hacía semejar a uno de los extraterrestres que estuvieron en la fundación del imperio matemático de los incas, que tanto admiraba, y podría haber sido uno de los arquitectos misteriosos de las Líneas de Nazca, reencarnado en pleno siglo XX.
Colombiano, de la ciudad colonial sureña de Popayán, era considerado desde los años cincuenta una gloria nacional y muchos críticos lo incluían entre los más originales y revolucionarios escultores de latinoamericanos y del mundo.
Negret me contó su agradecimiento con la ciudad de Popayán, donde el arte era bien visto, y con su padre, militar viajero que lo apoyó en su carrera como artista. E incluso me relató intimidades, pues me dijo que conoció al poeta Guillermo Valencia e incluso fue novio de una hija suya, Luz, con quien tuvo una gran amistad a lo largo de la vida.
Guillermo Valencia, que "era como un dios para todos", le decía, "¡mi querido Edgar, sé que sigues los pasos de Fidias!".
Obras como Kachina, Eclipse, Puente, Escalera, Acoplamiento, Gran metamorfosis, Gran templo de Sol, Sol, Machu Pichu, Eclipse, Terrazas, Quipu, Cóndor, Reloj andino, Tejido, Eclipse sobre el Cuzco, Cascada, Deidad, Laguna mística, fueron algunos de los poemas de metal y color, que llegaron a las salas ultramodernas del Museo Tamayo en Chapultepec y que el día de inauguración apreciamos al calor de los vinos cientos de asistentes invitados por la agregada cultural Linda Berg.
De Negret, la novelista y crítica argentina Marta Traba dijo en 1973 que la suya es una "obra enteramente solitaria, que ha ido haciendo de sí misma su propio referente, que ha convertido sus contradicciones internas en dinámica. Su obra no se puede tocar ni penetrar, ni movilizar, ni trasladar, no es móvil ni múltiple. Está ahí, perfecta y entera, recordándonos que la función olvidada del arte es reemplazar lo real por la estructura imaginaria capaz de reconducirnos al sentido profundo y a la medida de las fórmulas".
Dijo que siempre cayó "en los mejores grupos de artistas donde estuve" y que en Nueva York compartió con Ellswoth Kelly, Robert Indiana, Luoise Nevelson, Agnes Martine y Jacques Joungerman, quien estaba casado con la actriz Delphine Seyring. "Eramos un grupo extraordinario que nos encontrábamos todos los días y el fin de semana hacíamos reuniones en los estudios de cada uno de nosotros". Allí en Manhattan, donde dominaba el abstraccionismo de De Kooning y otros, él y sus amigos fueron mirados con "malos ojos" al principio y considerados traidores porque venían del "abstraccionismo europeo".
"En Madrid viví en casa de Juan Oteyza y su señora y conocí a los Saura, Carlos, que era fotógrafo, y terminábamos con él y su hermano Antonio en fiestas en el sótano de la librería Buchholz. En París estuve con los latinoamericanos Soto, Otero, Cruz Díez, del grupo venezolano, y con los colombianos Ramírez Villamizar y Alejandro Obregón".
Los orígenes de su obra, que se desplegaría luego en Nueva York, se remontan a su estadía en Mallorca, donde trabajó con hierro al lado de artesanos locales. Luego se trasladó a las afueras de París, en Saint Germain en Laye, donde a falta de espacio y material hizo bocetos con cartón que pintaba, pero de los cuales, me dijo, no quedó rastro.
"Cuando llegué a Nueva York tuve un estudio en Park Avenue South y allí quise montar un taller. Pero el departamento de incendios exigía unas cosas que no podía comprar. Había que forrar con materiales anti inflamables todas las paredes. Empecé entonces a trabajar con láminas delgadas de aluminio. Ponía los remaches y vi que no podía ocultarlos totalmente y usé el tornillo. Y gustó muchísimo", relató con emoción por el fortuito hallazgo neoyorquino.
"Al principio los tornillos iban en sitios necesarios, pero poco a poco se convirtieron en parte total de la obra, en algo especial y estético. Me interesó mucho que se quedara un poco a la vista el proceso de la obra. Se podía desarmar. Se podía quitar las tuercas y volver al estado primigenio. Allí hubo una definición total por los colores y formas que utilizaría después", agregó.
Desde los años cincuenta Negret hacía piezas verticales, horizontales, geométricas, coloridas, imágenes de poesía cósmica. Mucho antes de que estuviesen de moda Derrida y el desconstruccionismo, ya se había anticipado, al abandonar los remaches y dejar a la vista las tuercas y los tornillos de sus esculturas, para revelar el proceso creativo como tal en un importante gesto precursor de modernidad.
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                                                                                                                París, 14 de octubre 2012

miércoles, 20 de septiembre de 2023

LA FICCIÓN: UN AMBIGUO DEMIURGO (1988)


