domingo, 24 de agosto de 2025

¿COCODRILOS Y SERPIENTES EN EL SENA?

Por Eduardo García Aguilar

Al terminar agosto se siente el retorno masivo de los habitantes después de largas o cortas vacaciones, marcadas por una excepcional ola de canícula, que sobre todo en el sur, hacia el Mediterráneo, se caracterizó por temperaturas que superaron a veces los 40 grados, muestra palpable del acelerado cambio climático. 


En París, de manera excepcional, las calles y avenidas se poblaron de hojas ocres de otoño, de las que se desembarazaron los árboles para enfrentar el difícil periodo y la sed que como a los humanos, también los agobia. Muy extraño ver como la hojarasca puebla de manera prematura todas las avenidas y calles, algo que por lo regular comienza a manifestarse a finales de septiembre y en octubre. El fenómeno es urbano, pues los árboles tienen menos posibilidades en el entorno citadino de proveerse del agua que requieren para mantener verdes las hojas durante los periodos caniculares y se desembarazan del follaje para economizar energía, sobrevivir y resistir. 

En la región de la Isla de Francia bañada por el Sena y otros ríos menores, donde hay grandes bosques como Rambouillet, Meudon, Fontainebleau, Sénart, que antaño eran utilizados para la cacería por la aristocracia y su corte, el fenómeno otoñal no se presentó y los ámbitos forestales esgrimen una saludable verdura y fogosidad, pues tienen a mano el agua suficiente.  

Al recorrer esas bellas riberas del Sena hacia el sur de la ciudad, donde antes había castillos y pequeñas propiedades de notables y aun se ven bellas localidades que guardan con celo la historia milenaria y las huellas incluso de la presencia de los romanos en tiempos de Lutecia, se siente esa fuerza de la naturaleza, la humedad y la energía de las tierras irrigadas por el emblemático río y sus afluentes.  

En muchas de esas localidades de los bordes del Sena, puede uno imaginarse las fiestas de nobles y señores que a lo largo de milenios poblaron esos lugares y también los carnavales a los que tenían derecho en ciertas fechas campesinos, siervos de gleba y servidumbre que trabajaba para esa élite perfumada que se sentía ungida por derecho divino y un día fue destronada por la Revolución francesa. A lo largo del tiempo poetas y prosistas cantaron y describieron aquellos bosques a donde duques, marqueses y barones acudían con sus caballos y jaurías de canes al ritual cíclico de la caza, una tradición que aun pervive, aunque más acotada y aun defienden los descendientes de aquellos hidalgos o sus nostálgicos plebeyos.

Los poetas de las cortes reales, como Clément Marot, Ronsard, Joachim du Bellay y tantos otros estarían impresionados al ver como las hojas ocres cubren las calles de la capital en julio y agosto, como si anunciaran con su sacrificio lo que a futuro tal vez se avecina, a medida que los humanos abusan de la tierra llevándola a una era de incendios devastadores, tsunamis, catástrofes, inundaciones, feroces tifones y huracanes, o sequías como las que hundieron a la gran civilización Maya o a los pobladores del Indus.

Mientras en España, Francia, Grecia, Portugal y otros países se registran incendios de amplios territorios o peligrosas lluvias torrenciales, cosa que se ha vuelto común en cada temporada de primavera y verano, la gente se adapta poco a poco a lo que podría llamarse la paulatina tropicalización de algunos países europeos mediterráneos, especialmente en España y Francia.
 
Puede ser que algún día tal vez el Sena estará poblado por caimanes y cocodrilos y los bosques dominados por papagayos y pericos y otras aves exóticas, que ya poco a poco colonizan zonas de la región parisina, tras posesionarse de las calcinantes costas de la Costa brava y Barcelona, donde cantan y hacen algarabía inusual en los árboles de la rambla del Raval y otros sitios. De hecho las gaviotas suelen ya recorrer París con sus alaridos e invadir los mercados y las autoridades fluviales hallaron con asombro en el río un cocodrilo del Nilo, una orca y una serpiente pitón.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 24  de agosto de 2025



  

sábado, 16 de agosto de 2025

LA MÁQUINA CÍCLICA DE LAS GUERRAS

Por Eduardo García Aguilar

Los siglos están interconectados y nuestros años tienen similitudes con los de entreguerras del siglo XX, cuando Europa vivió una pausa antes de la Segunda Guerra Mundial, que de todas maneras venía larvada desde la derrota alemana de 1918 y las condiciones impuestas por los vencedores.

