domingo, 28 de septiembre de 2025

NOBEL DE LITERATURA , VIDA Y DESTINO

Por Eduardo García Aguilar

Como cada año cuando llega octubre, comienzan las especulaciones sobre la mujer o el hombre que será galardonado por la Academia Sueca con el Premio Nobel de Literatura que consagra a un autor o autora con gloria en vida o lanza a la fama en el mundo a autores desconocidos en otros continentes lejanos al suyo. 

Siempre, desde hace más de un siglo, salvo cuando hubo guerras o desastres, octubre es un año de fiesta y alegría para los escritores, que esperan la noticia y los días previos especulan sobre sus preferencias entre quienes lograron la fama en vida y a veces desde muy temprano, como fue el caso de nuestro Nobel colombiano.

Las poderosas editoriales multinacionales hacen circular rumores sobre algunos de sus autores para crear publicidad gratuita y aunque saben que todo es una quimera, pueden a veces incrementar las ventas azuzando los sentimientos continentales o nacionalistas de los inocentes lectores.

La verdad es que la Academia Sueca siempre ha dado sorpresas dejando por fuera para siempre a grandes glorias o premiando a desconocidos y ahora aun más cuando es asesorada por un serio comité de expertos y académicos de diversos orígenes y lenguas, bien enterados de la literatura mundial en una era mucho más conectada y febril que en siglo XX, cuando las intrigas entre poderes literarios y políticos eran más secretas, pues los nombres y deliberaciones abordados por los académicos durante sus debates finales deben permanecer en secreto durante medio siglo.

En el siglo XX y hasta entrado el XXI, salvo algunas excepciones como Gabriela Mistral, Nadine Gordimer, Wyzlaba Simborska o Doris Lessing, el Premio era por lo regular para hombres blancos occidentales de Europa o países anglosajones, apuntalados por países y lenguas poderosas e incluso corrientes políticas mundiales ligadas a las grandes potencias. De vez en cuando saltaba algún autor exótico de la India como Rabindranath Tagore, de Egipto, como Naguib Mafouz, o un disidente soviético como el autor de Doctor Zhivago, Boris Pasternak. 

En lo que respecta a América Latina, salvo el caso de la poeta chilena Mistral o del costeño García Márquez que se coló al club como por milagro desde el margen y muy joven, aunque apuntalado por grandes poderes y tendencias políticas del momento en tiempos de Guerra Fría, el premio fue para grandes patriarcas latinoamericanos, políticos o embajadores elefantiásicos como Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda, cuando se premiaba a autores de izquierda, o a figuras poderosas y ricas como Camilo José Cela, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, cuando la brújula cambió tras la caída del muro de Berlín y empezaron a premiar a autores de derecha y a ignorar a progresistas como Ernesto Cardenal.

Pero todo cambió en las últimas décadas con la irrupción de la mujer como fuerza mundial, impulso bajo el cual muchas han logrado Premios Nobel de manera sucesiva y casi paritaria, especialmente autoras poco conocidas hasta entonces de Europa del Este como Herta Müller y Elfriede Jelinek, y el año pasado la joven surcoreana Han Kang. Esa tendencia sin duda continuará en auge, por lo que las posibilidades de los hombres se redujeron. 

El cambio de prácticas en la Academia Sueca surgió luego de que se descubrió la corrupción del esposo francés de una académica sueca, quien trabajaba al servicio de intereses y logró filtrar nombres de galardonados, según el diario sueco Dagens Nyheter. El escándalo provocó la renuncia de 7 de los 18 miembros de la Academia, incluida la esposa del individuo, y el aplazamiento del Premio 2018 para 2019. 

El galardón, afectado por el escándalo, llevó a la intervención de las autoridades, a la renuncia de académicos y a su reemplazo, por lo que ahora actúa en transparencia, asesorado según la prensa, por ese cónclave de expertos multilingües, lo que lo hace aun más prestigioso, fiable e impredecible que antes.
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* Foto de Elfriede Jelinek, Premio Nobel de Literatura en 2004


 

sábado, 27 de septiembre de 2025

LA HISTORIA DE FERMINA MÁRQUEZ

 Por Eduardo García Aguilar

Un día Alvaro Mutis me llamó en México para pedirme una encomienda para Gabriel García Márquez, quien estaba escribiendo en esas fechas su extraordinaria novela El amor en los tiempos del cólera. 

Mutis me dijo que su amigo, vecino y casi hermano Gabriel necesitaba un ejemplar de la novela Fermina Márquez, del hispanista francés Valery Larbaud, en la edición de Austral, y como yo era asiduo a las librerías de viejo de la calle Donceles y trabajaba en el centro de la Ciudad de México en la Torre Latinoamericana, podía encontrarla con rapidez.

