No hay duda de que las mujeres escritoras
latinoamericanas del siglo XX siempre fueron ocultadas por un sistema
que era diseñado por y para el brillo de los hombres, fueran jóvenes
lobos en ascenso o viejos patriarcas instalados en sus cómodas
poltronas. Nuestra generación, que fue la primera en que empezaron
a abrirse puertas a algunas autoras, vivió en carne propia lo que era ese
reino absoluto y voraz de los patriarcas literarios del siglo desde
Lugones, Vasconcelos, Reyes, Borges, Bioy, Gallegos, Neruda, Asturias y
Paz, hasta las estrellas ultramasculinas del boom.
Salvo en el mundo literario anglosajón, donde ya en
la primera mitad del siglo XX se dio la irrupción de extraordinarias
autoras como Virginia Wolf, Anais Nin, Djuna Barnes, Doris Lessing,
Nadine Gordimer, entre otras muchas, en el resto de las lenguas y en la
nuestra en especial siempre los reflectores se dirigieron a hombres que
encarnaban países como padres de la patria idolatrados y cubiertos de
incienso, amantes del poder y los honores, casi todos blancos,
burgueses, pomposos, encorbatados y urbanos.
En el mundo hispanoamericano esa fue siempre la
regla y la existencia de clanes masculinos en cada país y en la región
entera contribuía a sobredimensionar sus obras, que eran aplaudidas a
su vez por una crítica de predominancia masculina en el marco
jerárquico y petrificado de las universidades y la prensa. Y se crearon
así poderosas sociedades de elogios mutuos en torno al gran jerarca
nobelizable del momento, a donde se ingresaba por cooptación y servil
espíritu de cortesanía.
Nuestra generación vivió dentro de ese sistema como
si fuera algo ineluctable y los nuevos escritores, narradores, poetas y
ensayistas construían a su vez nuevos clanes y se preparaban para subir
al trono a medida que fueran desapareciendo esas figuras totémicas que
reinaron sin compartir el poder a lo largo del siglo XX. Las mujeres
escritoras solo estaban invitadas al banquete como observadoras, musas,
esposas o groupies de los ídolos.
Los grandes poderes editoriales hispanoamericanos eran a su vez controlados en Barcelona, Buenos Aires o México, salvo excepciones, como fue el caso de Carmen Balcells, por hombres que en pleno apogeo clánico definían ascensos y caídas, premios, condecoraciones y consagraciones. Pero Balcells, aunque mandaba como la Gran Mamá Grande de la literatura en castellano, estaba totalmente al servicio de los futuros patriarcas que ella inventaba y empujaba a la fama y a la riqueza y junto a los cuales no había ni por equivocación una sola mujer escritora.
Igual ocurría en las rancias academias de la lengua
dominadas por empolvados carcamanes trajeados de saurios que se
cooptaban unos a otros desde los tiempos inmemoriales y duraban más
tiempo que las tortugas de Galápagos para defender lo castizo
decimonónico y la ortodoxia literaria.
En los departamentos de
humanidades y literatura en las universidades también reinó hasta hace
poco una hegemonía legitimadora de esa dictadura patriarcal y miles de
tesis dirigidas por académicos mandarines proliferaban como conejos
desbocados al por mayor, y solo servían para rendir homenaje repetitivo
en monótona cantinela a los mismos patriarcas triunfantes, como si no
hubiera nada más y la literatura solo fuera asunto de poderosos machos
alfa cargados de condecoraciones.
Las mujeres estaban ahí y escribían durante el siglo
XX, pero nadie las veía. Siempre los bombos fueron para los infatuados
ídolos del éxito y los nuevos escritores hombres emergían generación
tras generación como promesas y medraban en las antesalas del poder
antes de caer en la desgracia y el olvido y aun hoy siguen muy inocentes
y muy esperanzados como gallos que mueven sus crestas y afilan sus
espuelas, sin saber que son ya una especie en extinción.
Todo eso lo sentíamos y lo veíamos, pero solo ya
entrado el siglo XXI, comienzan a cambiar los paradigmas culturales.
Muchas de esas mujeres ocultas son rescatadas del ostracismo: entre las
narradoras Elena Garro y Amparo Dávila en México, Elisa Mujica, Helena
Araújo, Albalucía Angel y Fanny Buitrago, en Colombia, y así
sucesivamente se pueden hacer largas listas en cada país. Y eso sin
contar a las magníficas poetas latinoamericanas que siempre fueron
ocultadas de manera deliberada por la crítica y el poder literario en el
marco de los grandes movimientos.
Hubo algunas excepciones, como fue el caso de varias
poetas y escritoras uruguayas, brasileras y argentinas, Alfonsina
Storni, Victoria Ocampo, Clarice Lispector, Olga Orozco, en países del
cono sur donde mucha gente descendía de los barcos que traían
inmigrantes europeos, o el fenómeno milagroso de Gabriela Mistral, que
fue la excepción que confirmaba la regla a lo largo del siglo XX. Todo
eso está cambiando por fortuna en este siglo y por fin las escritoras de
las nuevas generaciones ya no pueden ser ocultadas, ninguneadas,
escondidas detrás de las cortinas y borradas del mapa. Esa es la
revolución coperniciana de la literatura hispanoamericana de hoy y eso
hay que celebrarlo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 20 de marzo de 2022.
* En las fotos Gabriela Mistral, Olga Orozco y Victoria Ocampo.
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