domingo, 22 de julio de 2018

LAS CASAS CERRADAS DEL PLACER



Por Eduardo García Aguilar

Las casas de citas, llamadas en francés maisons closes (casas cerradas), existieron en Francia hasta 1946, cuando el parlamento adoptó una ley que las prohibió para siempre. Las había de todos los niveles y algunas llegaron a ser verdaderos palacios muy bien regentados que disponían de diversos pisos donde se reproducían ambientes orientales, árabes, japoneses, dieciochescos, amueblados con lujo de detalles para despertar la imaginación de sus adinerados clientes. Uno de ellos, situado en la calle Chabanais, no lejos de donde vivió Simón Bolívar en el barrio del Palacio Real, era visitado por jefes de estado y príncipes europeos que llegaban a París de visita y solían acudir allí al terminar sus tareas diplomáticas.

En una minuciosa exposición realizada hace unos años en una galería de la misma calle donde existió el lugar de placer, se mostraron fotografías originales de los diversos ambientes, algunos de los cuales reproducían grutas mágicas, espacios con temáticas sacadas de Las mil y una noches o habitaciones similares a las que disfrutaban los grandes monarcas Luis XIV y Luis XV en el Palacio de Versalles. También se exhibieron fotos de las pupilas y sus añejas patronas, postales, cuadernillos, revistas, las fichas usadas para los intercambios monetarios y todo tipo de lencería o adminículos del placer, lo que constituía una inmersión en un mundo desparecido solo en Francia, porque pervive en todos los rincones del mundo y en lugares como Alemania, España, Holanda y otros donde son autorizados e incluso son verdaderas industrias.  

Durante años este burdel de la calle Chabanais fue regentado por famosas mujeres proxenetas y entre sus pupilas algunas lograron fama y pasaron a la historia con la invención de la fotografía, por las imágenes pictóricas que inspiraron en su tiempo o los caracteres literarios que suscitaron entre los escritores decadentes que solían acudir allí. Además de este sitio, en todos los barrios de París existían otros lugares no menos fantasiosos que figuran en los catálogos de la vida nocturna de su tiempo.

Marcel Proust describió en su magistral saga de En busca del tiempo perdido, especialmente en algunos de los últimos volúmenes como Sodoma y Gomorra o El tiempo recobrado, los burdeles para hombres que proliferaron ya desde fines del siglo XIX y bien entrado el XX, frecuentados por la numerosa clientela homosexual que acudía en busca de jóvenes prostitutos provenientes de los barrios populares. Es famoso el burdel homosexual proustiano de Jupien, inspirado en un verdadero amante de Proust que lo fundó y donde se ofrecían todo tipo de placeres perversos, fetichistas o sadomasoquistas, a los que eran adictos el gran escritor y su personaje el barón de Charlus, inspirado también en una de las celebridades literarias decadentes de la Belle Époque.

Proust relata con detalle esos sitios en una atmósfera catastrófica caracterizada por el avance de la terrible Primera guerra mundial y la caída esporádica en París de las bombas lanzadas por el enemigo alemán. Con esa guerra terminó la famosa Belle Époque y concluyó tardíamente el largo siglo XIX de esplendores y miserias balzacianas y con ellos los últimos remanentes de la nobleza del Antiguo Régimen o napoleónica, tan bien descritas por Proust en su maravillosa obra.

Además de las casas de citas, lugares cerrados donde las pupilas pasaban sus vidas al servicio de la clientela masculina, a lo largo del siglo XIX fue famoso el prototipo proustiano de la cocotte o cortesana, mujeres de extracción popular amantes de hombres casados poderosos que les alquilaban apartamentos o mansiones especiales y surgían por lo regular del ámbito del teatro y la farándula, donde eran descubiertas por sus admiradores. Hay varios libros que cuentan la vida de esas bellas mujeres que rompían el corazón de príncipes lúbricos como el propio Luis Napoleon Bonaparte, o condes, duques y barones, así como magnates como los Rotschild o el barón de Camondó y tantos otros.

Todo hombre casado y poderoso que se respetara en el siglo XIX tenía una de esas amadas protegidas que inspiraron tantas novelas y Balzac, Flaubert, Maupassant y Proust describieron las casas donde eran instaladas y recibían y hacían fiestas a la gente de la farándula y la política parisinas. A diferencia de las prostitutas comunes que eran desechadas con la edad y agobiadas por las enfermedades, las cortesanas o cocottes proustianas lograban a veces a ascender de clase y convertirse en grandes damas de la sociedad.              