Me dirigí como siempre feliz a recorrer aquellas librerías de viejo donde reposaban milllones y millones de libros que terminaban ahí después del fallecimiento de los humanistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX y fue fácil encontrar un ejemplar de la novela, que al día siguiente le llevé a Mutis a su oficina de Columbia Pictures en Polanco, donde trabajaba como jefe de ventas de filmes y series televisivas para América Latina.

Mutis y García Márquez eran aun jóvenes y vivían felices en el país adoptivo que los acogió con las manos y el corazón abiertos. Allí habrían de vivir la mayor parte de sus vidas y morir ambos octogenarios y nonagenarios en dos barrios del sur de la ciudad, Pedregal de San Angel y San Jerónimo, no lejos del legendario Coyoacán, donde yo también vivía feliz.

Pocos saben que el nombre del personaje central de El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza, está inspirado en la protragonista central de esta novela de Valery Larbaud, gran poeta inspirador de la obra viajera de Maqroll el Gaviero.

Valery Larbaud fue un millonario heredero francés que dedicó su vida a la literatura y tuvo una intensa relación con América Latina, a donde viajó varias veces y que amaba con todas sus fuerzas. Vivió en Brasil y fue amigo de muchos escritores latinoamericanos de su época

Por eso Fermina Márquez es una novela escrita entre 1906 y 1910, que relata la vida de unos estudiantes de bachillerato millonarios, hijos de magnates como el propio Larbaud, que terminan locamente enamorados de la colombiana Fermina, hermana de un alumno que sufre lo indecible en ese internado situado al sur de París, cerca del Sena.

Fermina Márquez es una de las grandes novelas de la primera mitad del siglo XX francés, una joya que pocos conocen y que don Gabriel leyó tal vez con pasión en los tiempos de su vida en París, cuando era pobre e indocumentado y sufría hambre y frío en la década de los lejanos 50 del siglo pasado. Debió ser curioso para él encontrar una novela francesa cuya estrella femenina llevaba su propio apellido, mucho antes de que él se volviera rico y glorioso.

Mutis admiraba a Larbaud, cuyos poemas lo inspiraron siempre y sin duda fue el cómplice de don Gabriel para que el personaje de su extraordinaria novela llevara el nombre de esa colombiana rica que visitaba a su hermano infeliz por las tardes en el colegio de Fontenay aux Roses, donde todos los muchachos perdieron la cabeza por ella.   

* Foto de Valery Larbaud. Autor de Fermina Márquez.  



jueves, 25 de septiembre de 2025

EL MÉXICO DE VALLE INCLÁN

Por Eduardo García Aguilar

En 1892 el joven Rafael del Valle Inclán partió hacia México a descubrir aquel territorio exótico, que bajo la colonia se construyó como réplica de la metrópoli, con grandes ciudades que llevaban el nombre de las originales europeas y en cuyas plazas centrales se construyeron catedrales y palacios aun más grandes y ricos que los de la madre patria.

Valle Inclán (1866-1936) era un joven e inquieto gallego que empezaba a escribir su obra e inundaba los periódicos con sus crónicas y devoraba el mundo con su desbordada inteligencia y talento. Al llegar a México por Veracruz, el puerto por donde arribaban casi todos desde los tiempos de conquistadores y colonizadores, colaboró de inmediato en un medio local y después en otros de la capital, para ganarse unos pesos.

México ya estaba independizado de la madre patria desde 1821 y experimentaba aun las vicisitudes de una patria boba que buscaba su camino en medio de las ingentes riquezas de su enorme y variado territorio y las codicias mundiales. El joven escritor quedó fascinado desde el inicio por las playas, mares, cumbres, ruinas y volcanes, entre los que se desplegaba una variada flora y fauna desconocidas para él.

Durante su viaje vivió varias aventuras, entre ellas un duelo que no llegó a mayores, y gracias a la intensidad de sus exploraciones reunió material y conocimientos de lenguaje y cultura suficientes para escribir mucho después su gran novela Tirano Banderas, precursora de las obras sobre dictadores latinoamericanos que después practicaron autores como Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier, entre otros.

Pero antes de esta gran novela Tirano Banderas, que nos sorprende un siglo después de su publicación en 1926, escribió otra novela mexicana que hace parte del cuarteto de las Sonatas, que versan sobre las aventuras del donjuanesco Marqués de Bradomín, su gran alter ego.

Valle Inclán en su juventud pertenece de facto a la gran generación de escritores modernistas encabezados por el poeta Rubén Darío, el autor de Los Raros y Prosas Profanas, que revolucionó la literatura hispanoamericana. Como los modernistas, fue iluminado por ese estilo decadente y finisecular que practicaron en Francia dandys parnasinanos y simbolistas como Baudelaire y Barbey d'Aurevilly.  