Por Eduardo García Aguilar

En Este mar narrativo, el escritor venezolano José Balza (1939) reúne ensayos relacionados con el ejercicio novelísico, partiendo, por supuesto, de un original estudio sobre El Quijote. Algunos de los textos abordan otros temas, como la técnica novelística en general, las proposiciones de la nueva novela francesa, o las obras de Proust, Kafka, Durrell, Onetti, Cortázar, Rulfo y otros autores de este siglo. Todos estos estudios, escritos algunos en la década de los 60, se caracterizan por centrarse exclusivamente en los asuntos del género, evitando digresiones sociológicas o políticas, o en su defecto, largas disquisiciones de orden semiológico. Parten de la pasión del autor por la lectura, lo que lo incita a buscar zonas inéditas en las obras estudiadas sin otro ánimo que dar luz, abrir puertas, dsmontar edificios o buscar los secretos designios de un material tan vasto y complejo. A diferencia de la mayoría de los críticos en boga en los últimos 20 años, Balza nos introduce a su mundo por las vías únicas del goce. El texto crítico aquí propuesto no busca encontrar justificación a los procesos socioeconómicos, ni mucho menos trata de hallar, a través de la creación, claves para discernir épocas o años específicos. El tema es uno y exclusivo: el arte de novelar, sus secretos y misterios.

Como era de esperarse, Balza inicia el libro con un extenso y delicioso ensayo sobre El Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra, elaborado a la luz de la actualidad. Lo novedoso de este tipo de abordaje es que pone a dialogar la obra magna del género con autores contemporáneos e incluso con teorías actuales, mostrándola como precursora de los más variados usos y técnicas de hoy.  Hubiera sido inútil insistir en los trillados estudios cervantistas, cuya cantidad y desmesura enloquecería al más aplicado de los eruditos. En unas 70 páginas, el venezolano aborda desde su óptica las escenas o capítulos a su parecer más importantes, reflexiona en torno a los personajes centrales y la vasta gama de los secundarios, haciéndonos volver al mundo inagotable de Cervantes. Asimismo, discurre sobre las proezas técnicas del autor y sobre ese tejido de máscaras con las que se oculta el narrador para darnos la trampa de su genio. Concluye en la cueva de Montesinos, zona de la obra donde al parecer triunfa no solo el autor sino el género como tal. Dice Balza: "La cueva de Montesinos -indescifrable siempre: por su magia anecdótica, por su conciso diseño narrativo, por ser texto que no deriva de autor conocido- unifica dentro de la novela un extraño momento: el de lo alto y lo bajo, el de lo visible y lo contado, el de las confluencias temporales. En ella parece habitar la síntesis de una forma literaria que, siendo novelesca, siendo novela, celebra a la novela misma y a cuanto el corazón de la ficción pueda contener. En la aventura de la cueva hay una manera suprema -dentro de El Quijote- de inhalar y testificar al mundo; allí triunfa la novela (o una superación de la novela)".

Carlos Fuentes dice que cada año dedica la Semana santa a leer El Quijote. Todo novelista que se respete debe hacer este "ejercicio espiritual", luego del cual está preparado para un nuevo año de sorpresas y creaciones. No habrá jamás una relectura de esa obra que no suscite nuevas emociones o revele aristas inéditas. Además del goce argumental, de la sabiduría que entraña, El Quijote sorprende porque esa masa de palabras posee una energía que estremece a cualquiera. En el castellano monstruosamente vivo que nos habla y nos inunda de olores y lágrimas. Volver a él es descubrir el poder de las palabras, cuyo imperio trasciende los siglos, incluso menos golpeadas por el tiempo que ciertas pirámides o templos milenarios. 

En otros ensayos como Notas sobre la novela. Desviaciones e Instrumental, Balza nos habla de las tendencias contemporáneas del género. En el primer texto, escrito entre 1964 y 1968, es decir, en pleno auge del Nouveau roman, el autor no cae en la fe ciega que suscitó el experimento entre estudiosos y escritores de entonces. Veinte años han transcurrido, y lo que dice respecto a los cambios de perspectiva del género y sus consecuencias nos parece muy actual y muy lúcido. Más adelante, hablando de los novelistas más impactantes del siglo, como Proust, Joyce, Kafka, Musil, y otros nuevos, como Huxley, Faulkner o Dos Passos, Balza refrenda lo dicho muchos años antes respecto al tiempo y el espacio, entre los que transcurre la aventura narrativa y expone los rumbos futuros que ahora se vislumbran. A través de su estilo ensayístico, los lectores llegamos a la certeza de que, como se dice en El Quijote, "todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres medio despiertos, o, mejor, medio dormidos".
   
