lunes, 25 de noviembre de 2019

LOS ARTEFACTOS NARRATIVOS DE JAVIER MARÍAS

Por Eduardo García Aguilar
En Negra espalda del tiempo (1998) el escritor español Javier Marías abordó el tema de la relación entre el narrador ficticio que habla en las novelas y el autor que las firma. Luego de escribir Todas las almas, que se inspiraba en los dos años de juventud que vivió en Oxford entre 1983 y 1985 como profesor de literatura, Marías (1951-2022) enfrentó polémicas y chismografías entre sus excolegas, amigos o exvecinos, ya que muchos pensaron que su obra era en clave y que los personajes estaban basados en personas reales.
 
Cuando se iba a traducir al inglés, después de tener gran éxito en su país y en el mundo hispanoamericano, el editor británico consultó abogados y dudó en publicarla temeroso de poder ser objeto de demandas y juicios. En el cerrado mundillo académico de Oxford se desataron las comparaciones y todos los conocidos por Marías se vieron reflejados en las características de los personajes, descritos como es usual en el autor español con implacable ironía y sarcasmo. Algunos se enfurecieron y otros amenazaron veladamente al autor, por lo que el propio decano del departamento de letras hispánicas de Oxford tuvo que terciar en la polémica y aclarar el entuerto, exonerándolo de cualquier culpa. 
 
Marías, ganador del Premio Rómulo Gallegos en 1995 con Mañana en la batalla piensa en mí, es sin lugar a dudas uno de los más grandes narradores vivos del ámbito hispanoamericano y se considera uno de los novelistas mundiales más importantes de su generación, por lo que ha sido mencionado varias veces en las quinielas para el Nobel de literatura. Ha escrito una veintena de libros donde despliega su talento, al abordar desde diversos ángulos los personajes y las situaciones, utilizando una ágil prosa de oraciones largas y musicales que seducen al lector y lo enredan hasta el infinito como en una tela de araña. Sus historias, como en su magistral Los enamoramientos (2011),  nos enfrentan a los puntos claves de la vida humana, a los fantasmas del pasado y los azares del destino, viajan con impacable lucidez por los laberintos del tiempo ineluctable que pasa y actúa en círculos concéntricos enredando y triturando a mujeres y hombres, niños, jóvenes y viejos, en una serie de situaciones escabrosas frente a las cuales Marías no se reprime ni tiene piedad para relatar.  
Los enamoramientos me sedujo y lo devoré fascinado y aterrorizado durante varios días de envolvente lectura, de viaje por un extraño e impar tejido de palabras y reflexiones sobre la vida, la muerte, el deseo, el amor, la traición y el silencio. Esta lectura me recordó los ámbitos novelísticos de François Mauriac, el excelente escritor francés cuyas obras nos sacuden y quien sin duda debe ser referencia de Marías.

La novela tiene todo para ser antipática para muchos lectores porque la narradora es una « joven prudente » que trabaja en una editorial y desde adentro nos muestra el mundo fatuo de los autores y la rutina terrible de esa profesión donde predominan personajes atroces llenos de ambición como ese detestable novelista Garay Fontina que sueña con el Nobel.


Los diálogos y reflexiones subjetivas de esta joven intelectual y su amante Díaz Varela son precisos, envolventes, llenos de referencias literarias a autores como Shakespeare o Balzac y su inquietante pequeña novela El coronel Chabert, que es a su vez personaje de la obra. Hay allí sólo ámbitos interiores, encuentros y desencuentros en torno al extraño asesinato de un hombre apuesto que hacía parte de una pareja perfecta como son todas las parejas perfectas que cruzamos en nuestra vida y que la narradora observa diariamente en un café a la hora del desayuno.


Quedé atrapado en el mundo imaginario de Marías, que desmenuza la gigantesca e inagotable madeja de la vida. Una superficie de palabras que se va tejiendo y destejiendo y a través de la cual viajamos por cuerpos, rostros de personajes, estados de ánimo, como si se tratase de una gigantesca telaraña a donde nos conduce con maestría una voz perversa que nos deja allí inermes y mudos, poseídos por el malestar esencial. 

Por eso puede decirse que si aún hay autores como Javier Marías, podemos confiar entonces en que la literatura que muerde, sacude y mata, seguirá firme su camino en un mundo que le será cada vez más hostil y tratará de aniquilarla.
 
Su obra toda es una comedia humana contemporánea donde salen a relucir la soledad, el hastío, la miseria, la mezquindad, el odio, y las vicisitudes del deseo y del amor en las que se enfrascan los seres descritos. La densidad de sus relatos surge de la capacidad para describir y poner a interactuar a sus criaturas de ficción desde todos los ángulos posibles, agotando los claroscuros y las sinuosidades de la vida. En todos sus relatos ronda la muerte que acecha juguetona siempre a los personajes y proyecta sombras sobre los ámbitos y las acciones descritas. 
Ya sean seres contemporáneos o figuras históricas u olvidadas de pasados remotos, todos son construidos con una minuciosidad que no deja cabos sueltos. La deriva de sus seres se ancla en el pasado familiar, en las relaciones laborales, filiales, de amor o amistad. También aparece en su obra de manera regular el auge y la caída de las existencias a través de seres que en pleno apogeo de la juventud viven aventuras extraordinarias y luego decaen y tienen fines atroces o lamentables y van raudos hacia el olvido. 
 
En Negra espalda del tiempo, un artefacto de la estirpe de los ovnis, además de aclarar las confusiones entre sus personajes y la vida real, como ocurre con la pareja de libreros que está convencida de haber sido retratada por el autor, o desmentir que alguna mujer casada y real de Oxford fuera la amante suya como sí ocurre con el personaje, Marías escruta la vida de figuras británicas que vivieron las guerras del siglo XX y a través de ellas nos hace viajar a la Ciudad de México de los años XX y al Madrid franquista de los años 50.
 
Hijo del filósofo Julián Marías y de Dolores Franco, que tuvieron que exiliarse durante parte de la dictadura en Estados Unidos, el autor cuenta en esta obra autobiográfica muchos aspectos de su vida familiar, como la muerte de su hermano mayor a los tres años de edad y la presencia de su fantasma en su familia a través de viejos y arcaicos juguetes conservados. Y con dolor y nostalgia describe la Madrid de su tiempo y las casas vividas, así como su especial relación con su madre o el impacto que dejó en él una amante que tenía una cicatriz en el muslo, cráter lunar excitante.
 