En la Sonata de Estío cuenta las aventuras vividas al llegar a México y conocer a una beldad indígena llamada la Chole, de la que se enamora, en medio de historias de bandidos y cuatreros que infestaban el trópico mexicano del Golfo de México y el río Grijalba y para quienes la vida, como en las rancheras, no vale nada. Las descripciones de la bella Chole junto a una pirámide maya, de la vida marítima y los salvajes paisajes mexicanos, son inigualables. 

Es un libro de gran fuerza poética, una energía en la prosa pocas veces lograda en el ámbito de los modernistas y es una lectura apasionada que nos invita a vivir aquel lejano siglo XIX, donde los sincretismos entre el mundo prehispánico de ídolos aztecas y mayas e hispánico católico eran totales y se imbricaban en medio de pirámides, conventos, catedrales, iglesias, mercados, ferias y haciendas donde reinaba la violencia. De hecho el Marqués de Bradomín, pecador y aventurero, se clasificó siempre como un hombre "feo, católico y sentimental".

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de   septiembre de 2025. 

 

domingo, 31 de agosto de 2025

LAS AVENTURAS DE UN BIBLIÓFILO

Por Eduardo García Aguilar

Debo reconocer que toda mi vida, desde la adolescencia hasta estas alturas ataláyicas, he sido bibliomaniático, bibliófilo y bibliópata, siempre rodeado de libros, y casi cada día de la existencia he llegado a casa con nuevos volúmenes encontrados en el camino de las ciudades y las librerías de viejo y a veces me persiguen y me encuentran, pues saben que pueden confiar en mi.

Hoy vinieron a mi encuentro sorpresivamente unos 14 libros de la colección Austral de Espasa Calpe de Madrid que una mano desconocida y amiga dejó en una canasta de un lugar asociativo donde suelen dejar libros para que los transeúntes los tomen y se los lleven a casa. Por lo regular son libros en francés, portugués e inglés, pero hoy la canasta rebosaba con estas joyas de la literatura española e hispanoamericana.

Ahí estaban todos, inconfundibles, bellos, aromáticos, en ediciones de los años 40 y 50, aptos para desquiciar a un bibliomaniático como yo. Entre ellos figuran las Prosas profanas de Rubén Darío, las cuatro Sonatas de Valle Inclán, El tema de nuestro tiempo de José Orega y Gasset, Rivas y Larra de  Azorín, Abel Sánchez de Miguel de Unamuno, obras de Tirso de Molina y Calderón de la Barca, La Duquesa de Benamejí de Manuel y Antonio Machado y la Filosofía española actual de Julián Marías, entre otros, que de inmediato tomé y me llevé feliz a pasear por las calles de París.

No es común encontrar libros en español en esta ciudad y menos tan bien empacados y puestos en el cajón con amor por una mano amiga, tal vez algún descendiente de un viejo español exiliado de la Guerra civil ya fallecido. En los volúmenes hallé recortes de prensa de los tiempos del general De Gaulle y tiquetes del viejo metro de París, de los años 50 y 60. O sea que este hallazgo me hizo feliz y aquí a mi lado tengo estos volúmenes que me encontaron por azar y me recordaron la adolescencia y la biblioteca de mi padre.  

Todo comenzó en la biblioteca personal de Alvaro García Cortés, que estaba dividida una parte en la casa y otra en la oficina, situada en un edificio Art Deco en diagonal del hotel Escorial y a unos pasos del Osiris y no lejos de El Polo, cafés de leyenda donde se reunían los señores a hablar de política, uno de los grandes pasatiempos favoritos y eternos de la colombianidad.

Mirando desde la lejanía del tiempo todos aquellos libros que él tenía y leía, veo que representaban los gustos de un liberal de su tiempo nacido en 1913, que vivió la llegada al poder de su partido en los lejanos años 30 y 40, aliado con los sectores progresistas que encendían la política y buscaban la justicia social y dejar atrás décadas largas de hegemonía en los tiempos de María Cano y Luis Vidales.

Entre esos libros me fui formando teniéndolos a mano y disfrutando desde entonces sus texturas, olores y aromas. Había mucha literatura de los clásicos españoles, desde los del Siglo de oro, como Quevedo y Lope de Vega, hasta los autores modernos del siglo XX como Antonio Machado, Manuel Hernández y Federico García Lorca.

No faltaban clásicos de lengua francesa como Rouseau, Balzac, Molière o Anatole France, sin olvidar una nutrida biblioteca de autores colombianos como Germán Arciniegas, Fernando González, Bernardo Arias Trujillo, Ñito José Restrepo, León de Greiff, Indalecio Liévano Aguirre, Otto Morales Benítez y tantos otros que leyeron los de su generación. Tampoco faltaba El origen de las especies de Darwin e historias de las ideas políticas. Al sentir el aroma libresco de mis hallazgos de este sábado de agosto, volví a sentir el perfume inconfundible de los libros de mi padre. 
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* Foto de la librería Lello & Irmao, en Oporto. Portugal


domingo, 24 de agosto de 2025

¿COCODRILOS Y SERPIENTES EN EL SENA?

