domingo, 24 de agosto de 2025
¿COCODRILOS Y SERPIENTES EN EL SENA?
sábado, 16 de agosto de 2025
LA MÁQUINA CÍCLICA DE LAS GUERRAS
sábado, 9 de agosto de 2025
PERVIVENCIA DEL JARDÍN DE FREUD
domingo, 3 de agosto de 2025
CON CHARRY LARA EN BOGOTÁ: CENTENARIO
Por Eduardo García Aguilar
Varias veces caminé con Fernando Charry Lara (1920-2004) por las calles
céntricas de Bogotá, donde tenía su oficina de abogado en un viejo y
enorme edificio de la carrera séptima con calle 18, cerca de las
cafeterías y librerías que abundaban entonces en esa zona de la urbe que
fue el centro de la actividad del país a lo largo del siglo XX. Por
esas calles caminaron todas las glorias colombianas del siglo pasado
cuando eran jóvenes, en busca de algun café como el Automático y otros
similares, donde se reunían a tomar tinto, beber, arreglar el mundo y
hablar de literatura.
En la primera mitad del siglo la élite del país solía residir en esta
zona donde se encontraban las sedes de los grandes diarios, además de
los ministerios, en amplios apartamentos de estilo art-deco que ahora se
han vuelto en algunos casos espléndidas librerías de ocasión como la
llamada Merlín, situada en la carrera octava, no lejos de la Avenida
Jiménez. Por esos rumbos podía el transeúnte toparse de repente con
expresidentes, políticos famosos o leyendas literarias como los poetas
Aurelio Arturo, Luis Vidales o León de Greiff.
Conocí a Charry porque el poeta guatemalteco y mundial Luis Cardoza y
Aragón, que había sido amigo y maestro suyo y de Alvaro Mutis cuando fue
diplomático en Bogotá en los tiempos de asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán, me encargó entregarle el libro André Breton atisbado en la silla
parlante, que recién había publicado la Universidad Nacional Autónoma
de México. Con semejante recomendación de quien a los 18 años había sido
en París uno de los más jóvenes poetas dadaístas y el hecho de que
Charry hubiese vivido de joven en México, donde yo residía entonces,
hacía que tuviéramos mucho tema de conversación.
Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, vuelve la imagen de
uno de los más exquisitos poetas colombianos del siglo XX, cuya obra
concisa y profunda, llena de luz, cobra cada vez mayor fuerza porque
bien sabemos con Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus
poemas, como los de Aurelio Arturo, son ya obras clásicas de la poesía
hispanoamericana y sus ensayos, de claridad y lucidez impecables, nos
adentran en el ejercicio y los misterios de la poesía y en la obra de
los grandes poetas españoles y latinoamericanos del siglo XX.
Este bogotano de carta cabal era de baja estatura, delgado, vestía de
traje y corbata, lucía una gabardina para enfrentar los chaparrones
capitalinos y con frecuencia llevaba una boina negra que lo hacía
semejar a Fernando Pessoa cuando caminaba por las calles lisboetas.
Charry era de una sencillez especial y un interlocutor amistoso con los
poetas jóvenes, a quienes escribía cartas comentando sus primeros
libros, que leía con atención y afecto.
Varias veces recorrimos las librerías del centro, como la vieja Lerner o
la Nacional, que en ese entonces estaba por esos rumbos, y caminando
por esas calles y carreras capitalinas, la séptima, la décima, la trece,
la Caracas, la Jiménez, solía contarme recuerdos de su infancia y
juventud. Así supe de viva voz suya del sepelio de José Eustasio Rivera,
al que asistió de niño llevado por su padre y al que dedicó un poema
que es uno de los mejores de la poesía colombiana, o de una primera
aventura amorosa que tuvo con una enfermera en alguna de aquellas
esquinas por donde pasábamos.
La última vez nos vimos en 2001 en el Segundo Congreso de poesía en
lengua española desde la perspectiva del siglo XXI, organizado por el
Instituto Caro y Cuervo en tiempos de su director Ignacio Chávez, al que
asistieron el peruano Carlos Germán Belli, la uruguaya Ida Vitale, y
los chilenos Pedro Lastra y Oscar Hahn, entre otros. Charry falleció de
manera sorpresiva tres años después en Washington, a donde había ido a
visitar a su hija. El destino quiso que viera su última luz en Estados
Unidos, no lejos de donde José Eustasio Rivera se apagó fulminado por
las fiebres contraídas en las selvas que inspiraron La Vorágine. El
rigor de su crítica literaria y la lucidez, erotismo y luminosidad de su
poesía seguirán iluminando a los lectores afortunados.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de septiembre de 2020.
sábado, 2 de agosto de 2025
LA MELENA ANTES DE PARTIR
Por Eduardo García Aguilar
viernes, 1 de agosto de 2025
RÉRQUIEM CARNAVALESCO PARA JOE
Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos
con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice
Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras
griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de
recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero,
realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de
nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe
Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos,
la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la
ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos
colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el
tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar
que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde
el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías
bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en
la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra
colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada
melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él
cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra
memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos,
sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y
revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko
y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha
escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue
seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción,
algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador.
Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los
héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del
prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los
diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo
quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya
fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la
diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui
(1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de
tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes
energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se
explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos
colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de
duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo
sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca
te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un
tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de
nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo
que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del
etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que
ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en
directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi
fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me
lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él
departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo
volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje
en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me
invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la
zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes
botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado
felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e
hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la
deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la
luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los
luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor
Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia
desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico,
castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño,
payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato,
reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos
costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos.
García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes
artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la
universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de
ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y
pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de
los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a
Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si
fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos
aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos,
vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio
vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los
recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para
vivir y darnos vida nada más.