Marías deja claras las reglas del juego para el lector, pues a lo largo de esas trescientas páginas relatará sin plegarse a la tradicional obligatoriedad de un argumento con desenlace y solo contará movido por una fuerza original cuyo objetivo es solo llegar al final del libro. A lo largo de este extraño objeto narrativo ocurren muchas cosas, pero a la vez reflexionamos en permanencia sobre el arte de escribir y la extraña condición del escritor.
 
Al final asistimos a las vicisitudes por las cuales Marías terminó convirtiéndose en Rey de Redonda, al recibirla como herencia literaria de la mano del anterior rey Jon Wynne-Tyson, que a su vez la había heredado de John Gawsworth y de M. P. Shiel, todos escritores, y de paso visitamos esa isla inhabitada del Caribe que vio en su tiempo Cristóbal Colón. La obra está ilustrada con fotografías de algunos personaje y de ámbitos citadinos de Oxford, recortes de periódicos, portadas de libros olvidados y mapas de la misteriosa isla caribeña. Marías siempre se sale con la suya y es un placer leerlo y dejarse seducir por su gran talento y su vasta cultura literaria.
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* Publicado el domingo 24 de noviembre de 2019 en La Patria. Manizales. Colombia. Actualizado el 11 de septiembre de 2022 con motivo de la muerte del autor.. 


domingo, 8 de septiembre de 2019

EL MISTERIO DEL CONDE LAUTRÉAMONT

Por Eduardo Garcia Aguilar

Lautréamont y Rimbaud fueron contemporáneos y compartieron en cierta forma el mismo destino, al morir muy jóvenes ambos como poetas, el primero por muerte prematura a los 24 años y el otro por renunciar en vida a la poesía a los 19 años y partir como aventurero hacia los peligros del Cuerno de África, desde donde regresó a morir en Marsella a los 39 años. Muy temprano mostraron su talento en las aulas del colegio y el Liceo y produjeron rápido obras que siguen estremeciéndonos y marcando a los poetas de varias generaciones.

Lautréamont (1846-1870), cuyo verdadero nombre era Isidore Ducasse, nació en Uruguay, pero fue enviado a Francia por su padre diplomático francés a estudiar en Tarbes y Pau, porque le veía talento para las matemáticas, aunque otros estudiosos de su vida consideran que la relación entre ambos era difícil por la frialdad del progenitor y la rareza del muchacho. En la escuela sus condiscípulos lo recuerdan como un grandote, algo encorvado, meditabundo y locato, aunque reconocían su inteligencia e inquietudes. Lo recuerdan solitario y pensaban que tal vez estaba traumatizado por la lejanía de su familia, residente al otro lado del océano, en la lejana Uruguay, donde el progenitor era cónsul francés.
Uno de sus maestros lo castigó en el liceo de Pau porque le presentó un trabajo literario donde ya anunciaba un inconfundible estilo revolucionario que se apartaba de las estrictas leyes de la retórica en boga, asunto que mortificó mucho al sensible joven, que no olvidaría nunca la injusticia, ya que había hecho un esfuerzo para presentar un texto en el que pensaba haber dado lo mejor de sí. Luego el joven prosigue sus estudios en París y reside en hoteles amoblados en diversas calles del barrio de la Bolsa como Nuestra Señora de los Campos, Vivienne y Faubourg Montmartre, no lejos de los grandes bulevares, la Biblioteca Nacional, y los centros financieros y periodísticos que proliferaban entre los famosos pasajes de la era romántica estudiados por el ensayista alemán Walter Benjamin. 
En esos pasajes cubiertos por amplias marquesinas las clases altas se protegían de las intemperies y el lodazal pútrido de las calles, en centros comerciales de la época donde había de todo, bares, librerías, editoriales, cafeterías, tiendas de baratijas y bibelots, galerías de arte, prostíbulos, fumaderos de opio, boutiques y apartamentos privados. Todavía existen muchos de esos pasajes intactos y uno puede, cuando camina por ahí, distinguir viejas librerías o pasar frente a las sedes de las que fueron editoriales, periódicos o revistas muy importantes de todo el siglo XIX, cuando el libro y los diarios brillaban en su esplendor y la literatura era el centro de la vida y el mundo. El sueño de todos los escritores jóvenes era vivir en ese barrio y tratar de editar allí sus poemas, novelas, ensayos buscando el éxito, la fama o la gloria.
Los grandes autores como Víctor Hugo, Flaubert o Balzac, entre muchos otros, eran originarios de capitales de provincia y desde allí, cuando salían de la adolescencia, "subían" a París a probar suerte y a vivir destinos diversos. A veces el triunfo se les atravesaba rápido como ocurrió con el gran Víctor Hugo, quien ya muy joven era una gloria nacional y brilló durante todo el siglo como una especie de deidad absoluta desbordada por la creatividad, el talento, la inteligencia y la variedad de intereses. Otros eran triturados por la ciudad y se sumían en la depresión, la pobreza, el alcoholismo, la locura, en ese gigantesco hormiguero de arribistas que como Rastignac, el personaje de Balzac, o el Bel Ami de Maupassant, querían triunfar a toda costa llevándose a quien fuera por delante.
Al lado de los triunfadores quedaron los malogrados y los fracasados que muchas veces obtuvieron la fama con carácter póstumo, como fue el caso de Lautréamont y muchos otros. Ducasse publicó los Cantos de Maldoror y las Poesías en pequeñas ediciones pagadas por él mismo y como a veces no pudo cubrir el costo completo sus obras estuvieron embargadas y a punto de desaparecer si no las hubieran conservado sus editores en vez de mandarlas a triturar por incumplimiento financiero del autor.
Lautréamont envió cuando tenía 21 años a dos de sus condiscípulos de Pau ejemplares de la primera parte de los Cantos de Maldoror sin decir de quién se trataba, pero ellos se dieron cuenta de que sin duda aquel extraño libro de atrocidades, dedicado al mal y la oscuridad, que sucedía en las calles del barrio de la Bolsa y a las orillas del Sena, debía ser de ese extraño amigo llamado Isidore Ducasse, que ahora publicaba sus libros como anónimo o con el alias de Conde de Lautréamont. 
Tal vez no quería que su autoritario y frío padre se enterara de sus aventuras literarias y cayera sobre él la vergüenza de manchar el apellido paterno y por eso casi fue un autor clandestino que pocas personas conocieron. Solo hubo unas cuantas reseñas o anuncios de la salida de los Cantos de Maldoror, que pasaron sin pena ni gloria. El editor Lacroix tuvo indecisiones con los nuevos volúmenes de esta obra por su carácter nocturno, enfermizo, criminal, negativo, neurasténico y pesimista y temía problemas con la justicia. Lautréamont llegó a renegar de estos Cantos incómodos y buscó publicar en Bélgica sus Poesías, que se inscribirían según él en el tono más optimista de la época. También quería congraciarse con su padre para que le ayudara a pagar la edición de estos poemas.
Una de las razones de la poca atención dada a sus libros cuando salieron fue el conflicto social que vivía en ese entonces Francia, que conduciría a la Comuna de París y a la guerra. Era una época poco apta para su temas y la muerte lo alcanzó en uno de esos hoteles del barrio donde residía. El hotelero y un empleado declararon su deceso y fue enterrado casi como vivió, solitario y clandestino. Nos quedan algunas cartas angustiadas con los editores y los testimonios de algunos de quienes se cruzaron con él durante su corta vida.
Lautréamont fue rescatado desde la segunda década del siglo XX por los surrealistas, entre ellos Philippe Soupault, el más entusiasta y fiel de todos, que escribió sobre él desde 1917 y realizó la edición de sus Obras completas con motivo del centenario de su nacimiento, ejemplar que tengo en mis manos, editado por la editoral Charlot. Varios números monográficos de revistas recopilaron textos de los grandes autores del nuevo siglo, como André Gide, André Malraux y Henry Miller. 
La primera mitad del siglo XX redescubrió su insólita obra, un ejemplo de ambición literaria verdadera, cuando lo que se escribe es casi con la propia sangre derramada y contra la época, el mundo, llenos de convenciones e hipocresías. Obra de joven permanente, la de Lautréamont sigue más viva que nunca porque está escrita para nada y para nadie.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 8 de septiembre de 2019.