Por Eduardo García Aguilar

Al terminar agosto se siente el retorno masivo de los habitantes después de largas o cortas vacaciones, marcadas por una excepcional ola de canícula, que sobre todo en el sur, hacia el Mediterráneo, se caracterizó por temperaturas que superaron a veces los 40 grados, muestra palpable del acelerado cambio climático. 


En París, de manera excepcional, las calles y avenidas se poblaron de hojas ocres de otoño, de las que se desembarazaron los árboles para enfrentar el difícil periodo y la sed que como a los humanos, también los agobia. Muy extraño ver como la hojarasca puebla de manera prematura todas las avenidas y calles, algo que por lo regular comienza a manifestarse a finales de septiembre y en octubre. El fenómeno es urbano, pues los árboles tienen menos posibilidades en el entorno citadino de proveerse del agua que requieren para mantener verdes las hojas durante los periodos caniculares y se desembarazan del follaje para economizar energía, sobrevivir y resistir. 

En la región de la Isla de Francia bañada por el Sena y otros ríos menores, donde hay grandes bosques como Rambouillet, Meudon, Fontainebleau, Sénart, que antaño eran utilizados para la cacería por la aristocracia y su corte, el fenómeno otoñal no se presentó y los ámbitos forestales esgrimen una saludable verdura y fogosidad, pues tienen a mano el agua suficiente.  

Al recorrer esas bellas riberas del Sena hacia el sur de la ciudad, donde antes había castillos y pequeñas propiedades de notables y aun se ven bellas localidades que guardan con celo la historia milenaria y las huellas incluso de la presencia de los romanos en tiempos de Lutecia, se siente esa fuerza de la naturaleza, la humedad y la energía de las tierras irrigadas por el emblemático río y sus afluentes.  

En muchas de esas localidades de los bordes del Sena, puede uno imaginarse las fiestas de nobles y señores que a lo largo de milenios poblaron esos lugares y también los carnavales a los que tenían derecho en ciertas fechas campesinos, siervos de gleba y servidumbre que trabajaba para esa élite perfumada que se sentía ungida por derecho divino y un día fue destronada por la Revolución francesa. A lo largo del tiempo poetas y prosistas cantaron y describieron aquellos bosques a donde duques, marqueses y barones acudían con sus caballos y jaurías de canes al ritual cíclico de la caza, una tradición que aun pervive, aunque más acotada y aun defienden los descendientes de aquellos hidalgos o sus nostálgicos plebeyos.

Los poetas de las cortes reales, como Clément Marot, Ronsard, Joachim du Bellay y tantos otros estarían impresionados al ver como las hojas ocres cubren las calles de la capital en julio y agosto, como si anunciaran con su sacrificio lo que a futuro tal vez se avecina, a medida que los humanos abusan de la tierra llevándola a una era de incendios devastadores, tsunamis, catástrofes, inundaciones, feroces tifones y huracanes, o sequías como las que hundieron a la gran civilización Maya o a los pobladores del Indus.

Mientras en España, Francia, Grecia, Portugal y otros países se registran incendios de amplios territorios o peligrosas lluvias torrenciales, cosa que se ha vuelto común en cada temporada de primavera y verano, la gente se adapta poco a poco a lo que podría llamarse la paulatina tropicalización de algunos países europeos mediterráneos, especialmente en España y Francia.
 
Puede ser que algún día tal vez el Sena estará poblado por caimanes y cocodrilos y los bosques dominados por papagayos y pericos y otras aves exóticas, que ya poco a poco colonizan zonas de la región parisina, tras posesionarse de las calcinantes costas de la Costa brava y Barcelona, donde cantan y hacen algarabía inusual en los árboles de la rambla del Raval y otros sitios. De hecho las gaviotas suelen ya recorrer París con sus alaridos e invadir los mercados y las autoridades fluviales hallaron con asombro en el río un cocodrilo del Nilo, una orca y una serpiente pitón.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 24  de agosto de 2025



  

sábado, 16 de agosto de 2025

LA MÁQUINA CÍCLICA DE LAS GUERRAS

Por Eduardo García Aguilar

Los siglos están interconectados y nuestros años tienen similitudes con los de entreguerras del siglo XX, cuando Europa vivió una pausa antes de la Segunda Guerra Mundial, que de todas maneras venía larvada desde la derrota alemana de 1918 y las condiciones impuestas por los vencedores.

Desde siempre los europeos se vieron enfrascados en guerras terribles que significaron cambios permanentes de fronteras e imperios que ascendieron y cayeron de manera estrepitosa, como miles de años antes en la antigüedad.  Los sufrimientos indecibles de los europeos a lo largo los siglos están impregnados en la memoria colectiva de la población con los matices respectivos, según cultura, tradición, culinaria y lengua.  