Allí -agrega Balza - "estaría el punto deslizante: todo se debe a la existencia de un centro omniscio que constiyue y origina la ficción; todo se debe a la acumulación de una energía colectiva (lo imaginario) que emerge desde los hombres, se independiza de ellos, y, como un dios, vuelve a su destino para poseerlos; a un dinámico núcleo que irrespeta lo siglos, las mentes, los lugares; a algo que está en ellos sin importar cual sea su separación espacial o temporal, su misterio o su condición indecible; a un sol imaginario cuyas ruedas hipnotizan, mueven el sueño y la vigilia, y abandonan en nuestro mundo a algunos hombres que le pertenecen: los narradores y lectores".

Desentrañar, pues, el artilugio de la ficción es el objetivo de Este mar narrativo. Para el autor, los novelistass "son los hombres de la oscuridad" y su función consiste en alumbrar lo oculto, descubrir las "esencias que adquieren en forma pura, irreal, sin proponer clasificaciones universales". Anécdota, lenguaje, cuerpo, son otros de los conceptos que utiliza para mostrar las etapas de la creación novelística: la primera como algo general,  no necesariamente individual; el segundo cargado ya de elementos propios, de respiraciones y ritmos particulares; y el tercero, consistente en el orden y los puntos de vista, definiría ya el reino del autor, su peculiar forma de ver y ordenar el material ficticio.

Para los aficionados a escribir novelas o a leerlas, el libro del autor venezolano contribuye a desempolvar ciertas ideas que el violento quehacer narrativo latinoamericano reciente había condenado al reino de los anaqueles. Lejos de los juicios titánicos en torno a qué es bueno o qué es malo, o sobre la cantidad de "compromiso" o "latinoamericaneidad" de una novela, Balza nos invita a gozar un género que algunos consideran agonizante y hasta sospechoso.

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José Balza. Este mar narrativo. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. 190 pp.

* Publicado el jueves 11 de febrero de 1988. Unomásuno. México. 
* Una versión editada y actualizada de este texto con motivo del reciente Premio Pedro Henríquez Ureña recibido por Balza fue publicada el domingo 23 de septiembre de 2023 en el diario La Patria. Manizales. Colombia: https://www.lapatria.com/opinion/columnistas/eduardo-garcia/el-venezolano-balza-y-el-universo-cervantino
* El pasado 31 de agosto de 2023 José Balza recibió el VIII Premio Pedro Henríquez Ureña de ensayo que le había sido otorgado por la Academia Mexicana de la Lengua en 2021.



lunes, 18 de septiembre de 2023

LAS ANTIPARRAS PRODIGIOSAS DEL MALVADO EMIR (1985)

 

Por Eduardo García Aguilar *

En 1970, escarbando entre los libros de mi padre, encontré entre un volumen del Elogio de la locura y otro de Pepita Jiménez, tres números de la revista Mundo Nuevo, que Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) publicaba en París. Aunque no me acuerdo de su contenido exacto, guardo la grata impresión que me provocó esa lectura, en una época dominada por el primer auge del boom.

En contraste con las mortecinas revistas del Instituto Caro y Cuervo y de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, de Bogotá, que llegaban a una ciudad andina situada a veinte kilómetros del volcán nevado del Ruiz, aquellas revistas, una de las cuales tenía color rosado, provocaron en un grupo de adolescentes interesados en la literatura, un efecto volcánico. Poco después, en la redacción de un diario de Manizales, alguien me dijo que esa revista era financiada por la CIA. En secreto, como si cometiera un pecado, leía esas revistas sin comprender por qué la agencia de inteligencia norteamericana mostraba tanto interés en la nueva literatura latinoamericana. 