Desde el cierre de las casas de citas organizadas y controladas por los equipos especiales de la policía, la prostitución se volvió callejera e irregular, centrándose en lugares como el barrio Pigalle y la calle Saint Denis, donde los clientes eran y son llevados por las mujeres a cuartos u hoteles de paso del vecindario. Pigalle fue durante el siglo XX el emblema mundial de ese viejo oficio cantado especialmente en los tiempos de Baudelaire y Toulouse Lautrec, pero hoy ya es solo una leyenda vacía como un escenario de cartón para títeres. 

Medidas muy recientes, aplicadas durante el gobierno de Nicolas Sarkozy consideran delito la búsqueda de prostitutas y los hombres que son pillados en ese intento son detenidos, multados y condenados. Pero pese a las medidas en su contra la prostitución prolifera y crece como siempre en los bosques de Boloña y Vincennes, especializados en travestis brasileños y latinoamericanos, en Belleville y muchas calles de la ciudad donde trabajan centenares de prostitutas callejeras chinas controladas por mafias y ha inundado de manera exponencial la red internet, por lo que toda medida oficial ha sido inútil para acabar con el oficio más antiguo del mundo, defendido por aguerridas hetairas militantes o famosas actrices porno o escritoras como la punk Virginie Despentes.

Referirse a las casas de citas en estos tiempos de internet, al menos en este país, es viajar a un mundo de ocres daguerrotipos.  A lo largo de los siglos XVIII y XIX y hasta mediados del siglo XX estos lupanares proliferaron en la capital y en todas las ciudades del interior, convirtiéndose en sitios sulfurosos pero populares que dieron tema a los grandes novelistas y poetas franceses, desde los libertinos de antes de la revolución, encabezados por el marqués de Sade y el prolífico Restif de la Bretone, hasta Baudelaire y Maupassant, que escribió uno de sus mejores relatos sobre el tema, bajo el título de la Casa Tellier. En el resto del mundo, desde Asia hasta América Latina, desde Africa hasta España, Alemania y los países del Este, las casas de lenocinio siguen existiendo e inspirando canciones, pinturas, poemas, novelas, fotografías y estudios sociológicos, aunque la nueva casa de citas mundial está en la red Internet y en los exitosos sitios de encuentros y de cine porno. 





sábado, 14 de julio de 2018

LA PERVIVENCIA DE ALVARO MUTIS

Por Eduardo García Aguilar


La casa de Alvaro Mutis en San Jerónimo en la Ciudad de México siempre estaba abierta a los jóvenes escritores o a los viejos y nuevos amigos que lo visitaban y compartían con él la pasión por la lectura como una actividad fascinante. Ahí vivió durante varias décadas y tenía un estudio amplio y bien organizado que era su guarida secreta, una de cuyas puertas daba hacia un antejardín donde deambulaban sus gatos. La increíble vida aventurera del creador de Maqroll el Gaviero, sus ires y venires por Europa y el mundo desde su infancia y los acontecimientos dramáticos que vivió, como la orfandad prematura o la cárcel, hacían de él un ser humano de tiempo completo cuya principal divisa era no juzgar a los humanos y tratarlos como lo que son, con sus sombras y luminosidades, mentiras y secretos alternados con actos de coraje, cobardía, mezquindad y valentía. 

Trabajó desde muy joven como locutor o empleado de relaciones públicas de diversas empresas multinacionales petroleras, aéreas o cinematográficas y en esas lides viajó primero por todo el país y después por América Latina y Estados Unidos, lugares que conocía al dedillo y donde tenía amigos en todos los rincones, capitales o pueblos. Esos viajes como agente viajero, relacionista público, publicista, hacedor de revistas, vendedor de películas u otras actividades, lo llevaron por muchas ciudades y lo hicieron frecuentar hoteles donde después de sus actividades laborales podía dedicarse al gran placer solitario de la lectura.

Como el propio personaje Maqroll, que llevaba en su pequeño equipaje algunos libros básicos como las biografías de San Francisco, las novelas de Balzac, las Memorias de Casanova o del Cardenal de Retz, entre otros libros, Mutis fraguaba en esas soledades los poemas que poco a poco fueron convirtiéndose en una Summa poética que exploraba los arcanos de la muerte, la enfermedad, al soledad y las fuerzas desbordantes e insondables de la naturaleza. En sus viajes laborales por el continente americano cruzó los caracteres femeninos o masculinos que pueblan la saga narrativa que empezó a escribir poco antes de jubilarse para sorpresa de sus amigos. Algunos de ellos, como el poeta argentino Enrique Molina, compartían con él esa atracción por barcos y mares, el encuentro y diálogo con mujeres independientes y aguerridas empresarias de sus propios desastres, la sapiencia frente a los azares del destino y sus trampas y en especial la certeza de que toda ambición es inútil. 