domingo, 30 de junio de 2019

MEDIO SIGLO DEL VIAJE A LA LUNA

Por Eduardo García Aguilar
Hace medio siglo, el 20 de julio de 1969, el astronauta Neil Amstrong pisó suelo lunar convirtiéndose en el primer humano en visitar el satélite, uno de los acontecimientos más importantes de la historia de la humanidad. Poco después lo siguió Buzz Aldrin y ambos caminaron alrededor del módulo lunar Eagle para instalar instrumentos, colocar una bandera de Estados Unidos, la placa conmemorativa, recoger muestras y rocas lunares y tomarse fotografías.
En todas las lenguas del mundo se publican este mes álbumes con fotografías que dan cuenta de la aventura y a la vez se editan libros que reflexionan desde todos los ángulos, estético, tecnológico, filosófico, científico las aristas y profundidades del acontecimiento. Muchos contemporáneos cuentan a su vez lo que significó para ellos ser testigos de la noticia y de la transmisión mundial del hecho. Las vitrinas de las librerías dedican espacios a todo lo referente al espacio y el estudio del cosmos y las revistas científicas populares hacen balances de los avances posteriores en el conocimiento del universo. 
El paseo sobre la superficie lunar, que duró poco más de dos horas, fue transmitido al mundo y cientos de millones de humanos que tenían televisión pudieron ver en directo las asombrosas imágenes de la proeza. Luego de regresar al módulo, los astronautas durmieron más de cuatro horas y después emprendieron el regreso hasta la estación Columbia, donde Michael Collins, el otro viajero, los esperaba para la maniobra de atraque. Tras descargar muestras y otros elementos en Apollo 11, el modulo de ascenso fue desechado y cayó a la superficie lunar.
Los tres astronautas regresaron a tierra después de un exitoso amarizaje y luego de pasar la obligatoria cuarentena, fueron recibidos triunfalmente por las calles de Nueva York como héroes inolvidables. Todos esos días magníficos fueron una verdadera fiesta para la humanidad y en especial para niños y adolescentes que tuvieron la fortuna de abrir los ojos al mundo con una aventura que nunca olvidarían. Se llegaba así a un punto culminante de un largo y costoso proceso tecnológico, a lo largo del cual hubo triunfos y tragedias, accidentes y proezas logradas por las dos potencias rivales de la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética. 
Hasta 1972, impulsadas por el gigantesco cohete Saturno V, las cápsulas Apollo realizaron seis viajes y 12 hombres caminaron por la superficie del satélite, pero desde entonces los seres humanos nunca volvieron. Se espera que en la próxima década astronautas vuelvan a viajar a la Luna, si se tiene en cuenta la voluntad de Estados Unidos y de otros países del mundo que como los de Europa, la India, China y Japón han realizado misiones recientes no tripuladas a la Luna e invertido grandes sumas en la aventura espacial, que incluye a futuro el viaje de humanos a Marte y el envío de nuevas sondas para explorar el sistema solar. También la empresa privada ha dado pasos gigantes para crear cohetes y naves espaciales. 
En este medio siglo, aunque el hombre no volvió a pisar la Luna, la astronomía ha registrado avances enormes, pues varias sondas visitaron los planetas del sistema solar y realizaron fascinantes descubrimientos en varios satélites de Saturno y Júpiter, algunos de los cuales pueden albergar vida y poseer océanos interiores. Varios robots como el Curiosity y otros han logrado explorar y rastrear el planeta Marte y hace poco se detectó de nuevo allí la presencia de metano, generado por organismos, así como huellas de flujos líquidos y presencia de hielo. También se ha logrado dar un rostro más preciso a lejanos planetas como Neptuno y el pequeño Plutón, que recientemente pudo ser fotografiado y cruzado de cerca por una nave que descubrió su sorpresivo dinamismo.
Esa y otras naves anteriores lograron llegar tras décadas de viaje a los confines del sistema solar y emprender viajes al más allá, desde donde siguen enviándonos información. También se han realizado complejos viajes a cometas o asteroides. Pero los mayores avances se han dado gracias a la actividad de los observatorios astronómicos de la tierra y al trabajo extraordinario del telescopio Hubble que ha cartografiado la inmensidad del Universo con fotografías de una belleza celestial. 
Los miles de astrónomos que rastrean el Universo desde los diversos observatorios del planeta han logrado proezas impensables como fotografiar hace poco un agujero negro y desentrañar los misterios de las galaxias y sus colisiones, la formas de expansión de la materia, la existencia de energía y materia oscuras y descubrir exoplanetas que orbitan en torno a estrellas, algunos de los cuales podrían estar en franjas favorables a la aparición de la vida.
En medio siglo de investigaciones y descubrimientos sabemos que incluso nuestra Galaxia Vía Láctea, donde hay una suma escalofriante de estrellas y planetas, es solo un grano de arena entre la aun más escalofriante cantidad de galaxias y nebulosas que hay en el universo en todas las direcciones. Los poetas, los autores de ciencia ficción y los filósofos pueden ahora contar con informaciones veraces que potencian su infinita capacidad de imaginar y delirar. Julio Verne estaría feliz en estas primeras décadas del siglo XXI. 
Los científicos siguen trabajando en la exploración de ese mundo infinito con la esperanza de algún día captar alguna señal de vida extraterrestre. Pero las distancias son tan enormes e inaccesibles que tal vez nunca podamos saber si allá afuera existió alguna vez hace miles de millones de años la vida o alguna civilización ya extinguida o cuántas civilizaciones habría en activo en la actualidad en algunos de los trillones y trillones de planetas existentes. Por eso celebrar este modesto logro de haber ido a la Luna el 20 de julio de 1969, hace medio siglo, nos ratifica que la vida y la inteligencia humanas son fascinantes e inescrutables.   