Bajo el dominio absoluto de Casa de las Américas, en meses aciagos para Colombia, bombardeados por literatura marxista de todos los pelambres, la acusación de ese periodista se quedó así. Ahora, muchos años después, cuando la mayoría de los intelectuales sectarios de aquel tiempo maquillan piadosamente su ideas para ponerlas acordes con la época, todos sabemos que Mundo Nuevo fue una de las revistas decisivas para la difusión de la nueva literatura latinaomericana, que apenas explotaba con todo su esplendor. El inspirador de ese proyecto, financiado por la Ford Foundation, mas no por la CIA, era Emir Rodríguez Monegal, uruguayo trotamundos, cuyo ejercicio de la crítica era absolutamente peculiar. Además de haber sido el primero en mirar con escepticismo la retórica marxista-leninista y de haber tenido el valor de exponer sus dudas, aun a costa de ser acusado de agente secreto de los servicios de inteligencia norteamericanos, Rodríguez Monegal practicó la crítica sin caer en los beatos estudios académicos, podridos por la manteca estructuralista o marxista. Salpicando de humor cada texto, haciendo ameno el análisis, buceando por todos los túneles submarinos, haciendo de la entrevista un arte y de la conferencia o la charla una orgía perpetua, el crítico más lúcido de la nueva narrativa latinoamericana dejó su investigación en el punto donde los nuevos deben continuar.

En una entrevista con Carlos Fuentes dijo algo que sigue teniendo gran actualidad: "Yo creo que encerrarnos en un gueto cultural  más o menos imaginario, como nos proponen desde tantos extremos, es lo que nos ha hecho mucho daño siempre y nos sigue haciendo daño ahora. Hemos cambiado el monopolio de una metrópoli por otras, pero nunca nos hemos atrevido a circular libremente por el mundo entero. O nos hemos encerrado con todo resentimiento en nuestros ídolos, nuestros héroes, nuestras tradiciones, nuestras inquisiciones, como solteronas maniáticas y abrumadas por álbumes de estampas y sus carpetas de crochet. Hemos sido demasiado  tiempo unas vestales aterrorizadas por la proximidad de los bárbaros. Sin darnos cuenta de que los bárbaros ya están adentro". Basado en estas palabras, Rodríguez Monegal analizó la literatura del continente desde todos los puntos de vista, y vio en ella el fruto no solo de una tradición narrativa, sino también poética, por el lado de las vanguardias y de la obra iluminadora de Neruda, el de la Residencia en la tierra. En un pequeño, pero esclarecedor ensayo, El boom de la literatura latinoamericana, hace un fresco dinámico de la literatura continental, buscando sus múltiples orígenes, desde los primeros escritores "americanos", el modernismo de Darío y de Rodó, hasta el efecto producido por Huidobro y Neruda. A su vez incluye en el estudio la compleja y valiosa literatura brasileña, que es excluida a veces cuando se habla de literatura latinoamericana, pero que en muchos aspectos ha sido más viva y revolucionaria que la del lado hispánico de América. En su violenta arqueología de la novela de estas latitudes, rescata del olvido a autores tan adelantados como Macedonio Fernández y Machado de Assis, para luego dar la moneda del César a Jorge Luis Borges, de quien fue no solo amigo, sino también estudioso pertinaz.

Preocupado por los nuevos autores, tratando de descubrir las nuevas tendencias, concluye que Cien años de Soledad es más el fin de un largo ciclo que una apertura, y cree -lo que puede también ser discutible- que los nuevos rumbos están planteados en la prosa de Lezama, en la auto-reflexión de los textos borgeanos, en el delirio "barroco" que hace del lenguaje el centro de la trama novelística. Durante décadas leyó manuscritos en ciernes, conversó con autores entonces tan jóvenes como Severo Sarduy y Homero Aridjis, siempre guiado por la antiparra libre de presiones ideológicas y políticas. Muchas de sus tesis pueden ser discutibles -de eso se trata-, pero ningún estudio sobre los rumbos de nuestra novela podrá prescindir de su lúcida y corrosiva crítica.