Por eso Mutis era un gran amigo y un excelente anfitrión, aunque en otros escenarios podía ser cortante e implacable con aquellos a quienes él denominaba los listos, los vivos, todos aquellos seres infames que creen que nadie se da cuenta de sus mentiras, engaños y patrañas para sacar pequeñas ventajas desleales. Como anfitrión abría las puertas de su estudio a los visitantes y horas después los despedía ya entonados tras degustar las variedades de whiskies por él preferidos, o vinos rojos, cognacs, gins, vodkas, camparis o amarettos, entre otros muchos espirituosos. En los bares del camino degustaba cócteles cuyas recetas diversas conocía como en su tiempo Ernest Hemingway, asiduo como él del famoso Harry's Bar de París, donde según la leyenda se toman los mejores del mundo.

Hasta el fin de su vida, ya casi nonagenario, Mutis degustaba sus whiskies y cócteles y enumeraba siempre su decálogo del buen bebedor, entre cuyos mandamientos figuraba el no beber con desconocidos, no libar para ahogar las penas o no aceptar bebidas de baja calidad, lo que en términos coloquiales significa no tomar mal trago. Debo decir que muchas veces, antes y después de fabricar con él en largas conversaciones el libro Celebraciones y otros fantasmas, salí de San Jerónimo no solo ebrio de aquellas bebidas espirituosas que él extraía de su bar secreto, sino siempre cargado con algunos de los libros en francés u otras lenguas de los que él se separaba porque había hallado nuevas ediciones o quería aligerar su biblioteca. De allí que guarde con cuidado la biografía de San Francisco del danés Jörgensen, lectura especial de su personaje Maqroll, los tres volúmenes de las Memorias de Casanova editadas por la Pléiade, El cuaderno gris del catalán Josep Plá y varias historias del Imperio Bizantino por Schlumberguer y muchos otros que devoré y devoro con placer indescriptible. 

Amigos suyos como los polígrafos Adolfo Castanón y Alejandro Rossi compartieron con él también aquella  pasión por los libros, los intercambios de volúmenes y los hallazgos en las librerías de viejo del centro histórico de la Ciudad de México, en especial, las de la calle Donceles. Mutis descubría a sus interlocutores algunos escritores raros como Paul-Jean Toulet, Valery Larbaud, Paul Morand o Joë Bousquet o compartía los libros de su amigos contemporáneos como el gran poeta martiniqués Edoaurd Glissant, cuyo tema central fueron los mares y las naves y los seres humanos que los frecuentan.  

Alguna vez, cuando lo visitamos juntos el poeta colombiano Jorge Bustamante García y yo, pude descubrir su afición por lo ruso y eslavo, sus músicas, poetas y personajes históricos y lo escuché cantar y tararear en alta voz los coros del ejército ruso que tenía en viejos long play y que ponía en su tocadiscos, animado ya por varios whiskies. Como yo había vivido en París, compartíamos el amor por esa ciudad y sus lugares y autores secretos y con Jorge, que había estudiado en Moscú, el secreto de la lengua y la vieja historia del imperio ruso con sus zares y zarinas, sus popes ortodoxos y el destino de aventureros como Rasputín, que bien podían ser emanaciones ficticias de las obras de Tolstói, Gogol, Turguéniev o Bulgakov.

En la inolvidable abadía de Fontevraud, donde se encuentran las tumbas de Eleonor de Aquitania y Ricardo Corazón de León y sede del primer coloquio en su honor después de su partida, varios de sus interlocutores franceses como André Velter o Dominique Rabourdin, coincidieron en relatar la experiencia de esa amistad y sus secretos. Organizado por el novelista Patrick Deville y por el ensayista Philippe Ollé Laprune, el coloquio reunió a un grupo multinacional que convivió en esa abadía el cuarto fin de semana de junio de 2017 y parecía por la gran exaltación de las conversaciones al calor de vinos, almuerzos y cenas entre las arcadas y pasillos del milenario sitio, que Mutis estaba presente flotando allí entre todos nosotros, animándonos a celebrar la vida y sus fantasmas.

Sin duda él estaba ahí celebrando con nosotros en Fontevraud porque la literatura, los libros, las palabras, las voces, tienen la peculiar cualidad de la pervivencia, igual que las rocas, los escasos minerales y los monolitos tallados y grabados como la Piedra de Rosetta o el Código de Hamurabi. Los vinos que bebimos en aquellas jornadas en su honor y nos incitaron a mirar las estrellas en las noches despejadas de junio debieron circular por las venas de su obra y su presencia inalterables. La pervivencia de la vida y la obra de Alvaro Mutis excita en los lejanos camarotes de las naves del tiempo a los lectores y a los vitalistas que se estremecen con la existencia.     
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 15 de julio de 2018.