En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras latinoamericanas del siglo XXI, es refrescante celebrar la obra de Germán Arciniegas (1900-1999), un viejo demócrata, caracterizado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por la polarización y el insulto.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Vila y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparte con ambos la ligereza y la imaginación desbordada.
Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría, como el derrotado Vasconcelos, un prosista notable y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminarían vencidos, en el exilio, apedreados, pateados, salvo Arciniegas, que siguió longevo fiel a su entusiasmo.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de héroes y anónimos. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.
Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado de la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dando voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.
En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Rescatemos a Arciniegas, desempolvemos sus libros y volvamos a leerlo con entusiasmo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 24 de febrero de 2024.
*Versión condensada de un texto más amplio sobre Germán Arciniegas.
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