Michel Houellebecq es el escritor francés contemporáneo más exitoso y cercano a la farándula, pese a que su obra es irreverente como pocas y ha cimbrado el establecimiento literario con cada novedad. Después de la aparición hace casi ya cuatro años de Sumisión, una novela que imagina a una Francia dominada por los islamistas y cuyo lanzamiento coincidió con el terrible atentado contra la revista Charlie Hebdo, anuncia para enero su nueva novela Serotonina, sobre el tema del amor y el deseo, marcados por esa sustancia corporal.
Y como era de esperarse, Houellebecq se ha anticipado a la salida de su obra con el espectáculo de su boda reciente con una china de Shangái, Qianyun Lysis Li, quien lo conoció cuando elaboraba una tesis sobre él. Ataviado con frac y sombrero tirolés, el personaje salió de la alcaldía del barrio XIII en la Plaza de Italia del brazo de su joven y misteriosa consorte, y después celebró una recepción en la que estuvieron presentes muy conocidos personajes de la farándula parisina como la cantante Carla Bruni, exprimera dama de Francia.
Houllebecq saltó a la fama con Las partículas elementales, una obra excelente donde cuenta las desgracias de su alter ego, un infeliz, desgarbado, feo, tímido y fracasado muchacho aplastado por la figura de sus padres hippies e irresponsables que lo concibieron en 1958 y le hicieron vivir una infancia solitaria y atroz.
El autor ha cultivado una figura infame que es lo contrario de lo exigido en este mundo de estrellas y glamour cinematográfico. Es algo jorobado, mueco, pierde su caja de dientes con frecuencia en las fiestas, su cabello hirsuto, la nariz aguda de garfio y las vestimentas amplias y arrugadas de colores horrendos le dan la apariencia de un viejo indigente destrozado por el alcohol, el hambre y la droga.
Como buen experto en marketing, Houellebecq siempre ha acentuado tal imagen de hombre desgraciado e infeliz al acercarse la salida de cada uno de sus libros. Con esa apariencia se presenta en los programas de televisión o posa para los fotógrafos de las revistas o los periódicos para ilustrar sus declaraciones, siempre lúcidas y atinadas.
La imagen suya es una mezcla del viejo Paul Léautaud, ensayista y diarista conocido en la primera mitad del siglo XX, y del genial novelista Louis Ferdinand Céline. De Léautaud cultiva los sombreros de espantajo y el descuido facial y de Céline la apariencia fracasada que llevó hasta su muerte después de que cayó en desgracia por apoyar a los nazis y la invasión de su país.
Nada en su vida anterior indicaba que Houellebecq saltaría a la fama y a convertirse en el más prestigioso escritor francés actual, incluso más que los dos Premios Nobel vivos Jean Marie Le Clézio y Patrick Modiano, pertenecientes ambos a una generación anterior. Con estudios mediocres de agronomía, el autor era un burócrata de bajo sueldo que completaba su fines de mes publicando artículos en algunas revistas literarias.
Sin éxito con las mujeres, depresivo y tímido como sus personajes, Houellebecq hubiera podido pasar sin pena ni gloria después de la publicación de sus primeros libros, como otros miles de autores de este país donde cada temporada se publican al menos 1.500 novelas nuevas. Pero al relatar las penas de su generación y describir con cinismo la farsa del mundo contemporáneo con sus miedos y fantasmas conquistó al público y a la crítica. Pocos habían demolido de esa manera y desde su literatura a sus padres y a la generación de los revolucionarios progresistas surgidos de mayo de 1968, discípulos de Jean Paul Sartre Sartre y el Che Guevara.
Gran lector, conocedor profundo de la literatura y la historia de su país, exquisito estilista, Houlllebecq se convirtió en el ícono de quienes detestan el progresismo revolucionario y abogan por un neoconservadurismo que proteja al país de la amenaza de las migraciones, el islamismo, la frivolidad farandulera y el derrumbe de la cultura tradicional francesa ancestral y blanca, aplastada por las expresiones de los suburbios y el comunitarismo de los ghettos que se niegan a adaptarse y conservan de manera aislada sus propias costumbres y creencias.
Esta vez Houllebecq, ya millonario, famoso, traducido a todas las lenguas, ganador del Goncourt y reconocido y aplaudido por todos, está muy feliz. El sexagenario se ha puesto el frac, ha embarnecido y sonríe al darle una flor a su esposa ante las cámaras fotográficas. El autor de otras novelas como La carta y el territorio y La posibilidad de una isla, así como de una original obra poética y varias películas, conciertos de rock y exposiciones, merece la felicidad. Con su nueva apariencia, Houellebecq nos muestra que la literatura también puede llevar a los escritores hacia un inesperado final feliz.
--------Publicado el domingo 23 de diciembre de 2018 en La Patria. Manizales. Colombia.
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