domingo, 28 de septiembre de 2025
NOBEL DE LITERATURA , VIDA Y DESTINO
sábado, 27 de septiembre de 2025
LA HISTORIA DE FERMINA MÁRQUEZ
Un día Alvaro Mutis me llamó en México para pedirme una encomienda para Gabriel García Márquez, quien estaba escribiendo en esas fechas su extraordinaria novela El amor en los tiempos del cólera.
Mutis me dijo que su amigo, vecino y casi hermano Gabriel necesitaba un ejemplar de la novela Fermina Márquez, del hispanista francés Valery Larbaud, en la edición de Austral, y como yo era asiduo a las librerías de viejo de la calle Donceles y trabajaba en el centro de la Ciudad de México en la Torre Latinoamericana, podía encontrarla con rapidez.
Me dirigí como siempre feliz a recorrer aquellas librerías de viejo donde reposaban milllones y millones de libros que terminaban ahí después del fallecimiento de los humanistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX y fue fácil encontrar un ejemplar de la novela, que al día siguiente le llevé a Mutis a su oficina de Columbia Pictures en Polanco, donde trabajaba como jefe de ventas de filmes y series televisivas para América Latina.
Mutis y García Márquez eran aun jóvenes y vivían felices en el país adoptivo que los acogió con las manos y el corazón abiertos. Allí habrían de vivir la mayor parte de sus vidas y morir ambos octogenarios y nonagenarios en dos barrios del sur de la ciudad, Pedregal de San Angel y San Jerónimo, no lejos del legendario Coyoacán, donde yo también vivía feliz.
Pocos saben que el nombre del personaje central de El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza, está inspirado en la protragonista central de esta novela de Valery Larbaud, gran poeta inspirador de la obra viajera de Maqroll el Gaviero.
Valery Larbaud fue un millonario heredero francés que dedicó su vida a la literatura y tuvo una intensa relación con América Latina, a donde viajó varias veces y que amaba con todas sus fuerzas. Vivió en Brasil y fue amigo de muchos escritores latinoamericanos de su época
Por eso Fermina Márquez es una novela escrita entre 1906 y 1910, que relata la vida de unos estudiantes de bachillerato millonarios, hijos de magnates como el propio Larbaud, que terminan locamente enamorados de la colombiana Fermina, hermana de un alumno que sufre lo indecible en ese internado situado al sur de París, cerca del Sena.
Fermina Márquez es una de las grandes novelas de la primera mitad del siglo XX francés, una joya que pocos conocen y que don Gabriel leyó tal vez con pasión en los tiempos de su vida en París, cuando era pobre e indocumentado y sufría hambre y frío en la década de los lejanos 50 del siglo pasado. Debió ser curioso para él encontrar una novela francesa cuya estrella femenina llevaba su propio apellido, mucho antes de que él se volviera rico y glorioso.
Mutis admiraba a Larbaud, cuyos poemas lo inspiraron siempre y sin duda fue el cómplice de don Gabriel para que el personaje de su extraordinaria novela llevara el nombre de esa colombiana rica que visitaba a su hermano infeliz por las tardes en el colegio de Fontenay aux Roses, donde todos los muchachos perdieron la cabeza por ella.
* Foto de Valery Larbaud. Autor de Fermina Márquez.
jueves, 25 de septiembre de 2025
EL MÉXICO DE VALLE INCLÁN
En 1892 el joven Rafael del Valle Inclán partió hacia México a descubrir aquel territorio exótico, que bajo la colonia se construyó como réplica de la metrópoli, con grandes ciudades que llevaban el nombre de las originales europeas y en cuyas plazas centrales se construyeron catedrales y palacios aun más grandes y ricos que los de la madre patria.
Valle Inclán (1866-1936) era un joven e inquieto gallego que empezaba a escribir su obra e inundaba los periódicos con sus crónicas y devoraba el mundo con su desbordada inteligencia y talento. Al llegar a México por Veracruz, el puerto por donde arribaban casi todos desde los tiempos de conquistadores y colonizadores, colaboró de inmediato en un medio local y después en otros de la capital, para ganarse unos pesos.