La literatura registra en detalle las peripecias vividas, las terribles guerras religiosas, masacres de minorías étnicas, como ocurrió con los cátaros en Francia o con judíos, gitanos, árabes, eslavos, germanos, españoles, nórdicos, húngaros, polacos, rusos y tantos otros pueblos.

Durante milenios los ejércitos de emperadores y reyes reclutaron a sus pueblos y los mandaron a morir en batallas para deshacer las fronteras cercanas o imponerse en lejanas colonias, de donde muchos no regresaron jamás. 

En los cuentos infantiles y las sagas indias, mediorientales o nórdicas se cuenta la tragedia de viudas, huérfanos, el sufrimiento de adultos en pleno vigor y viejos desolados que volvieron a experimentar la guerra que pensaban desterrada. Garcilaso de la Vega o Miguel de Cervantes Saavedra estuvieron en batallas lejanas y llevaron en su cuerpo el estigma de las heridas. Muchos murieron jóvenes como Lord Byron en Grecia y otros más envejecieron por milagro para contar la tragedia de sus tiempos.

En ciudades y puertos de estos poderosos imperios europeos de antaño está el registro de sus glorias y esplendores esculpidos en las mansiones de piedra de los esclavistas o las increíbles catedrales y templos donde la plebe mutilada, huérfanas violadas, mendigos y viudas agonizantes se refugiaban para orar ante las fuerzas de los sagrado, en busca de un más allá mítico y compasivo que extinguiera sus sollozos.

En esta tercera década del siglo XXI, como en el mismo periodo del XX, las potencias y sus nuevos emperadores se amenazan y se miden difundiendo las más locas creencias y fanatismos para incitar a  la plebe a matarse y a tomar partido. Igual se citan en lugares especiales y simbólicos como Donlad Trump y Vladimir Putin en Alaska o Joachim von Ribbentrop y  Viacheslav Molotov, firmantes en Moscú del Pacto germano-soviético apadrinado por Stalin y Hitler.
 
Hace un siglo la propaganda la hacían a través de radio, telégrafo, cine, periódicos y discursos y ahora por las insaciables redes sociales y la adictiva televisión en directo. La algarabía mundial y nacional no se detiene jamás y calienta y entrena a la gente para la guerra y la destrucción cíclica, entre la excitación de las emociones primarias y la teja corrida general.   

Muchas ciudades fueron destruidas y vueltas a construir a través de los siglos y lo peor es que tal vez vuelvan a serlo, pues la humanidad nunca aprende las lecciones y repite la historia como tragedia y comedia, ajena a la locura de los filósofos dementes que como el buen Nietszche se alzaban con el pensamiento hasta las alturas pobladas por las águilas para escapar al miedo ambiente y su algarabía. 

Igual que Hans Castorp y sus divertidos comparsas tuberculosos de La Montaña Mágica de Thomas Mann en el sanatorio de las altas montañas suizas, en Gstaad, cuando abajo la guerra los llamaba con insistencia, como ahora al parecer nos convoca a todos en este mundo de locos.   
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de agosto de 2025.
 


 

 

sábado, 9 de agosto de 2025

PERVIVENCIA DEL JARDÍN DE FREUD

Por Eduardo García Aguilar

De verdad éramos muy inocentes aunque leyéramos a Hegel, Baltasar Castiglione, Maquiavelo o a Fernand Braudel y Ernest Cassirer, recomendados por el profesor Darío Mesa. Junto a grandes radios transistores esperábamos en las tardes y noches después del golpe del 11 de septiembre que el general Carlos Prats revirtiera la situación y volviera a Santiago de Chile al mando de una columna triunfal para sacar a los golpistas y reinstalar el gobierno de Salvador Allende, aunque fuera sin Allende.

Los comentarios iban y venían en el Jardín de Freud de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, donde estabámos por primera vez ante a un golpe de Estado que solo sería el abrebocas de una terrible era de crímenes y asesinatos propiciados por los servicios secretos de las dictaduras del Cono Sur coaligados con los estadounidenses, y sobre los que en el medio siglo posterior se han conocido escalofriantes detalles tras múltiples luchas, entre ellas las de las abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, que nunca desfallecieron en la búsqueda de la verdad.

Prats murió el 30 de septiembre junto a su esposa en un terrible atentado de venganza con bomba de los servicios secretos chilenos ayudados por los militares argentinos y siete días antes el reciente Nobel Pablo Neruda se extinguió deprimido y enfermo en un hospital en Santiago el 23 de septiembre. 

Y así uno tras otro caían los leales a Allende que no lograron salir de Chile hacia muchos países del mundo, como lo hicieron decenas de miles acogidos como exiliados sin saber que se quedarían lejos décadas enteras o para siempre rumiando la saudade del destierro. En los años siguientes la misma romería del exilio sería vivida por miles de argentinos, uruguayos y brasileños que llegaron a México o a las capitales europeas o de los países del Este.
 