lunes, 3 de junio de 2019

BICENTENARIO DE WALT WHITMAN

 Por Eduardo García Aguilar

No hay mayor alegría que celebrar el bicentenario de un viejo amigo que hace tanto tiempo nos abrió las puertas de la literatura y de la poesía en verso libre, en aquellos años del colegio, cuando todos somos esponjas inagotables que captamos los más variados imaginarios y emociones. Como si el tiempo no hubiera pasado, parece que fue ayer cuando ocurrió esa extraña y luminosa conexión con una estética que irrigaba por sus poros agua, naturaleza, cosmos, piedras, vegetales, animales, vida, lluvia, viajes, mar, truenos y esperanza.

La obra del venerable amigo de luengas barbas autor de Hojas de hierba, cuyo bicentenario se celebra este 31 de mayo, llegó a mi en 1969 a través de un modesto volumen de 367 páginas publicado cuatro años antes por Plaza y Janés y que llevaba por título Walt Whitman. Arquitecto de América. 

Su autora es la poeta Babbette Deutsch (1895-1982), quien en su tiempo fue reconocida por su contemporánea Marianne Moore y dedicó su vida a la enseñanza en la Universidad de Columbia, escribió varias colecciones de poemas, novelas y ensayos y  además realizó traducciones del ruso.

El volumen incluye además de la biografía escrita por la poeta estadounidense, traducida por Manuel Barbera, una selección de poemas de Whitman (1819-1892) traducidos por Francisco Alexander, donde figuran en orden cronológico algunos de sus mejores piezas, como En la barca de Brooklyn, Canto a mi mismo, Al partir de Paumanok, En la ribera del ontario azul, La ultima vez que florecieron las lilas en el huerto, Navegar a las Indias y Canto de lo universal, entre otras.

Todos estos años he conservado este volumen de portada verde con la imagen del anciano de larga cabellera y barba blanca y lo he llevado sin falta de un país a otro, sin que me abandone nunca y así ha permanecido siempre a mi lado, junto a otros libros fundamentales como Retrato de un artista adolescente de James Joyce. Además me acompaña la bella edición de Leaves of grass en inglés de la Ilustrated modern library (1944), con prólogo de Carl Sandburg e ilustraciones a color de Boardman Robinson.

Babette Deutsch nos relata la vida accidentada y excéntrica de este hijo de carpintero pobre nacido en Long Island, que llegó a Nueva York a los siete años y a los 11 abandonó la escuela para trabajar y ayudar a sostener su familia. Desde entonces fue un autodidacta nato que colmó las lagunas educativas leyendo libros a la luz de la vela como tantos hombres de su generación y las posteriores.

Trabajó un tiempo en el bufete de un tal senor Clarke, quien lo suscribió a una librería ambulante, clave en esos momentos de arranque literario. Después laboró en varios diarios locales de Long island y así encontró poco a poco los oficios de tipógrafo y más tarde, tras publicar el primer texto a los 14 años en The Mirror,  el periodismo, que lo llevaría a dirigir medios y escribir sin cesar toda la vida para cubrir la actualidad e incluso hasta elaborar folletines, como uno que hace poco descubrió un investigador por casualidad en los archivos de un diario desparecido y fue publicado como novela.

La publicación de la primera versión de Hojas de hierba a los 36 años le granjeó la admiración de algunos de los más reputados escritores de ese tiempo, entre ellos el viejo maestro Emerson, quien lo defendió de las criticas que suscitó su obra entre los contemporáneos por romper no solo con las formas usuales de la retórica sino por abordar los temas de la realidad y dar voz a los trabajadores, pescadores, granjeros y marginales.

El resto de su vida lo dedicó a incrementar su obra mayor Hojas de hierba y al final logró un renombre que se potenció después de su muerte, convertido ya en el mayor escritor estadounidense al lado del Edgar Allan Poe. Un autor atípico que por su estilo, vestimentas obreras y toscas y su condición sexual difería del tieso bardo elegante y de levita. Además fue un precursor de la ecología y de la defensa de la naturaleza y los animales.

Carl Sandburg calificó su libro como "el más original, el más individual y la más sublime creación personal del arte literario estadounidense", pero agrega que a su vez es el que más elogios encendidos y diatribas enconadas suscitó por su osada libertad. 

Subraya también que su obra se destaca por ser autobiográfica y personal, lo que lo convierte no solo en una figura pública en su país, como en su tiempo ocurrió con Victor Hugo en Francia y Tolstoi en Rusia, sino en un admirado autor en todos los continentes del planeta y encarnación de la fuerza de esa joven nación entre los millones de migrantes de todo el mundo deseosos de llegar ahí para rehacer sus vidas.

Whitman sacó la poesía a la calle, a los caminos, la untó de trabajadores, obreros, granjas, forajidos, esclavos negros, pescadores, aventureros y como pocos dio una fuerza épica a la existencia con sus guerras y tragedias, dirigiéndose a las futuras generaciones con optimismo y voluntarismo. Dos siglos después de su nacimiento su rango sigue firme entre los grandes rebeldes que pasaron por este mundo de estirpes bíblicas sacudiéndonos con su palabra.   

BITACORA DE LAS RUTAS DE IFIGENIA

Por Eduardo García Aguilar
La editoral Uniediciones en su colección Ladrones del tiempo, dirigida por el escritor francés Stéphane Chaumet, publicó en el marco de la pasada Feria del libro de Bogotá la novela Las rutas de Ifigenia, quinta en la lista personal y sobre cuya escritura quisiera hacer una pequeña recapitulación, pues cada libro tiene su propia historia accidentada desde que aparece el embrión de la historia, crece y se modifica con el tiempo hasta concretarse y nacer. La historia de una Ifigenia colombiana ya había tenido vagos bocetos anteriores cuando emprendía en México la escritura de El viaje triunfal (1993), pero otros libros se atravesaron en el camino y la temática quedó engavetada hasta que la rescaté hace unos años. 