México ya estaba independizado de la madre patria desde 1821 y experimentaba aun las vicisitudes de una patria boba que buscaba su camino en medio de las ingentes riquezas de su enorme y variado territorio y las codicias mundiales. El joven escritor quedó fascinado desde el inicio por las playas, mares, cumbres, ruinas y volcanes, entre los que se desplegaba una variada flora y fauna desconocidas para él.
Durante su viaje vivió varias aventuras, entre ellas un duelo que no llegó a mayores, y gracias a la intensidad de sus exploraciones reunió material y conocimientos de lenguaje y cultura suficientes para escribir mucho después su gran novela Tirano Banderas, precursora de las obras sobre dictadores latinoamericanos que después practicaron autores como Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier, entre otros.
Pero antes de esta gran novela Tirano Banderas, que nos sorprende un siglo después de su publicación en 1926, escribió otra novela mexicana que hace parte del cuarteto de las Sonatas, que versan sobre las aventuras del donjuanesco Marqués de Bradomín, su gran alter ego.
Valle Inclán en su juventud pertenece de facto a la gran generación de escritores modernistas encabezados por el poeta Rubén Darío, el autor de Los Raros y Prosas Profanas, que revolucionó la literatura hispanoamericana. Como los modernistas, fue iluminado por ese estilo decadente y finisecular que practicaron en Francia dandys parnasinanos y simbolistas como Baudelaire y Barbey d'Aurevilly.
En la Sonata de Estío cuenta las aventuras vividas al llegar a México y conocer a una beldad indígena llamada la Chole, de la que se enamora, en medio de historias de bandidos y cuatreros que infestaban el trópico mexicano del Golfo de México y el río Grijalba y para quienes la vida, como en las rancheras, no vale nada. Las descripciones de la bella Chole junto a una pirámide maya, de la vida marítima y los salvajes paisajes mexicanos, son inigualables.
Es un libro de gran fuerza poética, una energía en la prosa pocas veces lograda en el ámbito de los modernistas y es una lectura apasionada que nos invita a vivir aquel lejano siglo XIX, donde los sincretismos entre el mundo prehispánico de ídolos aztecas y mayas e hispánico católico eran totales y se imbricaban en medio de pirámides, conventos, catedrales, iglesias, mercados, ferias y haciendas donde reinaba la violencia. De hecho el Marqués de Bradomín, pecador y aventurero, se clasificó siempre como un hombre "feo, católico y sentimental".
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de septiembre de 2025.
domingo, 31 de agosto de 2025
LAS AVENTURAS DE UN BIBLIÓFILO
domingo, 24 de agosto de 2025
¿COCODRILOS Y SERPIENTES EN EL SENA?
sábado, 16 de agosto de 2025
LA MÁQUINA CÍCLICA DE LAS GUERRAS
sábado, 9 de agosto de 2025
PERVIVENCIA DEL JARDÍN DE FREUD
domingo, 3 de agosto de 2025
CON CHARRY LARA EN BOGOTÁ: CENTENARIO
Por Eduardo García Aguilar
Varias veces caminé con Fernando Charry Lara (1920-2004) por las calles
céntricas de Bogotá, donde tenía su oficina de abogado en un viejo y
enorme edificio de la carrera séptima con calle 18, cerca de las
cafeterías y librerías que abundaban entonces en esa zona de la urbe que
fue el centro de la actividad del país a lo largo del siglo XX. Por
esas calles caminaron todas las glorias colombianas del siglo pasado
cuando eran jóvenes, en busca de algun café como el Automático y otros
similares, donde se reunían a tomar tinto, beber, arreglar el mundo y
hablar de literatura.
En la primera mitad del siglo la élite del país solía residir en esta
zona donde se encontraban las sedes de los grandes diarios, además de
los ministerios, en amplios apartamentos de estilo art-deco que ahora se
han vuelto en algunos casos espléndidas librerías de ocasión como la
llamada Merlín, situada en la carrera octava, no lejos de la Avenida
Jiménez. Por esos rumbos podía el transeúnte toparse de repente con
expresidentes, políticos famosos o leyendas literarias como los poetas
Aurelio Arturo, Luis Vidales o León de Greiff.