A medida que pasaban las horas y los días la ilusión despareció y todos se dispersaron poco a poco en ese crepúsculo de 1973. Como el tradicional campus estaba paralizado con frecuencia por los disturbios, algunos se fueron a otras universidades a probar suerte o desertaron para estudiar otras carreras o perderse en el tango de la vida.

Quedadan en el Jardin de Freud los efluvios de los amores reales o imaginarios vividos en secreto, la algarabía de los muchachos que jugaban al futbol entre una clase de matemáticas y otra de Historia con Gilda, la única chica que lo hacía y cuya melena saltaba cuando golpeaba el balón o trataba de apoderarse de él enfundada en su overol de marca estadounidense recién importado. 

Frente al moderno edificio de Sociología quedadan en el Jardin de Freud para siempre nuestros fantasmas adosados al prado donde chárlabamos, como después lo han hecho y hacen miles y miles de muchachos de varias generaciones de todas las regiones y orígenes que pueblan los predios de la Universidad Nacional de Colombia, cuya Ciudad Blanca fue construida a partir de 1935 en tiempos de Alfonso López Pumarejo y la República Liberal.

Después, ya en los años 80, unos escultores jóvenes realizaron la obra Amérika en homenaje a la pluralidad y la sexualidad, que presentaron como trabajo de grado. Manolo Colmenares, José Manuel Patiño y Gabriel Quiñones conribuían así en medio de la polémica con esas piedras eróticas a la pervivencia del Jardín de Freud, donde generación tras generacion los jóvenes estudiantes de ciencias humanas han enfrentado otros acontecimientos terribles que hacen parte de la historia colombiana y el mundo y así seguirá en el futuro, que esperemos con optimismo sea luminoso y fértil. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 10 de agosto de 2025.
 
  

domingo, 3 de agosto de 2025

CON CHARRY LARA EN BOGOTÁ: CENTENARIO


 Por Eduardo García Aguilar

Varias veces caminé con Fernando Charry Lara (1920-2004) por las calles céntricas de Bogotá, donde tenía su oficina de abogado en un viejo y enorme edificio de la carrera séptima con calle 18, cerca de las cafeterías y librerías que abundaban entonces en esa zona de la urbe que fue el centro de la actividad del país a lo largo del siglo XX. Por esas calles caminaron todas las glorias colombianas del siglo pasado cuando eran jóvenes, en busca de algun café como el Automático y otros similares, donde se reunían a tomar tinto, beber, arreglar el mundo y hablar de literatura.
 En la primera mitad del siglo la élite del país solía residir en esta zona donde se encontraban las sedes de los grandes diarios, además de los ministerios, en amplios apartamentos de estilo art-deco que ahora se han vuelto en algunos casos espléndidas librerías de ocasión como la llamada Merlín, situada en la carrera octava, no lejos de la Avenida Jiménez. Por esos rumbos podía el transeúnte toparse de repente con expresidentes, políticos famosos o leyendas literarias como los poetas Aurelio Arturo, Luis Vidales o León de Greiff.
 Conocí a Charry porque el poeta guatemalteco y mundial Luis Cardoza y Aragón, que había sido amigo y maestro suyo y de Alvaro Mutis cuando fue diplomático en Bogotá en los tiempos de asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, me encargó entregarle el libro André Breton atisbado en la silla parlante, que recién había publicado la Universidad Nacional Autónoma de México. Con semejante recomendación de quien a los 18 años había sido en París uno de los más jóvenes poetas dadaístas y el hecho de que Charry hubiese vivido de joven en México, donde yo residía entonces, hacía que tuviéramos mucho tema de conversación. 
 Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, vuelve la imagen de uno de los más exquisitos poetas colombianos del siglo XX, cuya obra concisa y profunda, llena de luz, cobra cada vez mayor fuerza porque bien sabemos con Gracián que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus poemas, como los de Aurelio Arturo, son ya obras clásicas de la poesía hispanoamericana y sus ensayos, de claridad y lucidez impecables, nos adentran en el ejercicio y los misterios de la poesía y en la obra de los grandes poetas españoles y latinoamericanos del siglo XX. 
 Este bogotano de carta cabal era de baja estatura, delgado, vestía de traje y corbata, lucía una gabardina para enfrentar los chaparrones capitalinos y con frecuencia llevaba una boina negra que lo hacía semejar a Fernando Pessoa cuando caminaba por las calles lisboetas. Charry era de una sencillez especial y un interlocutor amistoso con los poetas jóvenes, a quienes escribía cartas comentando sus primeros libros, que leía con atención y afecto.
 Varias veces recorrimos las librerías del centro, como la vieja Lerner o la Nacional, que en ese entonces estaba por esos rumbos, y caminando por esas calles y carreras capitalinas, la séptima, la décima, la trece, la Caracas, la Jiménez, solía contarme recuerdos de su infancia y juventud. Así supe de viva voz suya del sepelio de José Eustasio Rivera, al que asistió de niño llevado por su padre y al que dedicó un poema que es uno de los mejores de la poesía colombiana, o de una primera aventura amorosa que tuvo con una enfermera en alguna de aquellas esquinas por donde pasábamos.
 La última vez nos vimos en 2001 en el Segundo Congreso de poesía en lengua española desde la perspectiva del siglo XXI, organizado por el Instituto Caro y Cuervo en tiempos de su director Ignacio Chávez, al que asistieron el peruano Carlos Germán Belli, la uruguaya Ida Vitale, y los chilenos Pedro Lastra y Oscar Hahn, entre otros.  Charry falleció de manera sorpresiva tres años después en Washington, a donde había ido a visitar a su hija. El destino quiso que viera su última luz en Estados Unidos, no lejos de donde José Eustasio Rivera se apagó fulminado por las fiebres contraídas en las selvas que inspiraron La Vorágine. El rigor de su crítica literaria y la lucidez, erotismo y luminosidad de su poesía seguirán iluminando a los lectores afortunados.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de septiembre de 2020. 