Como suele ocurrir en la mayoría de los autores desde los tiempos de Sófocles y Esquilo, las historias surgen de la infancia y la adolescencia y del descubrimiento y el sufrimiento del mundo en campos, pueblos o ciudades donde transcurrieron los primeros años de la vida y que son el microcosmos de toda existencia cargada de alegrías, dramas, guerras, injusticias y tragedias sin fin. En cada lugar por enorme o pequeño que sea se encuentran estructuras esenciales como son familia, religión, escuela, manicomio, cárcel, poder, ejército, policía, oficios y artes, viaje, exilio, amistad, amor y muerte, entre otros muchos aspectos. 

Todas las vidas de los habitantes de ese microcosmos esencial son atrapadas y trituradas por estructuras que son como un caleidoscopio centrífugo de existencias y cada vida sigue por caminos inescrutables e impredecibles, unos hacia el auge y la caída ineluctable, otros a la desparición prematura o la lejana senectud. Padres e hijos, familiares, amigos siguen diversas rutas, que son la dinámica básica de la que se han nutrido las historias de los libros de ficción de todos los tiempos. Es lo que se cuenta en La montaña mágica de Thomas Mann,  La marcha de Radetsky de Joseph Roth o en Los ríos profundos de José María Arguedas.  
  
En esas canteras vitales los autores tratamos de reconstruir en un momento dado el pasado, escrutar los destinos de nuestros ancestros o los contemporáneos y las taras y miserias que marcan la historia de la región o el país de donde somos originarios. Unas veces los autores crean para tomar distancia países o ciudades imaginarias y otros por el contrario deciden nombrar todas las cosas por su nombre. El reto es tratar de enfocar la cámara a un segmento caracterizado por la unidad de lugar y de tiempo, donde podamos ver como en el microscopio la evolución de los microorganismos.  

En este caso quería volver a contar a mi ciudad Manizales tal y como ha sido con sus calles, paisajes y edificios emblemáticos, casonas centenarias, sin olvidar la vegetación que la rodea, los aguaceros y las nieblas y la vida de unos adolescentes que despuntaron al mundo en una época muy especial, la de los últimos dos años de la década de los 60 del siglo pasado, cuando la humanidad llegó a la Luna en julio de 1969, hace medio siglo, un acontecimiento que sacudió al mundo y aun sigue vigente. Se abría entonces una  nueva era que desquiciaba las sólidas tradiciones familiares del patriarcado y liberaba las fuerzas de los jóvenes en medio de una desbordada liberación sexual, despego de las religiones y poderes establecidos, y deseos de cambio radical en el marco de la Guerra fría, lo que llevó a  muchos a lanzarse como mártires en aventuras armadas y subversivas, inspirados en figuras crísticas como el padre Camilo Torres y el Che Guevara.

Apenas unos lustros antes Colombia había salido de otro terrible episodo de la Violencia entre liberales y conservadores, pero de nuevo los tambores de la guerra volvían a sonar. Ante el estupor de los viejos progenitores involucrados en la guerra reciente, la trituradora de la historia llevó entonces a la tragedia a miles de jóvenes de las clases medias o bajas, unos en el remolino del rock, la salsa, las drogas y la liberación desenfrenada de los cuerpos, otros en la búsqueda del arte, el teatro y la poesía o en la delincuencia, y otros a morir o perderse en el deseo del martirio por una causa imposible, manipulados por fuerzas mundiales que los sobrepasaban y que no comprendían. 

Muchos jóvenes se perdieron, se sacrificaron, se malograron, enloquecieron, suicidaron, murieron, fueron ejecutados y triturados causando el llanto de los progenitores como en las tragedias griegas. El choque fue frontal entre padres e hijos, entre autoridades e instituciones y las nuevas generaciones, como siempre ocurre en los intersticios de las épocas conflictivas que surgen tras relativos tiempos de estabilidad. La guerra vivida y sufrida por los mayores en los años 40 y 50, cuyo punto crucial fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el Bogotazo de 1948, aplastaba simbólicamente los destinos de los jóvenes y la historia volvía a repetirse. Los viejos líderes políticos que polarizaron el país con sus discursos incendiarios y causaron esa guerra seguían como fantasmas o vampiros chupando desde ultratumba el alma de las nuevas generaciones.   

En  Las rutas de Ifigenia orienté el microscopio de la escritura a esas vidas en flor de ambos sexos que surgían al mundo en medio de esas máquinas trituradoras de culturas, costumbres e instituciones, cuando unos querían el rock, salsa, droga y fiesta y otros la revolución y cuando llegaban a la ciudad todas las tentaciones en el marco del los primeros Festivales de teatro universitario, a los que asistieron figuras como Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Ernesto Sábato, entre otras vacas sagradas de la literatura latinoamericana y el teatro mundial.

Uno siempre vuelve a la adolescencia y a la ciudad natal como los insectos que vuelan en torno al foco de luz a riesgo de quemarse. Antes había escrito Tierra de leones (1983), sobre el periplo imaginario de Leonardo Quijano, loco esencial de Manizales, malogrado en otros tiempos de conflicto, a la que siguió Bulevar de los héroes (1986), inspirada en parte en la vida imaginaria de otro destino malogrado, el pantagruélico médico Tulio Bayer, quien murió en el exilio en París, y luego El viaje triunfal (1993), sobre el periplo de un poeta imaginario modernista y vanguardista, Arnaldo Faría Utrillo, quien después de dar la vuelta al mundo en la primera mitad del siglo XX regresaba a morir en la ciudad en los tiempos del nadaísmo. 

Con Tequila coxis (2003) me sumergí para variar en el vientre de la Ciudad de México, donde viví mas de tres lustros, a través de la busqueda de un joven que va tras los rastros de su madre, una malograda actriz colombiana de los tiempos del cine de oro mexicano, pero con Las rutas de Ifigenia vuelvo a mi ciudad natal nombrándola con su propio nombre y con sus cines, cafés, calles, parques, patios, lluvias, nieblas, montes, flores, monumentos, personajes y figuras de su tiempo. 