Desde siempre los europeos se vieron enfrascados en guerras terribles que significaron cambios permanentes de fronteras e imperios que ascendieron y cayeron de manera estrepitosa, como miles de años antes en la antigüedad.  Los sufrimientos indecibles de los europeos a lo largo los siglos están impregnados en la memoria colectiva de la población con los matices respectivos, según cultura, tradición, culinaria y lengua.  

La literatura registra en detalle las peripecias vividas, las terribles guerras religiosas, masacres de minorías étnicas, como ocurrió con los cátaros en Francia o con judíos, gitanos, árabes, eslavos, germanos, españoles, nórdicos, húngaros, polacos, rusos y tantos otros pueblos.

Durante milenios los ejércitos de emperadores y reyes reclutaron a sus pueblos y los mandaron a morir en batallas para deshacer las fronteras cercanas o imponerse en lejanas colonias, de donde muchos no regresaron jamás. 

En los cuentos infantiles y las sagas indias, mediorientales o nórdicas se cuenta la tragedia de viudas, huérfanos, el sufrimiento de adultos en pleno vigor y viejos desolados que volvieron a experimentar la guerra que pensaban desterrada. Garcilaso de la Vega o Miguel de Cervantes Saavedra estuvieron en batallas lejanas y llevaron en su cuerpo el estigma de las heridas. Muchos murieron jóvenes como Lord Byron en Grecia y otros más envejecieron por milagro para contar la tragedia de sus tiempos.

En ciudades y puertos de estos poderosos imperios europeos de antaño está el registro de sus glorias y esplendores esculpidos en las mansiones de piedra de los esclavistas o las increíbles catedrales y templos donde la plebe mutilada, huérfanas violadas, mendigos y viudas agonizantes se refugiaban para orar ante las fuerzas de los sagrado, en busca de un más allá mítico y compasivo que extinguiera sus sollozos.

En esta tercera década del siglo XXI, como en el mismo periodo del XX, las potencias y sus nuevos emperadores se amenazan y se miden difundiendo las más locas creencias y fanatismos para incitar a  la plebe a matarse y a tomar partido. Igual se citan en lugares especiales y simbólicos como Donlad Trump y Vladimir Putin en Alaska o Joachim von Ribbentrop y  Viacheslav Molotov, firmantes en Moscú del Pacto germano-soviético apadrinado por Stalin y Hitler.
 
Hace un siglo la propaganda la hacían a través de radio, telégrafo, cine, periódicos y discursos y ahora por las insaciables redes sociales y la adictiva televisión en directo. La algarabía mundial y nacional no se detiene jamás y calienta y entrena a la gente para la guerra y la destrucción cíclica, entre la excitación de las emociones primarias y la teja corrida general.   

Muchas ciudades fueron destruidas y vueltas a construir a través de los siglos y lo peor es que tal vez vuelvan a serlo, pues la humanidad nunca aprende las lecciones y repite la historia como tragedia y comedia, ajena a la locura de los filósofos dementes que como el buen Nietszche se alzaban con el pensamiento hasta las alturas pobladas por las águilas para escapar al miedo ambiente y su algarabía. 

Igual que Hans Castorp y sus divertidos comparsas tuberculosos de La Montaña Mágica de Thomas Mann en el sanatorio de las altas montañas suizas, en Gstaad, cuando abajo la guerra los llamaba con insistencia, como ahora al parecer nos convoca a todos en este mundo de locos.   
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de agosto de 2025.
 


 

 

sábado, 9 de agosto de 2025

PERVIVENCIA DEL JARDÍN DE FREUD

Por Eduardo García Aguilar

De verdad éramos muy inocentes aunque leyéramos a Hegel, Baltasar Castiglione, Maquiavelo o a Fernand Braudel y Ernest Cassirer, recomendados por el profesor Darío Mesa. Junto a grandes radios transistores esperábamos en las tardes y noches después del golpe del 11 de septiembre que el general Carlos Prats revirtiera la situación y volviera a Santiago de Chile al mando de una columna triunfal para sacar a los golpistas y reinstalar el gobierno de Salvador Allende, aunque fuera sin Allende.

