Por Eduardo García Aguilar *
En 1970, escarbando entre los libros de mi padre, encontré entre un volumen del Elogio de la locura y otro de Pepita Jiménez,
tres números de la revista Mundo Nuevo, que Emir Rodríguez Monegal
(1921-1985) publicaba en París. Aunque no me acuerdo de su contenido exacto, guardo
la grata impresión que me provocó esa lectura, en una época dominada por
el primer auge del boom.
En contraste con
las mortecinas revistas del Instituto Caro y Cuervo y de la Biblioteca
Luis Ángel Arango del Banco de la República, de Bogotá, que llegaban a
una ciudad andina situada a veinte kilómetros del volcán nevado del
Ruiz, aquellas revistas, una de las cuales tenía color rosado,
provocaron en un grupo de adolescentes interesados en la literatura, un
efecto volcánico. Poco después, en la redacción de un diario de
Manizales, alguien me dijo que esa revista era financiada por la CIA. En
secreto, como si cometiera un pecado, leía esas revistas sin comprender
por qué la agencia de inteligencia norteamericana mostraba tanto
interés en la nueva literatura latinoamericana.
Bajo
el dominio absoluto de Casa de las Américas, en meses aciagos para
Colombia, bombardeados por literatura marxista de todos los pelambres,
la acusación de ese periodista se quedó así. Ahora, muchos años después,
cuando la mayoría de los intelectuales sectarios de aquel tiempo
maquillan piadosamente su ideas para ponerlas acordes con la época,
todos sabemos que Mundo Nuevo fue una de las revistas decisivas para la
difusión de la nueva literatura latinaomericana, que apenas explotaba
con todo su esplendor. El inspirador de ese proyecto, financiado por la
Ford Foundation, mas no por la CIA, era Emir Rodríguez Monegal, uruguayo
trotamundos, cuyo ejercicio de la crítica era absolutamente peculiar.
Además de haber sido el primero en mirar con escepticismo la retórica
marxista-leninista y de haber tenido el valor de exponer sus dudas, aun a
costa de ser acusado de agente secreto de los servicios de inteligencia
norteamericanos, Rodríguez Monegal practicó la crítica sin caer en los
beatos estudios académicos, podridos por la manteca estructuralista o
marxista. Salpicando de humor cada texto, haciendo ameno el análisis,
buceando por todos los túneles submarinos, haciendo de la entrevista un
arte y de la conferencia o la charla una orgía perpetua, el crítico más
lúcido de la nueva narrativa latinoamericana dejó su investigación en el
punto donde los nuevos deben continuar.
En
una entrevista con Carlos Fuentes dijo algo que sigue teniendo gran
actualidad: "Yo creo que encerrarnos en un gueto cultural más o menos
imaginario, como nos proponen desde tantos extremos, es lo que nos ha
hecho mucho daño siempre y nos sigue haciendo daño ahora. Hemos cambiado
el monopolio de una metrópoli por otras, pero nunca nos hemos atrevido a
circular libremente por el mundo entero. O nos hemos encerrado con todo
resentimiento en nuestros ídolos, nuestros héroes, nuestras
tradiciones, nuestras inquisiciones, como solteronas maniáticas y
abrumadas por álbumes de estampas y sus carpetas de crochet. Hemos sido
demasiado tiempo unas vestales aterrorizadas por la proximidad de los
bárbaros. Sin darnos cuenta de que los bárbaros ya están adentro". Basado
en estas palabras, Rodríguez Monegal analizó la literatura del
continente desde todos los puntos de vista, y vio en ella el fruto no
solo de una tradición narrativa, sino también poética, por el lado de
las vanguardias y de la obra iluminadora de Neruda, el de la Residencia en la tierra. En un pequeño, pero esclarecedor ensayo, El boom de la literatura latinoamericana,
hace un fresco dinámico de la literatura continental, buscando sus
múltiples orígenes, desde los primeros escritores "americanos", el
modernismo de Darío y de Rodó, hasta el efecto producido por Huidobro y
Neruda. A su vez incluye en el estudio la compleja y valiosa literatura
brasileña, que es excluida a veces cuando se habla de literatura
latinoamericana, pero que en muchos aspectos ha sido más viva y
revolucionaria que la del lado hispánico de América. En su violenta
arqueología de la novela de estas latitudes, rescata del olvido a
autores tan adelantados como Macedonio Fernández y Machado de Assis,
para luego dar la moneda del César a Jorge Luis Borges, de quien fue no
solo amigo, sino también estudioso pertinaz.