Como decía Julio Cortázar sobre el arte del cuento, escribir una historia es como lanzar una liebre en un estadio y con los ojos vendados tratar después de rescatarla. Cuando uno llega al final y al fin atrapa al animal éste ya no es la misma liebre del comienzo, es otra cosa. Por eso la escritura de una novela es un reto terrible y destructor, desestabilizador, pero al fin de cuentas maravilloso si algun día uno logra liberarse de ella, dejándola atrás para siempre como un objeto desconocido.  
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Presentación de Las rutas de Ifigenia el martes 4 de junio en la librería Luvina de Bogotá a las 6 PM por Felipe Agudelo Tenorio y Fabio Jurado Valencia.
 

martes, 21 de mayo de 2019

OCTAVIO PAZ ENTRE LA TRADICIÓN Y LA REBELDÍA

Por Eduardo García Aguilar

Durante más de medio siglo y a medida que se acercaba el fin del milenio entre severos cambios, rupturas y fracturas inesperadas en las placas tectónicas de la política, la cultura y la sociedad mundiales, Octavio Paz (1914-1998) fue el oficiante sin fin de un gigantesco “banquete tántrico” de ideas, como dijo el hispano-árabe Juan Goytisolo. Presente a lo largo del siglo en todas aventuras literarias y del pensamiento, recorrió con lucidez el laberinto de su tiempo, atento a devorar el pasado y el presente, lo ocurrido o por ocurrir, el aquí y el allá, y listo a explorar conexiones inéditas al interior del yacimiento cultural de nuestro tiempo. 
En lo que respecta a América Latina, su inabarcable obra ensayística contribuyó en particular a pensar en México, y en lo general a descifrar los engranajes de América Latina con el mundo, como “extremo Occidente” que es, para usar las palabras utilizadas por los franceses Valery Larbaud y Alain Rouquié. Enseñados a ser raros, folclóricos, animistas, bárbaros, pintorescos, los latinoamericanos, con Paz, quien fue fruto a su vez de una tradición ya iniciada con Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, logramos llegar por fin a ese banquete de las ideas: podemos ahora pensarnos, mirarnos al espejo, situarnos dentro del engranaje. Con la alegría de la palabra, nos ofreció medio siglo de inquietud incesante, sin tregua, en torno a todo: la sociedad, la pintura, las pirámides, el dictador, la poesía, el cuerpo, India, México, Estados Unidos, el totalitarismo, la escultura, el color, el barroco, Rubén Darío, Fernando Pessoa, la tradición, la traducción, el marxismo, Marcel Duchamp, Europa del Este o la URSS, las nuevas expresiones plásticas, el juego, la televisión, los satélites, la luna, el erotismo. 
Animal devorador, pantagruélico, irritante, fue ejemplo en un continente donde estábamos acostumbrados a la autocomplacencia heroica, el falso nacionalismo y en especial en poner máscaras de maravilla sobre el amplio panorama del desastre. Eterno adolescente incómodo, opinó sin temor a equivocarse y errar y buscó claridad y coherencia allí donde solo existía el intolerante grito ciego de falsos mesianismos. Sus ensayos fueron pequeñas catedrales de preguntas, devaneos; certeras disecciones que alumbraban las zonas ocultas que tocaban. 
Guillermo Sucre dice que Paz “nos curó de la rareza crónica con la que se ha querido revestir a nuestra literatura, al limpiar la vivencia y la percepción que tenemos de ella” y “desbloqueó el enconado monólogo con nuestra ya un poco tramposa originalidad y la convirtió en un diálogo más verdadero con el mundo”. A la actitud reverencial y provinciana ante la “cultura”, buscó saber no como adorno sino como transformación o pregunta. Captó así las huellas indígenas e hispanoárabes que cruzan las rocas del hoy latinoamericano, mezcladas a los abismos piramidales, a los retorcidos altares, a las guillotinas jacobinas, o marxistas, a los signos de la modernidad en rotación, a la voz de Sor Juana entre los hilos de la información mundializada. Su testimonio rompió las barreras de los géneros literarios y, como dijo Goytisolo, “nos brinda el mejor ejemplo de una obra que desborda y cubre las formas literarias canonizadas y postula una incitante concepción del texto como dinámica pluralidad de lecturas”. Pero tal vez lo más importante de su cruzada fue la defensa a capa y espada de lo que era fundamental para él: la poesía, con cuya desaparición, dijo, “regresaríamos al caos original”. Por muy sugerente y revelador que sea el demencial cuerpo de su obra ensayística, su poesía desde la década de los 30 del siglo pasado en adelante es su más certero ejemplo de búsqueda: reflexión sobre el poema y poema mismo recorrieron los caminos del cambio, del buscar. 
Libertad bajo palabra, Piedra de sol, Pasado en claro, Ladera Este, Blanco, Nocturno de San Ildefonso, Soliloquio de medianoche, Perpetua encarnada, Mariposa de obsidiana, Vuelta, Árbol adentro, son testimonios de ese recorrido de más de medio siglo por las concavidades de esa revelación que piensa creándose y que no está nunca satisfecha con su luz hallada. Luz oscuridad, cuerpo no cuerpo, sombra cuerpo, pasos y sonido de los pasos: secreto doble de una aventura inédita en las letras del continente, la poesía de Paz propone una extraña música: la música del cuerpo, tal vez adivinada durante sus años de Oriente. Una música de y para el cuerpo y el amor, pues “sobre tu cuerpo en sombra, estoy como una lámpara”, dijo en su poema El día de Udaipur.

Una música que entró en sus silencios la tarde del 20 de abril de 1998, cuando la negra y elegante carroza de la agencia de pompas fúnebres Gayosso abandonó el Palacio de Bellas artes bajo la canícula, con su cuerpo adentro. Desde el balcón del noveno piso de la legendaria Torre Latinoamericana vi cómo giró el cortejo por el Eje Lázaro Cárdenas mientras miles de automovilistas protestaban con sus bocinas por el corte del flujo vehicular. Todos esos miles de automovilistas del progreso lo despedían, sin saber, con la furia de sus pitos. 

Después el cortejo viró por la calle Hidalgo hacia la calzada de Tacuba, por donde Cortés y sus huestes huyeron derrotadas por los aztecas en 1519, hace casi medio milenio. Y en la soledad, en el laberinto de su soledad, el poeta recorrió la misma ruta de Cortés hacia el panteón donde sería incinerado. Desde la azul Torre Latinoamericana comprendí que si el siglo XIX mexicano tardó una década en concluir, ahora asistíamos al prematuro fin del siglo XX mexicano.

Como colombiano, de la misma nacionalidad de Barba Jacob, Jorge Zalamea, García Márquez, Mutis y otros que pasaron en México largos años de sus vidas exiliadas, comprendí la profunda fortuna de haber vivido más de tres lustros en los últimos años mexicanos de Paz y de haber aprendido tanto de él a través de una lectura permanente, porque no hubo un solo día en que no estuviera presente de alguna forma, con un poema, un diálogo en televisión, una irritante declaración política, un exabrupto mundial, una encolerizada e injusta respuesta a algún contradictor sin poder, un lúcido ensayo sobre cualquier asunto del mundo, desde las pirámides hasta los satélites cósmicos. 