sábado, 2 de agosto de 2025

LA MELENA ANTES DE PARTIR


Por Eduardo García Aguilar

Como era menor de edad, mi padre firmó la autorización oficial de mi viaje y me acompañó una tarde a cortarme el pelo, que lo tenía muy largo como era usual y se requería reducir un poco la melena para evitar problemas en los aeropuertos. Todos ya estábamos desde hacía tiempo bajo el impacto de los Rolling Stones y su éxito mundial Satisfaction. 

Mi padre tenía 60 años y me imagino el dolor que significaba ver partir a su hijo tan joven hacia esa aventura de viajar al otro lado del planeta, aunque en el fondo la idea no le disgustaba. Para disimular silbaba alguna canción mientras veía en la peluquería como cortaban sin piedad mi cabellera setentera y las mechas caían al suelo. 

Los de su generación, que se abrieron al mundo durante la Republica liberal que llevó a la presidencia a Enrique Olaya Herrera, Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos y el joven Alberto Lleras Camargo, también se iban de casa muy jóvenes en la primera mitad del siglo XX, cuando el objetivo de los hijos era emprender y abrirse camino al andar.

Mientras pasaba el féretro del poderoso Eduardo Santos, dueño del mayor periódico nacional y ex presidente, y cuando en la Catedral se reunían para las honras fúnebres todos los hombres de su época, encorbatados, solemnes, pomposos, babeantes, flacos y obesos, jorobados y erguidos, de sacoleva y corbatín, a mi me cortaban la melena en un ritual de iniciación.

Antes de que me cortaran la cabellera como a Sansón había estado en varias fiestas y reuniones con amigos de mi generación, compañeros de Sociología de la Universidad Nacional y escritores en ciernes que nos reuníamos a veces con Oscar Collazos, cuando llegaba joven y consagrado de Europa, donde había vivido mayo del 68 y el esplendor del boom latinoamericano en Barcelona, no lejos de García Márquez, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. En una de esas fiestas los amigos me mostraron en la noche estrellada al amanecer la Cruz del Sur para que me despidiera de ella.

Mientras pasaba el féretro de Santos y en un amanecer leía los periodicos enormes que seguían publicando ediciones especiales sobre la historia política del siglo XX, podía decir que pese a tener 20 años recién cumplidos ya habia mojado plana ahí en Lecturas Dominicales. El joven Enrique Santos Calderón, de barba rebelde y recién llegado de Europa, había publicado algunos artículos míos hasta en el espacio consagratorio debajo de la caricatura de Pepón y luego me pagaba por la colaboración firmando un bono para que pasara a la caja.

La esquina de El Tiempo era entonces el ombligo del país y al frente estaba el lugar donde habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Más arriba, por la Jiménez estaba la sede de El Espectador, regentado por los Cano y donde García Márquez cambió de destino como redactor y reportero de éxito con reportajes inolvidables como el del Relato de un náufrago.

Todo eso ocurría a unos días de que partiera al otro lado del océano en medio del aceleramiento de la historia  de Colombia, pues a inicios del mismo año los rumberos guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada de Bolívar de la Quinta Bolívar en medio de la algarabía nacional. Y hacía solo seis meses, los estudiantes de Sociología y otras carreras de la Universidad Nacional amanecimos en el Jardín de Freud escuchando por radio las noticias que venían de Chile sobre el golpe de Estado del 11 de septiembre, propiciado por Estados Unidos.

Después de bombardear el Palacio de la Moneda, el general Augusto Pinochet derrocó a Salvador Allende, que murió en esa jornada. Inocentes nosotros, esperábamos hasta el amanecer en jornadas febriles que se revirtiera la situación. Y para rematar, poco después, agobiado por la tristeza, moría el gran poeta Pablo Neruda en un hospital donde algunos aseguran que lo envenaron.

