lunes, 18 de septiembre de 2023

LAS ANTIPARRAS PRODIGIOSAS DEL MALVADO EMIR (1985)

 

Por Eduardo García Aguilar *

En 1970, escarbando entre los libros de mi padre, encontré entre un volumen del Elogio de la locura y otro de Pepita Jiménez, tres números de la revista Mundo Nuevo, que Emir Rodríguez Monegal (1921-1985) publicaba en París. Aunque no me acuerdo de su contenido exacto, guardo la grata impresión que me provocó esa lectura, en una época dominada por el primer auge del boom.

En contraste con las mortecinas revistas del Instituto Caro y Cuervo y de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, de Bogotá, que llegaban a una ciudad andina situada a veinte kilómetros del volcán nevado del Ruiz, aquellas revistas, una de las cuales tenía color rosado, provocaron en un grupo de adolescentes interesados en la literatura, un efecto volcánico. Poco después, en la redacción de un diario de Manizales, alguien me dijo que esa revista era financiada por la CIA. En secreto, como si cometiera un pecado, leía esas revistas sin comprender por qué la agencia de inteligencia norteamericana mostraba tanto interés en la nueva literatura latinoamericana. 

Bajo el dominio absoluto de Casa de las Américas, en meses aciagos para Colombia, bombardeados por literatura marxista de todos los pelambres, la acusación de ese periodista se quedó así. Ahora, muchos años después, cuando la mayoría de los intelectuales sectarios de aquel tiempo maquillan piadosamente su ideas para ponerlas acordes con la época, todos sabemos que Mundo Nuevo fue una de las revistas decisivas para la difusión de la nueva literatura latinaomericana, que apenas explotaba con todo su esplendor. El inspirador de ese proyecto, financiado por la Ford Foundation, mas no por la CIA, era Emir Rodríguez Monegal, uruguayo trotamundos, cuyo ejercicio de la crítica era absolutamente peculiar. Además de haber sido el primero en mirar con escepticismo la retórica marxista-leninista y de haber tenido el valor de exponer sus dudas, aun a costa de ser acusado de agente secreto de los servicios de inteligencia norteamericanos, Rodríguez Monegal practicó la crítica sin caer en los beatos estudios académicos, podridos por la manteca estructuralista o marxista. Salpicando de humor cada texto, haciendo ameno el análisis, buceando por todos los túneles submarinos, haciendo de la entrevista un arte y de la conferencia o la charla una orgía perpetua, el crítico más lúcido de la nueva narrativa latinoamericana dejó su investigación en el punto donde los nuevos deben continuar.

En una entrevista con Carlos Fuentes dijo algo que sigue teniendo gran actualidad: "Yo creo que encerrarnos en un gueto cultural  más o menos imaginario, como nos proponen desde tantos extremos, es lo que nos ha hecho mucho daño siempre y nos sigue haciendo daño ahora. Hemos cambiado el monopolio de una metrópoli por otras, pero nunca nos hemos atrevido a circular libremente por el mundo entero. O nos hemos encerrado con todo resentimiento en nuestros ídolos, nuestros héroes, nuestras tradiciones, nuestras inquisiciones, como solteronas maniáticas y abrumadas por álbumes de estampas y sus carpetas de crochet. Hemos sido demasiado  tiempo unas vestales aterrorizadas por la proximidad de los bárbaros. Sin darnos cuenta de que los bárbaros ya están adentro". Basado en estas palabras, Rodríguez Monegal analizó la literatura del continente desde todos los puntos de vista, y vio en ella el fruto no solo de una tradición narrativa, sino también poética, por el lado de las vanguardias y de la obra iluminadora de Neruda, el de la Residencia en la tierra. En un pequeño, pero esclarecedor ensayo, El boom de la literatura latinoamericana, hace un fresco dinámico de la literatura continental, buscando sus múltiples orígenes, desde los primeros escritores "americanos", el modernismo de Darío y de Rodó, hasta el efecto producido por Huidobro y Neruda. A su vez incluye en el estudio la compleja y valiosa literatura brasileña, que es excluida a veces cuando se habla de literatura latinoamericana, pero que en muchos aspectos ha sido más viva y revolucionaria que la del lado hispánico de América. En su violenta arqueología de la novela de estas latitudes, rescata del olvido a autores tan adelantados como Macedonio Fernández y Machado de Assis, para luego dar la moneda del César a Jorge Luis Borges, de quien fue no solo amigo, sino también estudioso pertinaz.