Lo odiábamos y lo amábamos tal y como nos espanta y nos emociona la figura pétrea de la hórrida diosa Coatlicue, la de la falda de serpientes. Paz representaba las profundas contradicciones de su país, entrevistas con gran lucidez por Malcolm Lowry en su gran novela Bajo el volcán. Paz era, como el México profundo, un país de velos, impenetrable, cambiante, inasible, incomprensible, vasto, retorcido, diáfano, acomplejado y arrogante, generoso y mezquino, autoritario y dialogante, abierto y cerrado al mundo, cruel y tierno a la vez.

Quienes vivimos en México en esos años sabemos que por su hiperactividad era un joven insaciable de su época. Ahora que muchos autores susurran para no molestar a los poderosos y se forman en fila para recibir las prebendas del Estado, premios, becas, honores, grados honoríficos y aplausos en serie, cuando poetas, novelistas, y ensayistas miden sus palabras para no incomodar a los poderosos y no molestar a jurados, academias y editores, Paz hace mucha falta. 

Fue siempre irritante como un joven eterno y pienso que con esa actitud siguió el ejemplo de Sócrates, Goethe, Voltaire, Johnson, Hugo, Sartre, Malraux, fieles a la verdadera función del intelectual y el poeta de todos los tiempos. Molestar, azuzar, inquietar, irritar, no callar, no agachar la cerviz, mirar desde alturas insospechadas. Paz, ese Zeus o esa Coatlicue que ya no está con nosotros, fue ejemplo magistral de lo que un escritor debe ser: un adolescente rabioso, un inmaduro eterno que no mide las consecuencias de lo que dice y enciende a sus pueblos o regiones con reflexiones e inquietudes permanentes. En vez de trasegar por rutas conocidas, el escritor por el que abogaba Paz debe buscar siempre nuevos caminos contra la corriente, entre la tradición y la rebeldía.



domingo, 13 de enero de 2019

EL EJEMPLO DE JOSEPH CONRAD

Por Eduardo García Aguilar
Joseph Conrad dice que debe a su amigo Edward Garnett el haber proseguido en su magnífica carrera literaria después de la publicación de su primera novela La locura de   Almayer en 1895, a la edad a los 38 años. Basado en sus experiencias como marino por el mundo, decide continuar explorando las vidas cruzadas y escribe Un paria de las islas (1896), a la que siguen El corazón de las tinieblas (1899), El negro del Narciso (1897), Lord Jim (1899), Nostromo (1904) y muchas otras que escribe hasta su muerte el 3 de agosto de 1924.
Garnett fue su primer amigo del mundo literario, pues hasta entonces había compartido con los compañeros de los barcos, que tan bien describe con lucidez en el Espejo del Mar, uno de sus más bellos libros, tratado filosófico del viaje sobre la inmensidad cóncava de los océanos. Dice que caminaban por Londres y ante las dudas de Conrad sobre si continuar o no escribiendo novelas, éste le dice que por qué no "escribir otra", en un tono liviano, lejos de las cargas y las culpas.
"Usted tiene el estilo, el temperamento, ¿porqué no escribir otra?, le dice el amigo en alguna esquina de Londres mientras caminaban y a las once de la noche, cuando regresa a casa, escribe la primera página de su nueva novela. El paria de las islas es escrita sin grandes dudas, a diferencia de otras historias que fueron comenzadas y abandonadas por largos periodos y a veces al parecer definitivamente para retornar finalmente a ellas. 
Conrad dice que la historia de Willems, el personaje abandonado en una isla, es la más tropical de todas sus obras, pero que durante su escritura requirió para escribirla más de imaginación que de afecto por ella, con lo que toca un punto clave para quienes alguna vez han sufrido el suplicio de escribir novelas. Se ha dicho que para escribir novelas, a diferencia de la poesía, se requiere un 5% de talento nada más y 95% de trabajo. Como ocurrió con Conrad, el destino de un novelista pende de un hilo frágil porque el motor fundamental de su trabajo es la voluntad en la factura de bloques de largo aliento que requieren por lo regular años de inicios y rechazos, como si el embrión fuera un monstruo instalado en el vientre del escritor que es necesario expulsar.
Los autores de novelas crean esos primeros embriones, pero en el proceso sienten náuseas por ellos y deseos de no continuar en la tarea pues les causa repugnancia la historia, el tono, el ángulo, el punto de vista o eso que llaman estilo. A medida que avanza en la escritura de su obra, el novelista experimenta crisis sucesivas cuando llega a las 30, 70 o 120 páginas de un texto que en cualquier momento puede ser lanzado al tacho de basura.
Y de pronto hay una luz cuando la masa crece y logra vencer la fuerza de gravedad del descreimiento, lo que ocurre cuando por fin, después de años de trabajos y abandonos logra concretar una primera versión de la historia, que es solo la primera etapa de un nuevo proceso de versiones que van y vienen y al final terminan por saturar a quienes las escriben, hasta el punto de ya no están en condiciones de tener un criterio claro sobre lo producido.
Muchos autores de novelas quemaron alguna vez sus manuscritos cuando no existían los ordenadores y memorias virtuales. Y hay que creer en sus versiones porque la duda los asalta siempre hasta el final, como ocurrió con el forastero polaco que adoptó el inglés como su lengua de escritura. A veces conversar con un amigo o confiar en un editor milagroso ayuda a llegar al punto de no retorno, cuando el novelista pone un punto final definitivo y se deshace del manuscrito para que pase a las letras de molde.
Cuando llegan las pruebas, el autor sabe que el monstruo ha muerto por fin y que de ahora en adelante la historia quedará congelada en un tiempo sin tiempo, como en un bloque de hielo del Ártico o el Antártico y que la obra ya no le pertenecerá ya nunca más. Liberado al fin de la enfermedad, podrá entonces volver como Sísifo a cargar la piedra por las lomas de la montaña y comenzar de nuevo en un eterno retorno.
Cada una de las obras de Joseph Conrad nos sacude y nos marca para siempre. Afortunado él que desde muy temprano experimentó el misterio de ser un forastero permanente que viajó por los mares y llegó a los puertos más alejados del mundo para ser testigo de las historias más terribles, penetrando en el alma de los humanos y sus derivas, codicias, guerras y traiciones.
Solo en su camarote en las largas noches del mar nocturno, sentado en cubierta frente a una mesa donde humea el té o brilla el corazón del vino, enfrentando tifones y amenazas, penurias,  quiebras, abandonos, reconociendo paraísos y esplendores, tráficos innombrables y delitos inconfesables, el profesional del mar captó la verdad humana en esos viajes sin fin que nutrieron su imaginación. El globo terráqueo fue su vivienda y el firmamento nublado o estrellado el único recurso posible para imaginar una salida de la trampa de la vida. Conrad es y será el hermano mayor de los novelistas, esos mártires que naufragan y son expulsados por la ballena en las playas del tiempo.  