Pero como los pájaros que vuelan, en esos momentos estaba impulsado por la emoción de la partida hacia otro continente soñado desde los primeros años de la adolescencia. El futuro nos atropellaba de repente y ya no había forma de mirar hacia atrás.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 3 de agosto de 2025. 
* Foto del Jardín de Freud. Universidad Nacional de Colombia. 


viernes, 1 de agosto de 2025

RÉRQUIEM CARNAVALESCO PARA JOE


La muerte de Joe Arroyo de repente nos lleva a reflexionar sobre la colombianitud o la colombianidad. Desde la lejanía de la diáspora en donde transcurrimos tal vez cinco o seis millones de colombianos, las reacciones fueron unánimes en Estados Unidos, Canadá, Francia, Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Estocolmo, Roma, México y Londres. En muchas casas de colombianos del extranjero, y con cualquier motivo, esta semana fue de encuentros celebratorios de su genio y su largo camino, que deja una impronta imborrable en la historia popular colombiana contemporánea.

Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero, realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos, la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos, sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción, algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador. Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui (1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico, castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño, payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato, reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos. García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos, vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para vivir y darnos vida nada más.


viernes, 25 de julio de 2025

VIDA E HISTORIA AL AMANECER

Por Eduardo García Aguilar

Amenecimos el jueves 27 de marzo de 1974 cerca de la sede central de El Tiempo, en un café de la Avenida Jiménez. Bogotá, la metrópoli, la urbe agitada, se despertaba ya desde antes aun en la oscuridad y los diarios empezaban a circular con el grito de los voceadores. 

Había muerto el ex presidente Eduardo Santos (1888-1974), dueño del periódico y una figura que marcó todo el siglo XX como uno de esos personajes de entonces que estuvieron desde el comienzo del siglo en las primeras páginas de la actualidad, los negocios y los periódicos, uno de los líderes de la élite inasible de los protagonistas, que vivió todas las venturas y desventuras del país y a la vez lo ayudó a cambiar durante los sucesivos gobiernos de la República liberal, vigentes hasta poco antes del inicio de la trágica Violencia y el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.

Esos días eran intensos porque el 5 de abril me preparaba a viajar a Europa a estudiar y dejar el país de mi infancia y adolescencia, lanzándome a una aventura escalofriante que entonces era poco probable y significaba casi como viajar a Marte, a otro planeta, o lanzarse sin alas hacia los abismos.

Hay momentos en que nos atropella la historia del país donde nacimos, al mismo tiempo que experimentamos cambios cruciales y definitivos en nuestras propias vidas, tal y como leíamos en las novelas clásicas. En ese instante en que yo vivía el júbilo de la próxima partida y saboreaba ya las aventuras futuras que se auguraban al otro lado del océano, no solo se iba uno de esos padres de la patria de entonces casi santificados, sino que el país se estremecía por el reciente robo de la espada de Bolívar.

Hacía poco los guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada del Libertador de la quinta del mismo nombre en las faldas de Monserrate y aun estaban presentes las imágenes de los avisos publicitarios que salieron en varios diarios anunciando la llegada de un misterioso producto con ese nombre, que parecía un lombricida y resultó ser el movimiento que a la larga, medio siglo después, llegaría al poder a través de uno de sus militantes.

En ese entonces casi todo sucedía en el centro de Bogotá. Por ahí estaban las sedes de los grandes diarios, las   universidades, los ministerios, las mejores librerías y cafeterías donde poetas, políticos y negociantes se reunían durante el día y la noche en una actividad incesante de un país que aunque pobre y caótico, ya se caracterizaba por esa energía inagotable y la algarabía devastadora de sus pasiones políticas, antes de que se abriera la "ventanilla siniestra" del narcotráfico generalizado.

Con el amigo que estaba celebrando mi partida habíamos estado en la noche en varias reuniones con jóvenes escritores y salimos en la madrugada de una fiesta para dirigirnos a esperar el bus que nos llevaría a nuestras casas respectivas, pero antes nos sentamos en ese café recién abierto a tomar una changua y hojear los diarios que traían ediciones especiales por la muerte de Eduardo Santos. 

En esos diarios ilustrados con la increíble trayectoria del humanista, diplomático, político y periodista, representante del liberalismo moderado y de centro, viajero y cosmopolita, habitante de Nueva York y París, donde estudió,  veíamos pasar la historia del siglo que empezaba a terminar para siempre, mientras agonizaba el Frente Nacional y se abrían nuevos acontecimientos sociales y políticos inimaginables aquella mañana histórica y muy personal.
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Publicado en La Patria, Manizales. Colombia, el domingo 27 de julio de 2025.