Por Eduardo García Aguilar
Joseph Conrad dice que debe a su amigo Edward Garnett el haber proseguido en su magnífica carrera literaria después de la publicación de su primera novela La locura de Almayer en 1895, a la edad a los 38 años. Basado en sus experiencias como marino por el mundo, decide continuar explorando las vidas cruzadas y escribe Un paria de las islas (1896), a la que siguen El corazón de las tinieblas (1899), El negro del Narciso (1897), Lord Jim (1899), Nostromo (1904) y muchas otras que escribe hasta su muerte el 3 de agosto de 1924.
Garnett fue su primer amigo del mundo literario, pues hasta entonces había compartido con los compañeros de los barcos, que tan bien describe con lucidez en el Espejo del Mar, uno de sus más bellos libros, tratado filosófico del viaje sobre la inmensidad cóncava de los océanos. Dice que caminaban por Londres y ante las dudas de Conrad sobre si continuar o no escribiendo novelas, éste le dice que por qué no "escribir otra", en un tono liviano, lejos de las cargas y las culpas.
"Usted tiene el estilo, el temperamento, ¿porqué no escribir otra?, le dice el amigo en alguna esquina de Londres mientras caminaban y a las once de la noche, cuando regresa a casa, escribe la primera página de su nueva novela. El paria de las islas es escrita sin grandes dudas, a diferencia de otras historias que fueron comenzadas y abandonadas por largos periodos y a veces al parecer definitivamente para retornar finalmente a ellas.
Conrad dice que la historia de Willems, el personaje abandonado en una isla, es la más tropical de todas sus obras, pero que durante su escritura requirió para escribirla más de imaginación que de afecto por ella, con lo que toca un punto clave para quienes alguna vez han sufrido el suplicio de escribir novelas. Se ha dicho que para escribir novelas, a diferencia de la poesía, se requiere un 5% de talento nada más y 95% de trabajo. Como ocurrió con Conrad, el destino de un novelista pende de un hilo frágil porque el motor fundamental de su trabajo es la voluntad en la factura de bloques de largo aliento que requieren por lo regular años de inicios y rechazos, como si el embrión fuera un monstruo instalado en el vientre del escritor que es necesario expulsar.
Los autores de novelas crean esos primeros embriones, pero en el proceso sienten náuseas por ellos y deseos de no continuar en la tarea pues les causa repugnancia la historia, el tono, el ángulo, el punto de vista o eso que llaman estilo. A medida que avanza en la escritura de su obra, el novelista experimenta crisis sucesivas cuando llega a las 30, 70 o 120 páginas de un texto que en cualquier momento puede ser lanzado al tacho de basura.
Y de pronto hay una luz cuando la masa crece y logra vencer la fuerza de gravedad del descreimiento, lo que ocurre cuando por fin, después de años de trabajos y abandonos logra concretar una primera versión de la historia, que es solo la primera etapa de un nuevo proceso de versiones que van y vienen y al final terminan por saturar a quienes las escriben, hasta el punto de ya no están en condiciones de tener un criterio claro sobre lo producido.
Muchos autores de novelas quemaron alguna vez sus manuscritos cuando no existían los ordenadores y memorias virtuales. Y hay que creer en sus versiones porque la duda los asalta siempre hasta el final, como ocurrió con el forastero polaco que adoptó el inglés como su lengua de escritura. A veces conversar con un amigo o confiar en un editor milagroso ayuda a llegar al punto de no retorno, cuando el novelista pone un punto final definitivo y se deshace del manuscrito para que pase a las letras de molde.
Cuando llegan las pruebas, el autor sabe que el monstruo ha muerto por fin y que de ahora en adelante la historia quedará congelada en un tiempo sin tiempo, como en un bloque de hielo del Ártico o el Antártico y que la obra ya no le pertenecerá ya nunca más. Liberado al fin de la enfermedad, podrá entonces volver como Sísifo a cargar la piedra por las lomas de la montaña y comenzar de nuevo en un eterno retorno.
Cada una de las obras de Joseph Conrad nos sacude y nos marca para siempre. Afortunado él que desde muy temprano experimentó el misterio de ser un forastero permanente que viajó por los mares y llegó a los puertos más alejados del mundo para ser testigo de las historias más terribles, penetrando en el alma de los humanos y sus derivas, codicias, guerras y traiciones.
Solo en su camarote en las largas noches del mar nocturno, sentado en cubierta frente a una mesa donde humea el té o brilla el corazón del vino, enfrentando tifones y amenazas, penurias, quiebras, abandonos, reconociendo paraísos y esplendores, tráficos innombrables y delitos inconfesables, el profesional del mar captó la verdad humana en esos viajes sin fin que nutrieron su imaginación. El globo terráqueo fue su vivienda y el firmamento nublado o estrellado el único recurso posible para imaginar una salida de la trampa de la vida. Conrad es y será el hermano mayor de los novelistas, esos mártires que naufragan y son expulsados por la ballena en las playas del tiempo.