lunes, 7 de enero de 2019

LA JUVENTUD PERMANENTE DE HÉCTOR SÁNCHEZ

Por Eduardo García Aguilar
Después del fallecimiento reciente de Alonso Aristizábal y Roberto Burgos Cantor, se ha ido en la pasada Navidad otro gran autor colombiano de la generación postmacondiana de los nacidos en la década de los 40 del siglo pasado, el tolimense Héctor Sánchez (1940-2018), oriundo del Guamo y quien residió largas temporadas en México, Argentina y España, lugares donde publicó la mayor parte de su obra. Tuve la fortuna de verlo y conversar largo con él en la Feria del libro de Bogotá en abril del 2017. El reencuentro se dio con toda la naturalidad y nos escapamos del bullicio de la feria con otro amigo suyo a almorzar en un amplio restaurante situado en uno de los edificios de Corferias. Al calor del vino y la buena mesa, Sánchez desplegó esa cordialidad impar que lo caracterizaba e hicimos un recorrido amplio de las cosas vividas y leídas. 
A él lo vi por primera vez en Barcelona en 1976, ciudad donde trabajaba en el próspero mundo editorial e incluso televisivo, cuando la llamada ciudad condal era el centro literario de Hispanoamérica. En ella residían otros autores colombianos de su generación también ya desaparecidos como Óscar Collazos, Miguel de Francisco y R.H Moreno-Durán, así como Luis Fayad y Ricardo Cano Gaviria, y otros más jóvenes de la generación posterior como Sonia Truque y Manuel Giraldo Magil. Y en la calle Caponeta del lujoso barrio de Sarria vivía Gabriel García Márquez, que se había trasladado allí para escribir El otoño del patriarca y tomar distancia de México, a donde regresó después para quedarse hasta siempre.Los escritores jóvenes acudíamos a Barcelona para sentir la efervescencia del boom latinoamericano lanzado por la agente literaria Carmen Balcells y estar cerca de muchas de las glorias literarias de la literatura escrita en castellano y degustar en las librerías de las Ramblas la aparición incesante de novedades. García Márquez en plena gloria era una especie de demiurgo celestial al que pocos tenían acceso, salvo Collazos y Sánchez, y los que apenas estábamos en nuestros primeros veintes y emprendíamos la aventura literaria antes de publicar nuestros primeros libros, no nos quedaba más remedio que imaginar al maestro en su olimpo de gloria, rodeado de las exquisitas estrellas mediáticas de la llamada izquierda divina catalana. 
Collazos y Sánchez eran las dos estrellas colombianas jóvenes del momento. Óscar vivió en París el mayo del 68 y con su prestigio de seductor proveniente del Valle y de Cali, era ya famoso por sus aventuras o relaciones con escritoras y editoras famosas, entre ellas una que llegó a obtener el Premio Nobel en este siglo XXI. Collazos había polemizado por lo alto con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa y desempeñado ya un importante papel editorial en Casas de Las Américas de la Cuba revolucionaria que estaba de moda y aun no se había convertido en una larga y gris dictadura.
Por su lado Sánchez ya había vivido y publicado en México en la prestigiosa editorial Joaquín Mortiz y a su vez tenía la aureola de haber tenido aventuras y amoríos famosos, entre ellos uno con una diva en cuya casa el Che Guevara y Fidel Castro fraguaron los primeros pasos de la revolución, antes de viajar en el famoso barco Granma. En el México de los 60 Sánchez fue muy cercano a Álvaro Mutis y a García Márquez, o sea que junto con Óscar Collazos pertenecían al club de los cercanos al olimpo. Ambos por fortuna nunca perdieron la cabeza y a lo largo de sus vidas fueron generosos amigos y nunca olvidaron sus orígenes populares.

Héctor Sánchez se inició con Cada viga en su ojo en 1967, ganó luego el Premio Esso de novela en 1969 con Las causas supremas y publicó entre otras obras Las maniobras (1969), Los desheredados (1973), Entre ruinas (1987), finalista del Premio Rómulo Gallegos, y Mis noches en casa de María Antonia (2017). 

Veo a Héctor Sánchez en esos veranos barceloneses sentado a la mesa, bronceado, con las vestimentas modernas que siempre lo caracterizaron, departiendo con escritores más jóvenes a quienes ayudaba a buscar trabajo e incluso hospedaba cuando se quedaban sin casa, tal y como lo relata Magil. A él lo veíamos siempre como a un hermano mayor en esta aventura literaria, cuando aun no sabíamos que Colombia se hundiría poco a poco en oleadas cíclicas de horrores sin nombre que borraron poco a poco la luz artística que reinó en aquellos tiempos de esperanza y fervor cultural marcados por la revista Eco y la emergencia de una generación apasionada de escritores conectados con las letras modernas del mundo. 

Todo ese escenario prodigioso de los escritores colombianos de Barcelona se desmoronó poco a poco. Las puertas editoriales se fueron cerrando y casi todos regresaron a la boca del lobo de Colombia, donde terminaron sus días olvidados por un país donde la cultura de los narcos y los paramilitares terminó por devorarlo todo e incluso hasta la literatura. 

En nuestra conversación bogotana lo expresaba con total lucidez y sentido del humor. Tanto él como otros muchos excelentes autores colombianos de su generación vivieron sus últimos años en un exilio interior, pero a diferencia de otros que pudieron o pueden sentir decepción, rabia o amargura por el hielo de la patria colombiana madrastra donde la vulgaridad y la ignorancia arrasan con todos los poderes y las instituciones, donde solo se intercambian anatemas e insultos proferidos por fanáticos de uno u otro bando, donde el arribismo y el bling blig del oro corrupto es el objetivo nacional, Héctor estuvo hasta el final animado por una cálida luz interior, como si fuera un santo iluminado con su sonrisa a flor de piel y un sentido del humor a toda prueba. Un caballero, diría su amiga la cantante tolimense Olga Valkyria. 

Héctor Sánchez se ha ido, pero sus obras están para leer en las bellas ediciones de la editorial Pijao, encabezada desde hace medio siglo por los quijotescos hermanos Pardo, Carlos Orlando y Jorge Eliécer, quienes fueron con Benhur Sánchez y otros allegados sus más cercanos amigos en el retiro de Ibagué y quienes crearon para él un pequeño olimpo literario activo y caluroso en su tierra natal. El gentleman Héctor Sánchez seguía siendo el exitoso joven de siempre y nadie al verlo hace poco podía imaginar que ya se estaba acercando a la venerable edad de los 80, cuando los más sabios saben que se encuentran más allá del bien y del mal.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 6 de enero de 2018.