Los comentarios iban y venían en el Jardín de Freud de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, donde estabámos por primera vez ante a un golpe de Estado que solo sería el abrebocas de una terrible era de crímenes y asesinatos propiciados por los servicios secretos de las dictaduras del Cono Sur coaligados con los estadounidenses, y sobre los que en el medio siglo posterior se han conocido escalofriantes detalles tras múltiples luchas, entre ellas las de las abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, que nunca desfallecieron en la búsqueda de la verdad.

Prats murió el 30 de septiembre junto a su esposa en un terrible atentado de venganza con bomba de los servicios secretos chilenos ayudados por los militares argentinos y siete días antes el reciente Nobel Pablo Neruda se extinguió deprimido y enfermo en un hospital en Santiago el 23 de septiembre. 

Y así uno tras otro caían los leales a Allende que no lograron salir de Chile hacia muchos países del mundo, como lo hicieron decenas de miles acogidos como exiliados sin saber que se quedarían lejos décadas enteras o para siempre rumiando la saudade del destierro. En los años siguientes la misma romería del exilio sería vivida por miles de argentinos, uruguayos y brasileños que llegaron a México o a las capitales europeas o de los países del Este.
 
A medida que pasaban las horas y los días la ilusión despareció y todos se dispersaron poco a poco en ese crepúsculo de 1973. Como el tradicional campus estaba paralizado con frecuencia por los disturbios, algunos se fueron a otras universidades a probar suerte o desertaron para estudiar otras carreras o perderse en el tango de la vida.

Quedadan en el Jardin de Freud los efluvios de los amores reales o imaginarios vividos en secreto, la algarabía de los muchachos que jugaban al futbol entre una clase de matemáticas y otra de Historia con Gilda, la única chica que lo hacía y cuya melena saltaba cuando golpeaba el balón o trataba de apoderarse de él enfundada en su overol de marca estadounidense recién importado. 

Frente al moderno edificio de Sociología quedadan en el Jardin de Freud para siempre nuestros fantasmas adosados al prado donde chárlabamos, como después lo han hecho y hacen miles y miles de muchachos de varias generaciones de todas las regiones y orígenes que pueblan los predios de la Universidad Nacional de Colombia, cuya Ciudad Blanca fue construida a partir de 1935 en tiempos de Alfonso López Pumarejo y la República Liberal.

Después, ya en los años 80, unos escultores jóvenes realizaron la obra Amérika en homenaje a la pluralidad y la sexualidad, que presentaron como trabajo de grado. Manolo Colmenares, José Manuel Patiño y Gabriel Quiñones conribuían así en medio de la polémica con esas piedras eróticas a la pervivencia del Jardín de Freud, donde generación tras generacion los jóvenes estudiantes de ciencias humanas han enfrentado otros acontecimientos terribles que hacen parte de la historia colombiana y el mundo y así seguirá en el futuro, que esperemos con optimismo sea luminoso y fértil. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 10 de agosto de 2025.
 
  