No en vano, cada una de sus conferencias era como un hapenning que escandalizaba a los piadosos de la crítica con sus atroces monóculos y su cejijuntez. Implacable con los españoles, con esa academia mortecina propugnadora de la profilaxis linguística, Rodríguez Monegal valoró las diversas expresiones  literarias del continente, sin recurrir la las funestas "aduanas" del marxismo, el estructuralismo o la ortegassetez. Por decir lo que pensaba, con furibundos sarcasmos, estuvo a punto de ser linchado en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, durante el homenaje a Octavio Paz, celebrado a fines de agosto de 1984, con motivo de sus 70 años. Junto a él, entre otras personas, estaban el beato Félix Grande y santa Rosa Chacel. Rodríguez Monegal, con el porte y el rostro que lo hacían parecer al Dr. Samuel Johmson o a un jefe Sioux, enfiló sus adargas contra don Tomas Navarro Tomás (T.N.T) y Ortega y Gasset, provocando la iracundia de los dos hispanos. Luego el asunto degeneró en la furibunda reacción del público. El asunto tuvo que concluir  antes de que se armara un genocidio. Más tarde, a la salida, en una noche de fines de agosto, lo vi por última vez salir muy pálido y serio, con su alta estatura, el saco azul, la maleta de académico y las antiparras corrosivas, rumbo a la ciudad. Mientras tanto, una joven ayudaba a caminar a Rosa Chacel, que moribunda y temerosa, había tenido alientos para salir del desgano y atacar a "ese hombre", como dijo después en una entrevista.
Esta anécdota es algo más que pintoresca. Es la prueba de que pese al éxito del boom en España, a la revolución modernista de Darío, a las brigadas de asalto de Huidobro y Neruda, en Europa no se soporta la soberbia o la irreverencia de ultramar. La obra y la actitud del viejo maestro uruguayo es un ejemplo para quienes hoy deseen destruir las "aduanas" del progresismo y la ñoñez.

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Emir Rodríguez Monegal. El boom de la novela latinoamericana. Editorial Tiempo Nuevo. Caracas. 1972. 119 pp. El arte de narrar. Monte Avila Editores. Caracas. 1968, 311 pp. Narradores de América (tomos I y II), Editorial Alfa. Argentina. Buenos Aires. 1974. Borges, hacia una interpretación. Ediciones Guadarrama. Madrid. 1976. 125 pp. Borges por él mismo. Monte Avila editores. Caracas. 1980. 247 pp. Borges. Una biografía literaria. Coleccion Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. 475 pp. E innumerables y desperdigados artículos, publicados en revistas de este y otro mundo.

* Artículo publicado en 1985 en Sábado. Unomásuno, Ciudad de México, tras la muerte de Emir Rodríguez Monegal, acaecida el 14 de noviembre de 1985 en New Haven (Estados Unidos).


viernes, 15 de septiembre de 2023

BOTERO EN SU BÚNKER


 


Por Eduardo García Aguilar

La última vez que vi y conversé con Botero fue el 2 de diciembre de 2015, en una pequeña exposición de una decena de obras recientes suyas en la galería Hopkins, cerca del Palacio del Elíseo, a la que asistían coleccionistas y magnates que llegaban en jet privado al aeropuerto de Le Bourget, muchos de ellos interesados en adquirir alguno de esos 10 grandes cuadros al óleo realizados entre 2012 y 2014 y tres esculturas de 2006, 2008 y 2014. Junto a esas obras se exponía un dibujo a lápiz de una guitarra sobre una silla.

La pequeña y lujosa galería, llena de joyas de otros artistas, entre ellos un cuadro de Max Ernst y otros surrealistas que vi por ahí, era una caja fuerte, un verdadero búnker a prueba de balas y bombas, y estaba preparada para esta operación financiera. Se ingresaba por una puerta blindada que custodiaban hombres de seguridad y tras pasar el filtro, uno subía la escalera hacia el primer piso, donde se exponía la exclusiva selección.

El carácter casi secreto de la muestra, la concentración en tan reducido espacio de tantos millonarios, agentes, coleccionistas, y el alto valor de las recientes obras maestras allí presentes, otorgaba al ambiente una carga eléctrica digna de una novela policiaca salida de la leyenda del famoso y despiadado bandido, ladrón y asesino Fantômas, personaje literario francés que hizo las delicias de los lectores durante décadas. 

Después de maravillarme ante esos magníficos cuadros del mejor estilo de Botero, tan colombianos y tan universales, y luego de tomar unas copas de champán y vino, me imaginaba que cortaban la luz y en un abrir y cerrar de ojos todos quedábamos hipnotizados, antes de comprobar con estupor que los cuadros se esfumaban de las paredes bajo la magia delincuencial de Fantômas.

En los muros se veían cuadros simbólicos del estilo depurado de Botero: dos guitarristas populares colombianos, un grupo de músicos en una cantina de mala muerte, dos parejas danzantes con botellas y colillas tiradas en el piso de alguna casa de barrio, una pareja que dormita en un prado idílico desde donde se ve el pueblo, una mujer vestida de fucsia en pic-nic junto a coloridas frutas, un hombre que hace lo mismo junto al paisaje de la cordillera, una pareja en un balcón pueblerino, un torero, paseantes en la plaza y una mujer desnuda sobre un sofá verde.

