El próximo año se celebrarán los cien años de la primera edición de La Vorágine en noviembre de 1924, clásico de la novela colombiana y latinoamericana que cuenta cada vez con más admiradores, escrito por el joven abogado y diplomático José Eustasio Rivera (1888-1928), quien murió en Nueva York cuando estaba lleno de planes para escribir nuevas obras, una de ellas sobre el oro negro, y llevar al cine sus historias.
Como
tantos otros novelistas del mundo, Rivera escribió su obra maestra
antes de los 40 años, década en que se tiene un gran vigor, las neuronas
de la imaginación están en plena efervescencia y se está a punto de
llegar a una madurez alcanzada por la experiencia de la dura vida y la
acumulación apasionada de lecturas. Por lo regular, salvo excepciones
como la de Cervantes y su Quijote, las grandes obras maestras que
consagran para siempre a los autores fueron escritas entre los 35 y los
40 años de edad y muchos fueron los que pasaron a la historia dejando
solo uno o dos libros antes de morir jóvenes.
En
otros casos, como el de Juan Rulfo, sus dos obras maestras El llamo en
llamas y Pedro Páramo fueron escritas en ese lapso de juventud cuando
despuntaba a la literatura recién llegado a la capital desde su
provincia natal en los años 50 del siglo pasado, pero a diferencia de
otros que desaparecieron proyectando el mito que genera la ausencia, el
mexicano sobrevivió a su propia obra y se silenció para siempre como si
hubiese quedado mudo por la inesperada gloria.
Debe
ser terrible escribir joyas literarias en esa etapa y sobrevivir a
ellas hasta la vejez, cargando el éxito como un pesado monolito. Quienes
tuvimos la fortuna de coincidir con Rulfo en la Ciudad de México antes
de su muerte en 1986 y alcanzamos a verlo por casualidad como un
fantasma en la calle, presentaciones, homenajes, cocteles, librerías y
cafeterías, lo percibíamos desamparado con sus gruesas gafas oscuras de
carey que ocultaban las fuertes resacas que le provocaba su conocido
alcoholismo.
Cuando
se le preguntó alguna vez a Rulfo lo que le aconsejaba a los jóvenes
para escribir novelas, afirmó con toda sencillez campesina que lo más
importante era comer mucha carne, pues se necesitaban proteínas para
carburar con energía un mundo imaginario lleno de paisajes, personajes y
acciones, o sea crear un mundo dentro del mundo, forjar un estilo y
armar el andamiaje de los argumentos.
Supongo
que Rivera comió mucha carne en sus años juveniles en su calurosa
tierra natal del Huila, al sur de Colombia, y cuando recorría el país y
las fronteras con Perú, Venezuela y Brasil para delimitarlas en medio de
las vicisitudes de la selva, los peligros de los caudalosos ríos y las
amenazas de los forajidos que reinaban en ese enorme territorio sin ley
de los llanos y las selvas orientales que van hacia el Amazonas, llenas
de bichos indomables o mosquitos e insectos que tal vez le inocularon el
mal que le provocaba cíclicas convulsiones y delirios maláricos y se lo
llevó tan temprano.
Pero
de todas esas aventuras supo hacer un condensado tan vital, que al
releer La Vorágine uno vuelve a vivirla con toda su fuerza y velocidad,
porque está llena de verdad humana y sus personajes, codiciosos hombres y
mujeres solitarios y aventureros en desbandada y la ilegalidad, son
absolutamente verosímiles. También hay un tejido de palabras, una
música, una fuerza de prosística extraordinaria que puede calificarse de
febricitante.
Y
no solo se dio el lujo de escribir La Vorágine, sino también esa bella
colección de poemas que lleva por título Tierra de promisión, otra
pequeña joya clásica de la poesía hispanoamericana que se codea con los
grandes poetas continentales modernistas como Rubén Darío, Salvador Díaz
Mirón, Julio Herrera y Reissig, Amado Nervo y Leopoldo Lugones, el
español Federico García Lorca, y contemporáneos suyos como Vicente
Huidobro o un poco menores que él como Pablo Neruda y Jorge Luis Borges
que sí cargaron con el monolito de la gloria hasta la vejez.
José
Eustasio Rivera, como José Asunción Silva y Alfonsina Storni, y tantos
otros escritores y escritoras latinoamericanos que partieron del mundo
muy temprano dejando una leyenda, a veces por voluntad propia, sigue
haciéndonos viajar por lo más profundo y trepidante de nuestros orígenes
tropicales.
Rivera
por fortuna no sobrevivió a su gloria y no tuvo que envejecer cargando
la mole como sí les ocurrió a José Vasconcelos, Rómulo Gallegos o el
propio Gabriel García Márquez, que en su última década de existencia,
aquejado de demencia y olvido, no sabía que era Premio Nobel. En cada
escritor hay el augurio de la tragedia, pues la vida, como la naturaleza
misma y el universo, es una sucesión cíclica y cataclísmica de
catástrofes y sinsabores que no atenúan ni las medallas ni los honores
de la gloria o los aplausos de la posteridad. El fin prematuro de Rivera
entre fiebres y convulsiones fue injusto y cruel, pero ahora está más
vivo que nunca.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de diciembre de 2023.
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