domingo, 3 de agosto de 2025

CON CHARRY LARA EN BOGOTÁ: CENTENARIO


 Por Eduardo García Aguilar

Varias veces caminé con Fernando Charry Lara (1920-2004) por las calles céntricas de Bogotá, donde tenía su oficina de abogado en un viejo y enorme edificio de la carrera séptima con calle 18, cerca de las cafeterías y librerías que abundaban entonces en esa zona de la urbe que fue el centro de la actividad del país a lo largo del siglo XX. Por esas calles caminaron todas las glorias colombianas del siglo pasado cuando eran jóvenes, en busca de algun café como el Automático y otros similares, donde se reunían a tomar tinto, beber, arreglar el mundo y hablar de literatura.
 En la primera mitad del siglo la élite del país solía residir en esta zona donde se encontraban las sedes de los grandes diarios, además de los ministerios, en amplios apartamentos de estilo art-deco que ahora se han vuelto en algunos casos espléndidas librerías de ocasión como la llamada Merlín, situada en la carrera octava, no lejos de la Avenida Jiménez. Por esos rumbos podía el transeúnte toparse de repente con expresidentes, políticos famosos o leyendas literarias como los poetas Aurelio Arturo, Luis Vidales o León de Greiff.
 Conocí a Charry porque el poeta guatemalteco y mundial Luis Cardoza y Aragón, que había sido amigo y maestro suyo y de Alvaro Mutis cuando fue diplomático en Bogotá en los tiempos de asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, me encargó entregarle el libro André Breton atisbado en la silla parlante, que recién había publicado la Universidad Nacional Autónoma de México. Con semejante recomendación de quien a los 18 años había sido en París uno de los más jóvenes poetas dadaístas y el hecho de que Charry hubiese vivido de joven en México, donde yo residía entonces, hacía que tuviéramos mucho tema de conversación. 
 Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, vuelve la imagen de uno de los más exquisitos poetas colombianos del siglo XX, cuya obra concisa y profunda, llena de luz, cobra cada vez mayor fuerza porque bien sabemos con Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus poemas, como los de Aurelio Arturo, son ya obras clásicas de la poesía hispanoamericana y sus ensayos, de claridad y lucidez impecables, nos adentran en el ejercicio y los misterios de la poesía y en la obra de los grandes poetas españoles y latinoamericanos del siglo XX. 
 Este bogotano de carta cabal era de baja estatura, delgado, vestía de traje y corbata, lucía una gabardina para enfrentar los chaparrones capitalinos y con frecuencia llevaba una boina negra que lo hacía semejar a Fernando Pessoa cuando caminaba por las calles lisboetas. Charry era de una sencillez especial y un interlocutor amistoso con los poetas jóvenes, a quienes escribía cartas comentando sus primeros libros, que leía con atención y afecto.
 Varias veces recorrimos las librerías del centro, como la vieja Lerner o la Nacional, que en ese entonces estaba por esos rumbos, y caminando por esas calles y carreras capitalinas, la séptima, la décima, la trece, la Caracas, la Jiménez, solía contarme recuerdos de su infancia y juventud. Así supe de viva voz suya del sepelio de José Eustasio Rivera, al que asistió de niño llevado por su padre y al que dedicó un poema que es uno de los mejores de la poesía colombiana, o de una primera aventura amorosa que tuvo con una enfermera en alguna de aquellas esquinas por donde pasábamos.
 La última vez nos vimos en 2001 en el Segundo Congreso de poesía en lengua española desde la perspectiva del siglo XXI, organizado por el Instituto Caro y Cuervo en tiempos de su director Ignacio Chávez, al que asistieron el peruano Carlos Germán Belli, la uruguaya Ida Vitale, y los chilenos Pedro Lastra y Oscar Hahn, entre otros.  Charry falleció de manera sorpresiva tres años después en Washington, a donde había ido a visitar a su hija. El destino quiso que viera su última luz en Estados Unidos, no lejos de donde José Eustasio Rivera se apagó fulminado por las fiebres contraídas en las selvas que inspiraron La Vorágine. El rigor de su crítica literaria y la lucidez, erotismo y luminosidad de su poesía seguirán iluminando a los lectores afortunados.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de septiembre de 2020. 

sábado, 2 de agosto de 2025

LA MELENA ANTES DE PARTIR


Por Eduardo García Aguilar

Como era menor de edad, mi padre firmó la autorización oficial de mi viaje y me acompañó una tarde a cortarme el pelo, que lo tenía muy largo como era usual y se requería reducir un poco la melena para evitar problemas en los aeropuertos. Todos ya estábamos desde hacía tiempo bajo el impacto de los Rolling Stones y su éxito mundial Satisfaction. 

Mi padre tenía 60 años y me imagino el dolor que significaba ver partir a su hijo tan joven hacia esa aventura de viajar al otro lado del planeta, aunque en el fondo la idea no le disgustaba. Para disimular silbaba alguna canción mientras veía en la peluquería como cortaban sin piedad mi cabellera setentera y las mechas caían al suelo. 