Sofía Vari, la bella, espigada y elegante esposa griega del pintor estaba pendiente de todo y en un momento, cuando él bajó al baño en la planta baja del búnker y desapareció de su radar, se inquietó y preguntó por él casi desesperada y fue a su búsqueda ágil y casi corriendo, antes de subir de nuevo con él tomado del brazo y dirigirse a un salón aledaño, a donde el maestro ingresó como un codotiero o un Borgia renacentista.

En la antesala, los pocos y muy elegantes invitados esperaban con discreción el momento de entrar a otro espacio para hablar con él, saludarlo, hacerle la venia y pedirle una firma en el catálogo. Al llegar mi turno lo vi sentado al fondo en un mullido sofá y me acerqué a él. Era el único colombiano en el lugar. Le hablé de Santa Rosa de Osos, La Ceja y Sonsón, de donde vienen mis ancestros. Firmó el catálogo con su plumón de tinta negra. Volví a escuchar su inconfundible acento paisa. Como era invierno, las damas llevaban soberbios abrigos.

Lo vi por primera vez en 1994 en una exposición en un alto edificio de Manhattan donde me lo presentó el escritor colombiano Eduardo Márceles Daconte, después en exposiciones, una de ellas en el museo Maillol, dirigido por la musa de ese escultor francés, Dina Verny, o en su estudio taller de la calle del Dragón, en Saint Germain des Prés. En dos ocasiones lo entrevisté y cruzamos correpondencia.

La trayectoria de Botero es de novela y es el símbolo de lo mejor de Colombia. De muchacho soñaba con ser torero, pronto lo inundó su talento  y un precoz viaje por las ciudades europeas, lo llevó a los grandes museos de Madrid, Florencia, Roma, Amsterdam. Y allí adquirió una actitud radical frente al arte, inspirada en los grandes maestros, por lo que siempre desdeñó el arte llamado moderno, especialmente los grandes innovadores anglosajones del siglo XX con los que coincidió en Nueva York.

En una carta de febrero de 2001 me dijo que "he trabajado las técnicas más tradicionales como el óleo, la acuarela, el pastel, el fresco y no tengo simpatía por el acrílico. Desde luego el óleo es el material que permite más libertad de expresión por su secado lento y su capacidad de fundir un tono en otro".

Botero agregó que "tengo una paleta de pocos colores, todos permanentes, como los que usaron los grandes maestros. Mi paleta es más bien europea, y no tropical, por haber vivido tantos años en países nórdicos". Y concluyó diciendo que "la obra de un artista es toda esa serie de tentativas de hacer las cosas bien. Afortunadamente, a pintar no se aprende nunca".

Ese era Fernando Botero, no solo un gran artista, un enamorado y un vitalista, sino un hombre que tenía las ideas muy claras sobre el arte de todos los tiempos y vivió en él y para él cada uno de sus días hasta el último suspiro. Fue un afortunado cometa cósmico multicolor que iluminó con su existencia a la tierra colombiana que lo vio nacer en 1932 hace 91 años.  
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de septiembre de 2023.


 


sábado, 9 de septiembre de 2023

LA CONDECORACIÓN DE MARUJA VIEIRA


 

Por Eduardo García Aguilar

"Todo para mi ha sido una magnífica y preciosa experiencia", dijo con firmeza Maruja Vieira al ser condecorada esta semana por el canciller Alvaro Leyva en una ceremonia celebrada en su apartamento de Bogotá con la Orden Nacional al mérito en el grado de Gran Cruz. 

En presencia de su hija, la también poeta Ana Mercedes Vivas, amigos y funcionarios, la autora de Campanario de Lluvia y Los poemas de la ausencia, prologado por Baldomero Sanín Cano, con claridad diáfana aparecía en ese instante como la enérgica y excepcional sabia de la tribu, a quien el don de la longevidad le ha sido otorgado para fortalecernos, darnos esperanza y llevarnos a puerto en medio de las tempestades.

Maruja estaba vestida de negro, muy elegante, lo que resaltaba el bello cordón púrpura de bordes blancos de la orden que cruzaba su pecho, así como la flor estrellada del mismo color que acompaña al galardón y se coloca a un costado como una estrella. 

El reconocimiento en esa sencilla ceremonia íntima a esta gran poeta colombiana del siglo XX y el primer cuarto de siglo XXI, quien cumplió cien años de edad en diciembre pasado, nos mostró a una poeta que con lucidez recitó de memoria uno de sus bellos poemas dedicados al rey loco de Baviera, quien delira junto a un lago esperando la muerte y después dio las gracias por la presea otorgada en honor a una vida dedicada totalmente a la poesía y al bien. 