Preocupado por los nuevos autores, tratando de descubrir las nuevas tendencias, concluye que Cien años de Soledad es más el fin de un largo ciclo que una apertura, y cree -lo que puede también ser discutible- que los nuevos rumbos están planteados en la prosa de Lezama, en la auto-reflexión de los textos borgeanos, en el delirio "barroco" que hace del lenguaje el centro de la trama novelística. Durante décadas leyó manuscritos en ciernes, conversó con autores entonces tan jóvenes como Severo Sarduy y Homero Aridjis, siempre guiado por la antiparra libre de presiones ideológicas y políticas. Muchas de sus tesis pueden ser discutibles -de eso se trata-, pero ningún estudio sobre los rumbos de nuestra novela podrá prescindir de su lúcida y corrosiva crítica.

No en vano, cada una de sus conferencias era como un hapenning que escandalizaba a los piadosos de la crítica con sus atroces monóculos y su cejijuntez. Implacable con los españoles, con esa academia mortecina propugnadora de la profilaxis linguística, Rodríguez Monegal valoró las diversas expresiones  literarias del continente, sin recurrir la las funestas "aduanas" del marxismo, el estructuralismo o la ortegassetez. Por decir lo que pensaba, con furibundos sarcasmos, estuvo a punto de ser linchado en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, durante el homenaje a Octavio Paz, celebrado a fines de agosto de 1984, con motivo de sus 70 años. Junto a él, entre otras personas, estaban el beato Félix Grande y santa Rosa Chacel. Rodríguez Monegal, con el porte y el rostro que lo hacían parecer al Dr. Samuel Johmson o a un jefe Sioux, enfiló sus adargas contra don Tomas Navarro Tomás (T.N.T) y Ortega y Gasset, provocando la iracundia de los dos hispanos. Luego el asunto degeneró en la furibunda reacción del público. El asunto tuvo que concluir  antes de que se armara un genocidio. Más tarde, a la salida, en una noche de fines de agosto, lo vi por última vez salir muy pálido y serio, con su alta estatura, el saco azul, la maleta de académico y las antiparras corrosivas, rumbo a la ciudad. Mientras tanto, una joven ayudaba a caminar a Rosa Chacel, que moribunda y temerosa, había tenido alientos para salir del desgano y atacar a "ese hombre", como dijo después en una entrevista.
Esta anécdota es algo más que pintoresca. Es la prueba de que pese al éxito del boom en España, a la revolución modernista de Darío, a las brigadas de asalto de Huidobro y Neruda, en Europa no se soporta la soberbia o la irreverencia de ultramar. La obra y la actitud del viejo maestro uruguayo es un ejemplo para quienes hoy deseen destruir las "aduanas" del progresismo y la ñoñez.

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Emir Rodríguez Monegal. El boom de la novela latinoamericana. Editorial Tiempo Nuevo. Caracas. 1972. 119 pp. El arte de narrar. Monte Avila Editores. Caracas. 1968, 311 pp. Narradores de América (tomos I y II), Editorial Alfa. Argentina. Buenos Aires. 1974. Borges, hacia una interpretación. Ediciones Guadarrama. Madrid. 1976. 125 pp. Borges por él mismo. Monte Avila editores. Caracas. 1980. 247 pp. Borges. Una biografía literaria. Coleccion Tierra Firme. Fondo de Cultura Económica. México. 1987. 475 pp. E innumerables y desperdigados artículos, publicados en revistas de este y otro mundo.

* Artículo publicado en 1985 en Sábado. Unomásuno, Ciudad de México, tras la muerte de Emir Rodríguez Monegal, acaecida el 14 de noviembre de 1985 en New Haven (Estados Unidos).


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