Los de su generación, que se abrieron al mundo durante la Republica liberal que llevó a la presidencia a Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y el joven Alberto Lleras Camargo, también se iban de casa muy jóvenes en la primera mitad del siglo XX, cuando el objetivo de los hijos era emprender y abrirse camino al andar.

Mientras pasaba el féretro del poderoso Eduardo Santos, dueño del mayor periódico nacional y ex presidente, y cuando en la Catedral se reunían para las honras fúnebres todos los hombres de su época, encorbatados, solemnes, pomposos, babeantes, flacos y obesos, jorobados y erguidos, de sacoleva y corbatín, a mi me cortaban la melena en un ritual de iniciación.

Antes de que me cortaran la cabellera como a Sansón había estado en varias fiestas y reuniones con amigos de mi generación, compañeros de Sociología de la Universidad Nacional y escritores en ciernes que nos reuníamos a veces con Oscar Collazos, cuando llegaba joven y consagrado de Europa, donde había vivido mayo del 68 y el esplendor del boom latinoamericano en Barcelona, no lejos de García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. En una de esas fiestas los amigos me mostraron en la noche estrellada al amanecer la Cruz del Sur para que me despidiera de ella.

Mientras pasaba el féretro de Santos y en un amanecer leía los periodicos enormes que seguían publicando ediciones especiales sobre la historia política del siglo XX, podía decir que pese a tener 20 años recién cumplidos ya habia mojado plana ahí en Lecturas Dominicales. El joven Enrique Santos Calderón, de barba rebelde y recién llegado de Europa, había publicado algunos artículos míos hasta en el espacio consagratorio debajo de la caricatura de Pepón y luego me pagaba por la colaboración firmando un bono para que pasara a la caja.

La esquina de El Tiempo era entonces el ombligo del país y al frente estaba el lugar donde habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Más arriba, por la Jiménez estaba la sede de El Espectador, regentado por los Cano y donde García Márquez cambió de destino como redactor y reportero de éxito con reportajes inolvidables como el del Relato de un náufrago.

Todo eso ocurría a unos días de que partiera al otro lado del océano en medio del aceleramiento de la historia  de Colombia, pues a inicios del mismo año los rumberos guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada de Bolívar de la Quinta Bolívar en medio de la algarabía nacional. Y hacía solo seis meses, los estudiantes de Sociología y otras carreras de la Universidad Nacional amanecimos en el Jardín de Freud escuchando por radio las noticias que venían de Chile sobre el golpe de Estado del 11 de septiembre, propiciado por Estados Unidos.

Después de bombardear el Palacio de la Moneda, el general Augusto Pinochet derrocó a Salvador Allende, que murió en esa jornada. Inocentes nosotros, esperábamos hasta el amanecer en jornadas febriles que se revirtiera la situación. Y para rematar, poco después, agobiado por la tristeza, moría el gran poeta Pablo Neruda en un hospital donde algunos aseguran que lo envenaron.

Pero como los pájaros que vuelan, en esos momentos estaba impulsado por la emoción de la partida hacia otro continente soñado desde los primeros años de la adolescencia. El futuro nos atropellaba de repente y ya no había forma de mirar hacia atrás.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de agosto de 2025. 
* Foto del Jardín de Freud. Universidad Nacional de Colombia. 


viernes, 1 de agosto de 2025

RÉRQUIEM CARNAVALESCO PARA JOE


La muerte de Joe Arroyo de repente nos lleva a reflexionar sobre la colombianitud o la colombianidad. Desde la lejanía de la diáspora en donde transcurrimos tal vez cinco o seis millones de colombianos, las reacciones fueron unánimes en Estados Unidos, Canadá, Francia, Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Estocolmo, Roma, México y Londres. En muchas casas de colombianos del extranjero, y con cualquier motivo, esta semana fue de encuentros celebratorios de su genio y su largo camino, que deja una impronta imborrable en la historia popular colombiana contemporánea.

Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero, realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos, la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos, sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción, algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador. Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui (1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico, castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño, payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato, reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos. García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos, vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para vivir y darnos vida nada más.