Conocí a Charry porque el poeta guatemalteco y mundial Luis Cardoza y
Aragón, que había sido amigo y maestro suyo y de Alvaro Mutis cuando fue
diplomático en Bogotá en los tiempos de asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán, me encargó entregarle el libro André Breton atisbado en la silla
parlante, que recién había publicado la Universidad Nacional Autónoma
de México. Con semejante recomendación de quien a los 18 años había sido
en París uno de los más jóvenes poetas dadaístas y el hecho de que
Charry hubiese vivido de joven en México, donde yo residía entonces,
hacía que tuviéramos mucho tema de conversación.
Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, vuelve la imagen de
uno de los más exquisitos poetas colombianos del siglo XX, cuya obra
concisa y profunda, llena de luz, cobra cada vez mayor fuerza porque
bien sabemos con Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus
poemas, como los de Aurelio Arturo, son ya obras clásicas de la poesía
hispanoamericana y sus ensayos, de claridad y lucidez impecables, nos
adentran en el ejercicio y los misterios de la poesía y en la obra de
los grandes poetas españoles y latinoamericanos del siglo XX.
Este bogotano de carta cabal era de baja estatura, delgado, vestía de
traje y corbata, lucía una gabardina para enfrentar los chaparrones
capitalinos y con frecuencia llevaba una boina negra que lo hacía
semejar a Fernando Pessoa cuando caminaba por las calles lisboetas.
Charry era de una sencillez especial y un interlocutor amistoso con los
poetas jóvenes, a quienes escribía cartas comentando sus primeros
libros, que leía con atención y afecto.
Varias veces recorrimos las librerías del centro, como la vieja Lerner o
la Nacional, que en ese entonces estaba por esos rumbos, y caminando
por esas calles y carreras capitalinas, la séptima, la décima, la trece,
la Caracas, la Jiménez, solía contarme recuerdos de su infancia y
juventud. Así supe de viva voz suya del sepelio de José Eustasio Rivera,
al que asistió de niño llevado por su padre y al que dedicó un poema
que es uno de los mejores de la poesía colombiana, o de una primera
aventura amorosa que tuvo con una enfermera en alguna de aquellas
esquinas por donde pasábamos.
La última vez nos vimos en 2001 en el Segundo Congreso de poesía en
lengua española desde la perspectiva del siglo XXI, organizado por el
Instituto Caro y Cuervo en tiempos de su director Ignacio Chávez, al que
asistieron el peruano Carlos Germán Belli, la uruguaya Ida Vitale, y
los chilenos Pedro Lastra y Oscar Hahn, entre otros. Charry falleció de
manera sorpresiva tres años después en Washington, a donde había ido a
visitar a su hija. El destino quiso que viera su última luz en Estados
Unidos, no lejos de donde José Eustasio Rivera se apagó fulminado por
las fiebres contraídas en las selvas que inspiraron La Vorágine. El
rigor de su crítica literaria y la lucidez, erotismo y luminosidad de su
poesía seguirán iluminando a los lectores afortunados.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de septiembre de 2020.
sábado, 2 de agosto de 2025
LA MELENA ANTES DE PARTIR
Por Eduardo García Aguilar
viernes, 1 de agosto de 2025
RÉRQUIEM CARNAVALESCO PARA JOE
Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos
con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice
Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras
griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de
recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero,
realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de
nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe
Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos,
la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la
ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos
colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el
tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar
que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde
el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías
bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en
la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra
colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada
melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él
cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra
memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos,
sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y
revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko
y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha
escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue
seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción,
algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador.
Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los
héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del
prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los
diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo
quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya
fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la
diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui
(1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de
tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes
energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se
explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos
colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de
duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo
sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca
te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un
tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de
nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo
que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del
etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que
ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en
directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi
fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me
lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él
departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo
volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje
en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me
invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la
zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes
botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado
felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e
hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la
deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la
luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los
luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor
Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia
desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico,
castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño,
payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato,
reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos
costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos.
García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes
artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la
universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de
ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y
pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de
los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a
Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si
fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos
aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos,
vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio
vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los
recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para
vivir y darnos vida nada más.