Maruja Vieira nació en Manizales el 25 de diciembre de 1922 y de niña fue testigo especial desde el balcón de su casa situada en el Parque Caldas de los incendios que devastaron parte de la ciudad y significaron un hito histórico y una oportunidad también de rehacerse y fortalecerse gracias al esplendor arquitectónico y la osadía de la construcción de la enorme catedral neogótica diseñada por el francés Julien Polty y construida por la compañía de los italianos Papio y Bonarda, así como de múltiples edificios, mansiones, palacios y casas que hoy hacen parte del Centro histórico.

En alguno de esos poemas evoca esas llamas y la zozobra vivida por los habitantes y en otro texto alcanza a rescatar de su memoria la actividad de su padre y el hermano, el intelectual, político y pensador Gilberto Vieira en esas jornadas drámaticas donde muchos ciudadanos acudían a tratar de conjurar la tragedia y apagar las llamas que amenazabn con arrasarlo todo para siempre y regresaban a casa oliendo a humo.

Siempre he pensado que Maruja Vieira se vio de niña confrontada por destino a ese apocalipsis ígneo de la ciudad y que por ello, como los grandes sabios griegos, asiáticos, nórdicos, africanos, americanos o mediorientales acumula en su energía un poder curativo y mágico. También después Maruja se enfrentó a otros apocalipsis sin fin sucedidos en Colombia, país al que ha sido fiel a lo largo de su vida, donde ha trabajado y luchado por los derechos de la mujer y de la humanidad entera, acompañándonos con su excepcional serenidad de palabra y corazón.  

María Vieira White, que a sugerencia de su amigo el gran poeta Pablo Neruda cambió su nombre por el de Maruja, pertenece a una notable generación de grandes autores nacidos alrededor de los años 20 del siglo pasado, entre los que figuran Elisa Mújica, Meira del Mar, Dora Castellanos, Alvaro Mutis, Manuel Mejía Vallejo, Héctor Rojas Herazo, Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus, Pedro Gómez Valderrama  y Fernando Charry Lara, entre muchos otros, de la cual ella es la única sobreviviente.

Todos ellos fueron gente de bien, humanistas, amantes del arte, alertas observadores de los conflictos nacionales y mundiales y trabajadores en las disciplinas y oficios que ejercieron para ganarse la vida con honradez. Maruja compartió con ellos y otros hombres y mujeres de antes de su generación, como Matilde Espinosa, el genial León de Greiff, los piedracielistas Eduardo Carranza y Jorge Rojas, o el moderno Rogelio Echeverría y en la Bogotá de entonces recibió y compartió con figuras literarias que llegaban a Colombia.

Vivió la tragedia del 9 de abril como funcionaria de la empresa J. Glottman, con la que trabajó muchos años, y después a lo largo de las décadas fue testigo de los aciagos años de la violencia, el narcotráfico, la corrupción y los conflictos y las luchas sociales a lo largo del siglo XXI, a las que siempre estuvo atenta. Ha vivido en varias ciudades del país y también trabajó temporadas en Venezuela, antes de desempeñarse en las instituciones culturales del país. De sus viajes por el mundo se refiere en varios poemas inolvidables.

Por eso Maruja brilló en esta ceremonia simbólica organizada por la Cancillería colombiana como la fuerza de una Colombia que debe ser irrigada siempre por "esa palabra que nunca es guerra, que nunca es muerte", como dijo en su alocución el canciller Leyva frente a ella, sentada en su trono de tiempo y de luz.

Busquemos ahora los poemarios de Maruja Vieira, léamolos en silencio, pensemos en las luchas de esta mujer colombiana que desde la atalaya de un siglo nos reconcilia con la poesía, el tiempo, la tempestad y la noche estrellada. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 10 de septiembre de 2023


 
 


lunes, 4 de septiembre de 2023

RETRATO DE NERUDA POR EDWARDS

Por Eduardo García Aguilar


En Adiós poeta, Jorge Edwards (1932-2023) cuenta su larga relación con Pablo Neruda, a quien conoció siendo él un joven escritor de 21 años que acababa de publicar su primer libro de relatos El Patio y fue invitado en 1952 a la casa del ya consagrado futuro Nobel, donde se realizaban ágapes pantagruélicos hasta altas horas de la madrugada.