Preocupado por los nuevos autores, tratando de descubrir las nuevas tendencias, concluye que Cien años de Soledad es
más el fin de un largo ciclo que una apertura, y cree -lo que puede
también ser discutible- que los nuevos rumbos están planteados en la
prosa de Lezama, en la auto-reflexión de los textos borgeanos, en el
delirio "barroco" que hace del lenguaje el centro de la trama
novelística. Durante décadas leyó manuscritos en ciernes, conversó con
autores entonces tan jóvenes como Severo Sarduy y Homero Aridjis,
siempre guiado por la antiparra libre de presiones ideológicas y
políticas. Muchas de sus tesis pueden ser discutibles -de eso se trata-,
pero ningún estudio sobre los rumbos de nuestra novela podrá prescindir
de su lúcida y corrosiva crítica.
No en vano, cada una de sus conferencias era como un hapenning que
escandalizaba a los piadosos de la crítica con sus atroces monóculos y
su cejijuntez. Implacable con los españoles, con esa academia mortecina
propugnadora de la profilaxis linguística, Rodríguez Monegal valoró las
diversas expresiones literarias del continente, sin recurrir la las
funestas "aduanas" del marxismo, el estructuralismo o la ortegassetez.
Por decir lo que pensaba, con furibundos sarcasmos, estuvo a punto de
ser linchado en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México,
durante el homenaje a Octavio Paz, celebrado a fines de agosto de 1984, con motivo de sus 70 años. Junto a
él, entre otras personas, estaban el beato Félix Grande y santa Rosa
Chacel. Rodríguez Monegal, con el porte y el rostro que lo hacían
parecer al Dr. Samuel Johmson o a un jefe Sioux, enfiló sus adargas
contra don Tomas Navarro Tomás (T.N.T) y Ortega y Gasset, provocando la
iracundia de los dos hispanos. Luego el asunto degeneró en la furibunda
reacción del público. El asunto tuvo que concluir antes de que se
armara un genocidio. Más tarde, a la salida, en una noche de fines de agosto, lo vi por última vez
salir muy pálido y serio, con su alta estatura, el saco azul, la maleta
de académico y las antiparras corrosivas, rumbo a la ciudad. Mientras
tanto, una joven ayudaba a caminar a Rosa Chacel, que moribunda y
temerosa, había tenido alientos para salir del desgano y atacar a "ese
hombre", como dijo después en una entrevista.
Esta
anécdota es algo más que pintoresca. Es la prueba de que pese al éxito
del boom en España, a la revolución modernista de Darío, a las brigadas
de asalto de Huidobro y Neruda, en Europa no se soporta la soberbia o
la irreverencia de ultramar. La obra y la actitud del viejo maestro
uruguayo es un ejemplo para quienes hoy deseen destruir las "aduanas"
del progresismo y la ñoñez.
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Emir Rodríguez Monegal. El boom de la novela latinoamericana. Editorial Tiempo Nuevo. Caracas. 1972. 119 pp. El arte de narrar. Monte Avila Editores. Caracas. 1968, 311 pp. Narradores de América (tomos I y II), Editorial Alfa. Argentina. Buenos Aires. 1974. Borges, hacia una interpretación. Ediciones Guadarrama. Madrid. 1976. 125 pp. Borges por él mismo. Monte Avila editores. Caracas. 1980. 247 pp. Borges. Una biografía literaria.
Coleccion Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. 475 pp. E
innumerables y desperdigados artículos, publicados en revistas de este y
otro mundo.
* Artículo publicado en 1985 en Sábado. Unomásuno, Ciudad de México, tras la muerte de Emir Rodríguez Monegal, acaecida el 14 de noviembre de 1985 en New Haven (Estados Unidos).
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