Edwards, quien obtuvo el Premio Cervantes en 1999, fue desde entonces hombre de confianza del poeta y visitó a lo largo de las décadas sus famosas mansiones, entre ellas la de Isla Negra, donde el autor de Residencia en la tierra vivía junto a las olas del Océano pacífico rodeado de cuadros, esculturas, mascarones de proa, botellas antiguas, muebles de maderas finas, anclas y todo tipo de objetos excéntricos que coleccionaba con pasión.

El gran poeta, que era un vitalista esencial, solía recibir en esa casa y en otras donde vivió a los amigos y copartidarios, a los que preparaba deliciosos cocteles y les ofrecía comilonas que él confeccionaba, alternando recetas que conocía gracias a los viajes permanentes que realizó desde su juventud trabajando en el ministerio de Relaciones exteriores de Chile en Birmania, Java, Madrid, México y París, entre otros lugares.

Debido a su militancia en el Partido Comunista chileno y su compromiso con la potencia mundial que era entonces la Unión Soviética, Neruda era recibido en todos los países por sus copartidarios y tejió una sólida red mundial
activa de seguidores desde las capitales europeas y latinoamericanas hasta los más alejados lugares del mundo asiático, medioriental y africano.

Edwards provenía de una familia oligárquica y poderosa dedicada a la banca y su apellido ilustre tintineaba como la plata ante quienes lo conocían, abriéndole todas las puertas, aunque era un personaje algo blando y al parecer taimado. Trabajó desde temprano en la diplomacia, y en esa actividad se cruzó con su viejo amigo hasta el final, ya que cuando Neruda fue nombrado embajador en París en 1970, cuando estaba ya viejo y enfermo tras la llegada de Salvador Allende al poder, se desempeñó allí como su ministro consejero de confianza.
 
Antes, en los años 60, Edwards fue diplomático en París y allí estrechó relaciones con Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar, por lo que hace parte marginal del boom latinoamericano y fue protagonista polémico de la división de los intelectuales latinoamericanos entre partidarios o no de la revolución de Fidel Castro. Tras su estadía en Cuba escribió Persona non grata (1973), un libro crítico del régimen cubano, que le granjeó desde entonces la firme enemistad de gran parte de la intelectualidad continental.
 
Esa larga cercanía ambigua con Neruda que cuenta en Adiós, poeta (1990) facilita a Edwards hacer un retrato muy completo de esa poderosa figura patriarcal de chilenos y latinoamericanos, que además de ser el mayor poeta continental del siglo XX, fue político astuto y moderado que llegó a ser candidato a la presidencia de su país y tenía entrada inmediata en palacios gubernamentales.

Edwards nos cuenta que aunque Neruda fue fiel como militante al ideario de su partido pro-soviético, como lo fueron Louis Aragon en Francia o David Alfaro Siqueiros en México, y tuvo épocas de gran entusiasmo con odas a Lenin y Stalin de las que se arrepintió luego, también en conversaciones íntimas tuvo al final dudas sobre la posible realización de la utopía.

Afirma que Neruda fue crítico del caudillismo de Fidel Castro, con quien nunca tuvo química, y del radicalismo guerrillero latinoamericano que se oponía a su legalismo prodemócrata, lo que le valió una lluvia de críticas de la intelectualidad izquierdista latinoamericana que entonces era hegemónica, y aplazó unos años su consagración con el Nobel, en tiempos del famoso "caso" de Heberto Padilla.

Neruda en esos tiempos no dudó en aceptar en 1966 la invitación al XXXIV Congreso del Pen internacional en Nueva York y se le vió paseándose por esa metrópoli del imperio con el dramaturgo Arthur Miller, como lo muestran las fotos, lo que molestó a sectores de izquierda en América latina y también a la derecha estadounidense que abogaba para que no le dieran visa a un comunista.  

Edwards es el joven confidente del mastodonte, pero a su vez sostiene con él una relación ambigua, pues le hace creer al viejo que es más de izquierda de lo que en verdad era, y el poeta incluso llegó a proponerle de manera ingenua que ingresara al partido. 

En el fondo el joven Edwards era un demócrata, a lo máximo un socialdemócrata cuyo corazón palpitaba más del lado de la vieja oligarquía chilena a la que pertenecía. Pero a la vez supo poner en práctica aquella máxima de que a quien a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija, pues logró obtener gracias a sus relaciones el codiciado Premio Cervantes, donde brillan entre los galardonados figuras de alto rango como Borges, Alberti, Cela, Carpentier, Paz, Mutis y Rulfo.         
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de septiembre de 2023.